Dos experiencias de mi paso por la Compañía de Operaciones Especiales 42

Santiago Badia, antiguo cabo 1º «Lince», COE 42, 78/80

Mi llegada a la COE

En una calurosa tarde del 1 de octubre de 1978, después de disfrutar 15 días de permiso tras mi jura de bandera en el CIR nº 9 de San Clemente de Sasebas, mi padre y yo nos dirigimos en el coche Renault-6 familiar desde S.Pedro y S.Pablo, barrio próximo de Tarragona, hacia el cuartel del Regimiento Badajoz 26, donde estaba ubicada mi unidad de destino, la COE 42, a la cual me presenté voluntario y fui aceptado tras superar las pruebas de selección.

La verdad es que el camino hasta la llegada a la puerta principal se me hizo eterno, fruto del manojo de nervios al que estaba sometido todo mi cuerpo y, sobre todo, mi mente, al no saber lo que me podría encontrar y lo que podría padecer, pues había escuchado historias de las llamadas «para no dormir» sobre los ya conocidos y celebres boinas verdes. Tras despedirme de mi progenitor cargué con mi saco petate, y nunca mejor dicho lo de cargar, pues pesaba lo que no está en los escritos. Mi santa y buena madre se encargó de ello; puso en él todas las latas habidas y por haber del supermercado Spar, de ofertas varias; botellas de Fanta, Coca-Cola, Pepsi, refrescos… y, para postre una paletilla de jamón, que abultaba aun más el saco petate, que parecía la joroba de un camello.

Entré por la puerta principal, toda limpia e iluminada para la ocasión, y me encontré con un montón de «pistolos», unos de pie y dos sentados en unas sillas detrás de una mesa grande, repleta de papeles y folios. Las miradas, en lugar de dirigirse a mí, se fueron directamente al petate, con todo tipo de comentarios y chistes.

Vino la pregunta de rigor: “¿A qué unidad vas?” Respuesta: “A la COE 42”. Silencio… y contestación rápida: “Pasa allá detrás y que no te pase nada”. Desde ese momento mi mente empezó a tener cortacircuitos.

Me dirigí al lugar indicado y como si hubiese pasado el túnel del tiempo me encontré en las cavernas del hombre de  Neandertal. En la penumbra… solo veía ante mí un revoltijo espeso de pelos de barbas, largas como las de náufragos abandonados en una isla desierta, y objetos brillantes en la oscuridad, que no eran otra cosa que los cuchillos que los barbones llevaban en la boca. De repente… gritos, empujones, pechazos, órdenes de todo tipo y clase y más gritos. Una auténtica locura. Resultado: acojone general y completo. Miré hacia la puerta a ver si podía divisar todavía el coche de mi padre, para poder escapar, pero ya no estaba. Solo pude pensar: “¿Dónde me he metido?”. La respuesta de mi mente fue que me encontraba en un sitio peligroso.

Cuando se incorporaron los demás compañeros destinados a la COE nos hicieron formar. Aquellos barbudos nos dijeron que cogiéramos el petate en prevengan. Saltó el tonto de turno y dijo: ¿Y eso qué es? Pensé: “Ya la hemos fastidiado”. Y así fue.

Uno de los barbudos dijo: “Vaya, estos no saben los que es prevengan, ni dónde se han metido, pues ahora se van a enterar”.

Gritó: “Saco arriba por encima de la cabeza, de frente paso ligero, mar”.

Dimos ocho vueltas a paso ligero por la plaza de armas del cuartel, ante el regocijo de los otros veteranos que estaban en las ventanas y contemplaban el espectáculo, que parecía el de la película Gladiator en el Coliseo de Roma. Desde dichas ventanas se oían gritos guturales, como: «Carne fresca; bultos las que os espera; corred más deprisa cabrones».

Maldije el petate, me acordé de quien lo había llenado, a pesar de sus buenas intenciones: ¡Qué tortura y peso! Los brazos se me venían abajo; el petate en la cabeza, que me quedó como un saco de boxeo en un ring, dándome golpes con las latas, las botellas, la paletilla y, para colmo, el sudor me chorreaba a raudales por todo el cuerpo. La corbata del uniforme de paseo me apretaba cada vez más, me costaba respirar y, cuando pensé que me caía en redondo, se escuchó una voz: «Tercien, izquierda y seguidme». Pasamos de la llanura del patio a los peldaños de la escalera que había, hasta subir las dos plantas donde se encontraba la compañía; en dichas escaleras estaban los veteranos, gritando como salvajes todo tipo de improperios y dando golpes y empujones.

Llegué como pude a los locales de la compañía, donde también entraron todos los veteranos que nos habían recibido. Estaban fuera de sí; se juntaron con los que había dentro y escuché más gritos y órdenes acompañadas de empujones, hasta que se hizo el silencio. Apareció el brigada, conocido como «Mazinger», apodo que me puso aun más los pelos de punta. Nos dijo algunas palabras de bienvenida y luego procedió a repartir la equipación guerrillera: uniforme mimetizado (mimeta); hidrofugado; mochila de combate; de montaña, etc. Una vez repartido todo el material, había que colocarlo en su sitio. Quien más y quien menos se puso alguna prenda para ver cómo le quedaba. Yo me probé los pantalones del «mimeta» y en los mismos cabían dos como yo. No se me ocurrió otra cosa que decir: A la orden mi brigada, los pantalones me van grandes.

Me respondió: “Vaya, vaya, vaya, el quejica de turno”. Conforme decía esto venía hacia mí a la velocidad de la luz; no quiero entrar en detalles de lo que pasó, pero mi «chasis» saltó desde donde estaba, a contar baldosas entre dos literas. Me dijo: “Mira yo soy el brigada y ¿ves?, también me van grandes -mientras tiraba con ambos pulgares de sus manotas sus tirantes a lo Fraga Iribarne- ¿Ha quedado claro?».

Nos pasamos toda la noche sin dormir, reptando por el suelo de la compañía, por debajo de las camas, por el WC, por el pasillo a la sala de teóricas… con bromas de todo tipo por parte de los veteranos, mientras yo me decía: «¡¿En qué diablos me he metido?!».

Al día siguiente nos fuimos hacia el campamento de Los Castillejos, donde pasaríamos quince días, los primeros de la fase de endurecimiento, o lo que es lo mismo, un calvario, en toda la expresión de la palabra. Durante la primera semana, afortunadamente, no estaban presentes los veteranos, que se encontraban de maniobras de guerrillas. Se quedó con nosotros el brigada y un cabo 1º, quien todas las mañanas aparecía con los perros del capitán y todos a correr el perímetro del campamento, seis o siete vueltas.

El primer día, a la tercera vuelta, solo quedó el cabo 1º y los perros, el resto estábamos con vómitos, asfixia…, ¡todo un poema! A los siete días llegaron los veteranos y se desencadenó el infierno en toda la extensión de la palabra. No voy a relatar mi fase de endurecimiento, que duró dos meses y pico, pues no encuentro las palabras para plasmarla en un escrito, hay que vivirla y padecerla. Finalizó con la prueba de evasión y escape, para ganarnos la querida boina verde.

Operación Galaxia

Después de unos intensos días de maniobras de guerrillas en el campamento de Los Castillejos, volvimos al cuartel del Regimiento Badajoz 26. Llegamos a nuestro destino a mediodía, descargamos todo el material de los camiones Avia y lo depositamos en las dependencias de la compañía. A continuación, como siempre, marchamos a paso ligero, con ese sonido característico, como de una antigua máquina del tren, producido al pisar con fuerza el suelo, ante la mirada atónita de los soldados del regimiento. Después de la comida nos trasladamos a la sala de teóricas, donde los mandos nos dieron una charla sobre cómo habían funcionado las maniobras. Luego nos vestimos de bonito y salimos de paseo para relajarnos de la tensión de las maniobras antes mencionadas.

Cuando volvimos a la compañía nos esperaban órdenes, que en principio nos parecieron normales y luego un tanto extrañas. Tuvimos que ir a la carrera a vestirnos con el uniforme mimetizado, coger la mochila de combate y el armamento y formar en el patio de armas. Hasta ahí todo habitual, pues pensamos que se trataba de un ejercicio nocturno: marcha, tiro o instrucción. Sin embargo, nos extrañó que delante nuestro pusieron varios Avia, ya que para dichos ejercicios el desplazamiento siempre se hacía a la carrera.

Una vez montados en los camiones, cuando el convoy se puso en marcha, en los Avia se mascaba la tensión, el desconcierto y una sensación de nerviosismo producido por tan extraña situación; había comentarios y apuestas de todo tipo sobre lo que iba a ocurrir. Una de las incógnitas se despejó al observar que nuestro destino era el campamento de Mas d’Enric. Rápidamente saltamos de los vehículos y los mandos nos distribuyeron por binomios por todo el perímetro. Lo anómalo de aquella situación fue ganando enteros. A mi binomio y a mí nos tocó un agujero que tuvimos que hacer más grande para caber los dos; se encontraba próximo a la entrada principal, a escasos metros del cuerpo de guardia de dicho campamento.

Entonces fue cuando se produjo la sorpresa total. Se repartió munición real y ordenó cargar el Cetme o el subfusil y ¡disparar a cualquier cosa que se moviera por nuestro perímetro! Nos quedamos helados, y nunca mejor dicho, pues la noche era, además, fría y con una neblina que te empapaba y congelaba. Mi binomio y yo nos turnamos la vigilancia para dar cabezadas de dos horas. No teníamos ni idea de que pasaba, pues no nos dieron explicaciones. Así estuvimos dos días con sus correspondientes noches. Por la mañana de la tercera jornada formamos, embarcamos y regresamos al cuartel. Una vez en la compañía nos comunicaron que quedábamos acuartelados, porque se había producido un intento de golpe de estado. Y, efectivamente, durante una semana, cada una o dos horas, dependiendo del día, se tocaba generala y formábamos con lo puesto en un tiempo récord. Digo con lo puesto, pues la única obligación era llevar la boina verde, el cinto, las botas y el armamento. Como a algunos el toque de generala les pillaba en la ducha, en la cama, o en otros quehaceres, nos podemos hacer una idea de cómo eran algunas de estas formaciones. ¡Todo un espectáculo!

Transcurridos unos días, y con la vuelta a la normalidad, nos enteramos que en la cafetería Galaxia de Madrid se había tramado un intento golpe de estado que se evitó gracias a un chivatazo. Años más tarde sí se produjo el famoso golpe del 23F.

Pasados cuarenta y tantos años tengo que decir que si tuviera que volver a la COE 42, y vivir y sufrir todo lo que pasé, volvería sin pensármelo. Todo el endurecimiento: penurias, frío, sueño, todo, todo lo sucedido y soportado, me sirvió para luego sobrellevar los guantazos que te da la vida, que tienen un catálogo muy amplio.

Guardo como una reliquia mi querida y sufrida boina verde, la cual, ya he dejado por escrito en mis últimos deseos, deseo que me acompañe en mi último viaje.

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