Teniente D. José Antonio Vázquez Soler (JAVS), alumno del VI Curso de Guerrilleros (2ª parte)

Entrevista realizada por el Teniente Coronel. A. Luis Vicente Canela al Coronel Vázquez Soler (II parte)

Abrimos de nuevo las páginas de la revista al relato del Coronel Vázquez Soler. En esta ocasión buceamos en los recuerdos de su curso de OE, del que, además de alumno, llegaría a ser director.

 Después de la presentación de los profesores y pasar lista a los alumnos del curso, se procedió al reparto de manuales y armamento. Pronto pudimos apreciar que en materias análogas la diferencia entre lo estudiado en la academia y el curso era total, ya fuera en topografía, armamento, transmisiones (con prácticas de morse), etc.

Siempre me había resultado sorprendente que en una academia como la de infantería predominase la teoría sobre la práctica. En fin, estoy hablando de mis tiempos, no sé cómo será ahora.

Por supuesto no todo era vino y rosas. Por ejemplo, el armamento que se enseñaba era: el fusil, el subfusil y la pistola, del que estábamos dotados, el que siempre, y hasta entonces, habíamos estado instruyendo a nuestra tropa. Cuando pregunté si no se trabajaba con armamento extranjero, sobre todo el usado en el Pacto de Varsovia, no recuerdo la contestación.  De todos es sabido que el guerrillero se abastece de lo que captura al enemigo, luego…

La denominación del curso siempre ha estado rodeada de polémica. ¿Curso de Guerrilleros o Curso de Operaciones Especiales?

 Antigua discusión que ya entonces ocupaba a nuestros profesores, que discutían sobre si el curso debía denominarse de guerrilleros o de operaciones especiales. La denominación: “guerrilleros”, se mantuvo hasta el IX curso, cuando al terminar los alumnos fueron diplomados con el Título de Aptitud para el Mando de Unidades de Operaciones Especiales.

No deja de resultar curioso que en el VIII curso el título rezase: Título de Aptitud para el Mando de Unidades de Guerrilleros, con fecha 28 de agosto de 1964, D.O. 193, y que luego, el 12 de mayo de 1965, se concediera el Título de Aptitud para el Mando de Unidades de Operaciones Especiales al teniente de infantería D. José García de Frías, perteneciente a la convocatoria de 9 de agosto de 1963. Es decir, en ese margen de tiempo ya se decidió el cambio. Sin embargo, el cambio que tardó más fue el de los D.O. de las convocatorias figurase Escuela Militar de Montaña hasta el XII curso. A partir del XIII su lectura fue: Estado Mayor Central del Ejército, en el lugar correspondiente, sin citar a la escuela. Ya sabéis la redondilla de Guillén de Castro:

“Esta opinión es honrada.

Procure siempre acertalla

el honrado y principal;

pero si la acierta mal,

defendella y no enmendalla”.

Sé que una de sus luchas personales fue el cambio del letrero que lucía la fachada principal del edificio de mando de la escuela.

 Pues sí, porque, a pesar de lo que he dicho, lo que no cambió fue el letrero de entrada a la escuela: Escuela Militar de Montaña y O.E.s.  Lo de O.E.s continuó hasta que al salir destinado como comandante a la escuela, al presentarme al general, me quejé y él ordenó poner: Escuela Militar de Montaña y Operaciones Especiales. El primer letrero con O.E.s me lo encontré después en Candanchú, en la entrada al campamento donde hasta entonces no recuerdo que hubiera habido nada. 

Candanchú y un breve pero intenso contacto con la nieve, donde muchos eran los llamados y pocos los escogidos.

¡Y tanto! Por la mañana antes de salir a las prácticas había una clase teórica hasta que abrían los remontes, normalmente de “meteo”, un poco rollo. Me acuerdo cuando entraba en la clase del comandante Maté, entonces jefe de curso, y nos llamaba a dos, uno de ellos yo, para acompañarlo en un recorrido por la ladera del Tobazo y comprobar el estado de la nieve.

Normalmente el recorrido, sin utilizar medios mecánicos, no tenía problemas excepto en una ocasión en la que llevaba varios días sin nevar y estaba helado. La noche anterior había nevado de forma abundante y al marchar por la ladera advertimos al comandante (él se daría cuenta de sobra), del peligro de que la capa de nieve pudiera deslizarse sobre el hielo al marchar haciendo un surco.

El comandante iba el primero y sin hacernos caso se deslizó por la ladera, y nosotros detrás, ¡faltaba más! Cuando nos dimos cuenta nos pilló el alud, afortunadamente pequeño, pero nos dio un revolcón del que, aunque salimos sin problema, acabamos rebozados, como croquetas en nieve, sin que ninguno dijera nada. Fue mi primer alud, el segundo cuando mandaba el curso; y es que en las operaciones especiales existía una máxima: “Nunca le pidas a un subordinado algo que entrañe un peligro sin hacerlo tú previamente”.

Yo aprovechaba todas las oportunidades (sobre todo los fines de semana) para subir a esquiar a Candanchú, de manera que cuando empezó la fase de combate en nieve me incluyeron en el grupo de los veteranos. A este grupo le encomendaron la travesía desde Candanchú al Pirineo Catalán, de varios días de duración, pretendiendo que el abastecimiento estuviera a cargo de una avioneta, que nos lanzaría todos los días el suministro con paracaídas. El problema fue que desde el primer día una niebla baja impedía, a cualquier avioneta, acertar con nuestra posición para lanzar la carga. Antes de iniciar la travesía, el veterinario nos proporcionó a cada uno una caja de sémola para espesar potajes, caldos y otros guisos, pero que tomada a palo seco era un auténtico engrudo. A pesar de estirar la ración de emergencia con la esperanza de que la niebla terminara por levantarse, el mal tiempo persistió. Al hambre se unió el agotamiento por la carga: mochila grande, armamento, raquetas y todo el abrigo para soportar el frío con temperaturas nocturnas bajo cero. 

Creo que a pesar del paso de los años no ha podido olvidar un episodio de esos en los que se roza la tragedia.

Fue a los pocos días de iniciar la travesía. Llegamos a un albergue utilizado durante la Guerra Civil Española, para impedir el paso de los maquis, que estaba abandonado. Con la poca leña que se habían dejado los últimos ocupantes encendimos el horno para calentar la sémola (a buen hambre, no hay pan duro), y cuando terminamos a nadie se le ocurrió apagarlo. Han pasado 60 años y no me puedo olvidar. Metido dentro del saco con las piernas dobladas, me despertó una linterna que me apuntaba a la cara. Cuando pregunté qué pasaba, al tiempo que estiraba las piernas, el de la linterna se desplomó al tiempo que yo oía decir: “¡levantaos, hay monóxido de carbono!”. Fue lo último que oí.

Cuando desperté, estaba fuera del refugio, metido en el saco y recobrando la consciencia.

Afortunadamente para todos, los últimos se habían acostado junto a la puerta de entrada y entre el cansancio y el hambre a ninguno se le ocurrió tapar la rendija de debajo de ella, por la que entraba el aire nocturno que empujaba el gas al interior. Del susto se nos pasó el frío y el hambre, y cuando estuvimos todos recuperados nos juramentamos para no decir nada a nadie de lo sucedido, evitando así que pudieran echar la culpa al capitán profesor que mandaba el grupo y que debió haber previsto contingencias como esta. Abrimos puerta y ventanas, vaciamos el horno y en la puerta

alguien escribió con un carbón: ¡peligro, monóxido de carbono! Cuando amaneció proseguimos a marcha sin que nadie dijera una palabra. Yo creo que todos pensábamos en lo mismo.

       La verdad es que el capitán había dado la orden de nombrar imaginarias por parejas. Lo que sucedió fue que los primeros imaginarias en vez de apagar el fuego echando nieve lo dejaron, y aquello se convirtió en un brasero productor de monóxido de carbono. Todos estuvimos de acuerdo en que era difícil echar la culpa a alguien, aunque el capitán era el primero que debiera haberse asegurado de que el fuego quedaba bien apagado; pero, en fin, se corrió un tupido velo y mejor reservar para sí que no romper un secreto buscando culpables, lo que ocasionaría enfrentamientos entre los compañeros. Como decía Lope de Vega:

 “A mis soledades voy,

de mis soledades vengo,

porque para andar conmigo

me bastan mis pensamientos”.

Antes de regresar a Candanchú, enterado el capitán de la promesa que habíamos hecho, nos dio a todos un abrazo sin decir palabra: “No hay dolor como el que se calla”.

Pero bueno, no todo fueron disgustos. Cuando al fin llegamos al restaurante en el Pirineo Catalán, donde la escuela nos había reservado menú, cada uno tomó asiento donde le correspondía y al momento los panecillos habían desaparecido. Cuando se pidió a los camareros si podían traer el pan, recuerdo que uno de ellos dijo: “juraría que ya los había servido” y al pasar lo mismo con los segundos, la explicación les quedó clara: “ya me parecía a mí que traían cara de hambre”.

Y el balance final…

Pues mira, si en el autobús en el que regresábamos alguien me hubiera preguntado qué sentía, creo que habría contestado que melancolía y tristeza, cuando debiera sentir alegría por verme vivo. Si hubiera tenido un psicólogo a mano, se lo habría preguntado; aún hoy, si lo pienso, me lo cuestiono.

Una fecha que se recuerda en todos los cursos es el paso del ecuador, a caballo entre lo conseguido y lo que resta por conseguir, que anima a enfilar el final del camino.

Sí claro, se celebra hacia la mitad del curso. Cumplida la mitad nos queda la otra mitad. Esa fecha está marcada en el calendario y los profesores durante todo el día hacían la vista gorda, siempre sin superar un límite, con las faltas y las bromas de los alumnos; entre las bromas destacaban las coplillas dedicadas a los profesores y recitadas por los alumnos. Poco a poco se me han ido borrando de la memoria (u olvidando), pero todavía me acuerdo de una dedicada al comandante Maté, fallecido años más tarde en acto de servicio en un accidente de helicóptero (¡Descanse en Paz!).

… Y por si todo lo anterior fuera poco

Tenemos a Maté,

Un “ranger” de verdad

Que se lanza Tobazo abajo a toda leche

Y casi siempre, casi siempre, se la da”

Que sus hijos me perdonen. Yo a su padre siempre le tuve un particular afecto y respeto.

Llegamos a la supervivencia, que, a pesar de que ha sido muy cuestionada, sigue formando parte de los programas de adiestramiento de los cursos de mandos y de tropa.

Verás, yo no recuerdo a ninguna otra unidad de ejército que la llevara a cabo. La fase se iniciaba con un tema táctico, con un lanzamiento nocturno, y como consecuencia del mismo los supervivientes iniciaban la retirada a una zona designada previamente, donde permanecían ocultos esperando el rescate. En mi curso, recuerdo que durante la retirada desde la zona de lanzamiento se nos había permitido cazar dos sarrios, para lo cual marchábamos con todas las precauciones, por si teníamos la suerte de encontrar una manada. En cabeza del grupo iban dos que presumían de cazadores, lo que en esta ocasión demostraron al abatir dos pequeños sarrios; inmediatamente todos nos acercamos a donde se encontraban los dos pequeños animalillos, de los que todavía uno se encontraba vivo. Dio la casualidad de que hacía no mucho había estado leyendo: El gatopardo, de Visconti, y contemplado al pequeño sarrio me acordé de lo que decía Luchino:

“Don Fabrizio se vio contemplado por dos grandes ojos negros que, invadidos rápidamente por un velo glauco, lo miraban sin rencor pero cuya expresión de doloroso asombro era un reproche dirigido contra el orden mismo de las cosas; las aterciopeladas orejas ya estaban frías, las patitas se contraían enérgica y rítmicamente, símbolo póstumo de una inútil fuga; el animal moría torturado por una angustiosa esperanza de salvación, imaginando, como tantos hombres que aún podía superar el trance, cuando ya estaba condenado …”

Aquella supervivencia se llevó a cabo en la Selva de Oza, una belleza natural. Para nosotros el problema era que el fin de semana se llenaba de domingueros, que cuando se iban dejaban la zona con los restos de sus meriendas.

¿Cree que el hambre, quizá deberíamos ponerlo entre comillas, que se llega a pasar en la supervivencia es determinante para la formación de un guerrillero?

Creo que más importante que los alumnos pasaran hambre, que sí la pasaban, era contratar durante esos días a profesionales, digamos botánicos, capaces de enseñar a los alumnos las especies de vegetales que se desprecian por ignorancia y que son perfectamente comestibles. Cuando terminó la fase me apresuré a comprar el texto “El Dioscórides renovado”, de Pío Font Quer, que desde entonces constituyó uno de mis libros de cabecera; ahora lo es de mi hijo. Dioscórides, alguno se habrá olvidado, era un médico griego que acompañaba a las legiones romanas y que se fijaba en los curanderos de las tribus, por si podía aprender algo. Cuando tuve el honor de encargarme de dirigir la ponencia para el nuevo manual de supervivencia, en el que colaboraron representantes de los GOE, lo primero que hice fue pedir autorización a las descendientes de D. Pío, ya fallecido, que vivían en Barcelona, para copiar dibujos y textos de su libro, así como autorización de la editorial; tanto los descendientes como la editorial me la concedieron y así figura en el manual. Posteriormente escribí un artículo: “La ortiga, alimento para el guerrillero” en la revista “Defensa”, nº 148/149, agosto-septiembre 1990 y, ulterior a ese, para el nº 1914 de El País de fecha 02/06/13, redacté otro con el título: “Menú de ortigas de Ana Pantaleón y Paco Guzmán”, en el que se comenta que esta planta formó parte de la gastronomía mediterránea desde la antigua Roma. Si cito solo a la ortiga es por aquello de que para muestra basta un botón, y si nos referimos al reino animal acordaos de que: todo lo que se arrastra, anda, nada y vuela a la cazuela.

Los recorridos nocturnos en solitario permiten a los individuos, la mayoría residentes en la ciudad, acostumbrarse a la soledad y a no ver ni oír lo que la imaginación les hace creer. Si a esto se le suma el hecho de poder alimentarse sin temor a comer alimentos desconocidos que le pudieran hacer daño, el superviviente ganará una confianza en sí mismo que le permitirá tratar de encontrar a los suyos, aunque tarde días.

Hoy debemos dejarlo aquí, mi coronel, pero no me resisto a emplazarlo de nuevo para otra entrega de esos recuerdos que, estoy seguro, seguirán disfrutando los lectores de la revista Boina Verde.

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