COE 82: Mi llegada y mi despedida

Sergio Hernández Beltrán 

Antiguo guerrillero de la COE 82 (R 3º/83)

1 de junio de 1984. La llegada

. Fueron veintiséis horas de viaje por esos caminos de España, en los famosos autocares que se contrataban en los CIR y que las empresas exprimían el máximo de su rendimiento paseando a pobres infelices que ignorantes de todo tan solo deseábamos llegar a nuestro destino.

Cuerpos jóvenes embutidos en flamantes uniformes “de bonito” acusábamos el cansancio no exento de nerviosismo por el hecho de enfrentarnos a nuestro incierto futuro. Por toda la geografía fuimos dejando soldados. Cerca de Galicia, en la provincia de León, hicimos un último cambio de autocar. Allí nos encontramos muchos de los componentes de la que sería 1ª sección. Algunos nos conocíamos por las caras, o de haber hablado en el CIR, quizás habíamos coincidido en la compañía o en el batallón. Todos opinábamos sobre nuestro desconocido porvenir. El nerviosismo era palpable.

Recuerdo que fuimos expresamente hasta Orense. Allí se quedó el médico que debía incorporarse a la COE 81. Se despidió como si nos conociera de toda la vida, supongo que deseaba no quedarse solo. ¡Pobre diablo!, siempre he pensado en que lo que nosotros sufrimos en grupo, él lo debió padecer en solitario. ¡Vaya faena! Poco a poco la tarde fue cayendo y los comentarios, las risas y voces se apagaban, dejando murmullos. Nos enfrascábamos en nuestros propios pensamientos.

Llegamos a Lugo. El autocar nos acercó hasta un cuartel. Bajamos los destinados a la COE… pero ¡no era allí! El cuartel de “Garabolos”, en la propia ciudad de Lugo, era el destino de una unidad de caballería del ejército de tierra, pero para nada era nuestro destino final. Recuerdo la sonrisa del soldado de guardia. Cargando con nuestros petates y bolsas andamos hasta el centro de la ciudad.

Estábamos citados, para incorporarnos esa noche a las 24 horas. Una cita a la que no podíamos dejar de acudir. Disponíamos de tiempo. Entramos en un bar y preguntamos dónde estaba el cuartel de San Cibrao… ¡Uf! “Eso está lejos, hombre” decían unos; otros intentaban indicarnos, hablaban de las afueras. Estábamos a varios kilómetros de distancia.

Recuerdo que a alguien se le ocurrió llamar al cuartel, “para que vinieran a buscarnos” …. fue patético. Los que contestaron se partían de risa. Eso incrementó nuestros temores. Todos deseábamos llegar para poder descansar. Decidimos llamar desde un teléfono público a algunos taxis. Las últimas luces del primer día de junio morían en el horizonte. Nos distribuimos cuatro por vehículo. Cargamos con nuestras bolsas, petates, cansancio y miedo. Había oscurecido ya, cuando los vehículos salieron del extrarradio de la ciudad. Ascendíamos sin prisa por una carretera en dirección a no se sabía dónde. Apenas había comentarios, nadie hablaba, solo el conductor de nuestro taxi dijo algo, pero no le atendí. Al cabo de un tiempo, que me pareció eterno, los vehículos pararon en la cuneta de la carretera. Extrañamente no había ningún edificio a la vista.

Bajamos los equipajes, para nosotros aún era difícil hacernos con el acento gallego. No entendíamos que querían decirnos los taxistas. Estos se apresuraron a cobrarnos e indicarnos que debíamos seguir a pie por un camino sin asfaltar. Este penetraba entre frondosos árboles a la izquierda de la carretera. Había un cartel a la derecha de la asfaltada vía, como los de tráfico en forma de flecha nos indicaba una dirección y un escueto mensaje: COE 82.

Los taxis dieron media vuelta y pasaron por nuestro lado con sus luces. Luego, solo oscuridad y silencio. Nadie hablaba. Éramos un numeroso grupo, diez o doce jóvenes, en un lugar que no habíamos estado nunca, a cientos, algunos a más de mil kilómetros de sus casas…Comenzamos a andar por el estrecho camino y la oscuridad nos engullo. Solo escuchábamos el sonido de nuestros pasos. Andábamos juntos, muy juntos, quizás buscando la protección del grupo. Delante no se veía nada.

De pronto y, al girar un recodo, una tenue luz. Se perfilaba la entrada de un cuartel. Al acercarnos observamos más luces. Unos barracones al fondo…, alambradas… ladridos de perros rasgando la noche y, entonces, la figura de un centinela que salió de la oscuridad y se quedó mirando en nuestra dirección.

Avanzamos, las cabezas gachas, sin comentarios… seguimos acortando la distancia. En esos momentos levanté la cabeza y pude ver el gran emblema metálico que coronaba la puerta del cuartel. Un machete y hojas de roble. Debajo, en todo el arco de la puerta el lema “Todo por la Patria”. En ese momento intenté relajar la tensión y pregunté en voz alta “¿Quién será la que exige tanto?”. No hubo respuesta.

Debían faltar unos treinta metros cuando los acontecimientos se precipitaron. Los años han emborronado esos minutos. De pronto el centinela desapareció y al surgir de nuevo una figura, que aún hoy recuerdo como gigantesca, estaba a su lado.

Una voz potente y grave, como salida de otro mundo (sin ninguna duda “salió de otro mundo”), gritó en voz alta “¡De frente, paso ligero!”.

Hubo un momento de duda. A mi buen amigo Juan José Suárez Núñez, (llevábamos juntos desde que se montó en el tren en Zaragoza para ir al CIR) se le ocurrió la excelente idea de decir “No hagáis caso. Seguramente son los veteranos que nos quieren putear”, de tal modo que, haciendo caso omiso, seguimos avanzando al mismo ritmo. Grave error. Fue entonces cuando nuestros pies se quedaron anclados al terreno. El gigante salto la barrera y a la carrera vino hacia nosotros. Indecisión, alguno comenzó a retroceder, pero… el monstruo cayó sobre nosotros sin compasión.

Ireneo Cuéllar Díaz fue el primero en recibir el trato “exquisito” que se nos dispensaría durante los próximo doce meses.  Aquel monstruo grito entonces ¡Firmeeees!, ¡He dicho firmes! Las “caricias” y empujones se repartieron sobre nuestros cuerpos cargados de miedo. Nos apelotonamos en algo que pareció satisfacer los deseos del gigante.

Solo en aquel entonces reparé en el hecho de que se trataba de un cabo 1º. Nos pusimos firmes a su voz. El trato físico cesó y formamos en dos hileras. Cargamos nuestros equipajes en el pecho, como si lleváramos el arma en tercien. Ordenó abrir la barrera y, a continuación, paso ligero. Los zapatos de nuestros uniformes de bonito, comenzaron a trotar al ritmo de la voz de mando. La angustia, el pavor, la adrenalina traspasaban todos los poros de nuestra piel.

Era cerca de la medianoche del 1 de junio de 1984 y nos habían dado la “bienvenida” a San Cibrao, cuartel de la COE 82, antes siquiera de haber entrado. Recuerdo que en el trayecto, alguien había dicho “Mañana es viernes. Seguro que nos dan pase de fin de semana…” Atravesamos el arco de la entrada de la que sería la más dura escuela que podría haber jamás nadie imaginado. Como bien dijo nuestro antiguo sargento en el encuentro de veteranos del año 2000 en el propio San Cibrao: “Un lugar inhóspito para gente inhóspita”.

Mis recuerdos son vagos, incluso días después de los hechos me era difícil hacer una composición de los mismos en el espacio de tiempo de aquel famoso día. El primero de otros diez imborrables, la denominada fase de “Adaptación”. Pero volviendo a esas primeras horas, recuerdo que, salidos de algún lugar, aparecieron los cabos de adaptación. El cabo Torres y el cabo Galán, nuestros anfitriones. Para nosotros un cabo en el CIR, era bien poco, pero allí… los arcángeles del infierno habrían tenido pánico solo de verlos, eran dioses.

Tez morena, uniformes ajados, desgastados, boina verde calada, machetes al cinto, mangas arremangadas… pero su imagen no era lo peor. Sus gritos, los empujones… parecían estar en todas partes a la vez. No sé cómo, pero llegamos a la que conoceríamos más tarde como “sala de camas”. Era una sala habilitada para recibir la primera noche a los “negros”, así se llamaba a los novatos, condición que solo se perdía a los seis meses en que se pasaba a ser veterano.

Sé que quizás hoy, no sea políticamente correcta esa denominación, pero hablo de “otro” ejército y de “otra” época que ya no existen. Sea como fuere, allí nos encontrábamos, en la sala de camas, frente a nuestras literas en posición de firmes. Poco a poco, llegaban el resto de participantes de aquella “macro fiesta particular” que se había montado (no había música de fondo, ¡como en las pelis!). Recuerdo las caras de los que entraban, algún que otro rostro reflejaba el desconcierto, la incredulidad, el miedo pintado en sus facciones.

Aún me viene a la memoria la cara de Lorenzo Guerra, más tarde apodado como “Rata”. Estábamos en la misma compañía en el CIR y habíamos intercambiado pocas palabras. Él llegaba de Madrid. Atravesó la puerta con su equipaje y me miro, supongo que buscaba un reconocimiento, una respuesta. Ni le miré, no me atreví. Su mirada entonces se posó en otro conocido, Suárez, este se encontraba en la litera de al lado y con un gesto negativo de cabeza se lo dijo todo. Su mueca fue de la más absoluta desesperanza.

Nos ordenaron presentarnos, así que el primero se dirigió a uno de los cabos… ¡error!, los gritos y la “cortesía” le hicieron ver que se encontraba en la sala un cabo 1º, por tanto, debía dirigirse a él. El desafortunado, intentó corregir la equivocación y se dirigió al cabo 1º: “A la orden, mi cabo…”. No terminó…, la cara del primero reflejó su enorme enfado por haber sido rebajado de empleo, lo cual hizo terminar al infeliz en posición supina “ bombeando” flexiones hasta nueva orden. El siguiente, aprendida la lección, se presentó raudo y veloz: “A la orden, mi primero. Se presenta el recluta…” la cara del primero era todo un poema, exclama en voz alta: ¡“Un recluta. ¡Me han traído un recluta” ! El pobre diablo terminó en el suelo reducido por la “abrumadora amabilidad” y compungido comenzó su tanda de flexiones numerándolas en voz alta.

El siguiente no lo hizo mejor. No se le ocurrió más que la excelente idea de, al presentarse decir: “A la orden, mi primero. Se presenta el número…” y dio el que había sido su número en el CIR. El cabo 1º estrujó con ansiedad su boina, la mordió mientras exclamaba: “¡Y ahora me han traído un número!”. Estaba claro que cualquiera que fuera la respuesta, automáticamente era considerada como errónea.

Entonces no podíamos ver que el objetivo de nuestros instructores, y este era muy claro: ¡rebajarnos a la nada! Desposeernos de todo pensamiento racional previo, ponernos al mismo nivel y comenzar desde cero.

A alguien se le ocurrió preguntar si podía ir al lavabo. La respuesta no se hizo esperar: “Pero ¡dónde te crees que estás, inútil! ¡Aquí no hay lavabos! ¡Esto es la COE!”. Pero la necesidad acuciaba y el infeliz de turno se atrevió a insistir: “A la orden, mi cabo. ¿Puedo ir a mear? Contestación inmediata, el cabo se acercó velozmente hasta quedar su cara a dos dedos de la del “osado” y le gritó a pleno pulmón; “¿Pero qué lenguaje soez y vulgar estás utilizando, saco de mierda?”.

Las incandescentes luces blancas de la sala de camas contrastaban con la tenue luz de una simple bombilla en el exterior. Recuerdo que nos ordenaron cambiarnos el uniforme de paseo por el de faena. El famoso verde OTAN (OTANMAN), brillante por el breve uso dado en el CIR. Entonces no había uniformes mimetizados, solo los habíamos visto en la captación. No teníamos ceñidores, por tanto, las “chupitas” volaban sueltas sobre nuestras cinturas. Imagino que sería un espectáculo gracioso, si no fuera por el dramatismo de la escena.

Todo se realizaba mientras parecía que el aire nos faltara. Cualquier referencia mental al cansancio había desaparecido para dejar paso a una tempestad de preguntas: “¿Qué pasa aquí? ¿Están todos locos? ¿Qué nos van a hacer?” y a un único pensamiento: “Quiero salir de aquí”.

No sé cuánto tiempo pasó, pero me pareció una eternidad. De pronto, mandaron a formar fuera de la “sala de camas”. Nos apresuramos a salir corriendo, no atinamos más que a tropezarnos unos con otros en un mar de confusión. Al fin, de tres en fondo, nos alineamos. Las ordenes estridentes, como chasquidos restallando a nuestro alrededor. ¡En descanso! ¡Firmes! ¡Ar! ¡A cubrirse! ¡Ar!, ¡Firmeeees! ¡Ar! ¡Izquierda! ¡Ar! ¡Levantad las cabezas!… El silencio podía cortarse. Solo la tenue luz de una bombilla de 40 W iluminaba la escena. De la oscuridad apareció una figura. No me atrevía ni a mirar. El cabo se cuadró delante del recién llegado dando un soberbio taconazo y levantando marcialmente su mano hasta tocar su verde prenda de cabeza: ¡A la orden de usted, mi sargento! Formada la sección sin novedad. Forman treinta y seis.  

El sargento le devolvió el saludo y gruñó algo que no llegué a escuchar. No dijo nada más y nosotros permanecimos en firmes. El silencio era sepulcral. Fue entonces cuando pensé: “¡Por fin un suboficial! ¡Se ha acabado el puteo”! El sargento se acercó a nosotros y se introdujo entre las hileras. No me atreví a mirar ni con el rabillo del ojo. Solo percibía su inquietante presencia. Pasó por detrás de mí y sentí frío en mi espalda. Giró hacia la segunda fila por mi derecha y se acercó a mi posición. Nos miró fijamente a la cara sin decir nada. Al llegar a mi altura seguí con la vista hacia arriba sin caer en la tentación de bajar mi mirada. No quise pensar cuál hubiera sido el resultado de hacerlo.

Volvió a introducirse mirando de cerca la primera hilera. Al terminar de repasar, uno por uno, los rostros de los recién llegados al purgatorio, se plantó delante de nosotros y, después de una corta pausa, nos habló. Su voz, (¡Dios!, nunca olvidaré su voz, ni sus palabras), tenían un tono enormemente amenazador y nos soltó: “Son ustedes, un montón de mierda y se lo voy a demostrar” (recuerdo que nos estuvo tratando de “usted” todo el primer mes). A continuación, le dijo algo al cabo y luego desapareció. La consternación de su breve discurso fue patente. ¡No me lo podía creer!

Antes de romper filas, nos dijeron que entráramos en la “sala de camas” y cogiéramos, inmediatamente, algo para escribir y papel. Todavía no habíamos entrado, y ya estaban mandando a formar de nuevo. Los últimos pagaron caro el serlo. Durante los breves momentos de barullo, una voz desesperada me pidió algo para escribir, porque no le había dado tiempo de coger nada. Sin mirarle siquiera, le di un lápiz. Debido a la oscuridad nunca supe quién fue.

A paso ligero, nos dirigimos a la que sería más tarde conocida como “aula de teórica”, pero lo cierto es que el despiste y desconocimiento del nuevo entorno hacía que las distancias parecieran el doble y que, personalmente, no supiera ni en qué dirección, ni hacia dónde se iba en cada momento.

Unos escalones. ¡Por la derecha, de frente en hilera! Entramos de uno en uno “ayudados” por los gritos de nuestros cabos de “adaptación”. Nos quedamos de pie delante de unas sillas de madera con su respectivo reposabrazos, como si de un aula de un colegio se tratara. ¡Sentaos! y lo hicimos con la cabeza agachada, sin mirar a ningún lado. La mente disparaba centenares de preguntas sin respuesta. Se escuchaban las respiraciones agitadas. Unos minutos eternos en que nadie se metió con nosotros, pero la simple presencia de nuestros instructores hacía que nadie osara ni moverse.

Una orden gritada, seca, directa: ¡En pieeee! Alguien había entrado en la sala, pero no lo veía. Ordenó que nos sentáramos y el cabo volvió a gritarnos: ¡Sentaos! Un hombre joven, espigado, pelo muy corto, extraordinariamente rapado, ojos azules. Su uniforme verde de campaña y botas altas con cordones (de paracaidista). Dos estrellas de seis puntas en sus hombreras verdes nos indicaban su graduación. En su mano una boina verde esmeralda. Se nos quedó mirando largo rato, no decía nada.

Se apoyó en la mesa que tenía detrás… y nos habló: “Me gustaría darles la bienvenida, pero eso no va a ser posible…- de nuevo, una pausa- Aquí lo pasaran mal o menos mal, dependerá de ustedes”. ¿Estaba escuchando a un oficial? ¿Era todo un sueño? Seguro que estaba soñando y, en cualquier momento, despertaría. La tensión en la sala se podía cortar. En el exterior, la oscuridad solo parecía invitar a males mayores.

El tono de voz era suave, pero detrás de cada palabra se presagiaba una amenaza… El teniente prosiguió con su discurso: “Cojan papel y lápiz y escriban la dirección y el nombre de la persona o personas a las que se debería avisar en caso de que les pasara algo”. Pero ¿qué estaba diciendo? ¿Que nos podía pasar algo?… ¡Por favor, quiero salir de aquí! ¡Están locos! Como presas desvalidas, caímos en las garras de nuestra total ignorancia del mundo al que habíamos ido a parar. Recuerdo que garabatee rápidamente la dirección de mis padres, mientras era acuciado por la prisa de los cabos que recogían lo papeles.  No había forma de darnos cuenta de que tenían nuestras filiaciones. Años después, supe que esos papeles fueron directamente a la papelera; sin embargo, en aquellos momentos cumplieron su objetivo. Cuando se recogieron, el teniente abandonó la sala y, a continuación, una orden restalló en el tenso ambiente: ¡En pie! ¡Fuera! Y a trompicones, tropezando los unos con los otros, salimos de allí con gran confusión, pero con una cosa bien clara… estábamos en la COE y de lleno en una pesadilla. ¿Lo peor…? que acababa, simplemente, de empezar.

30 de mayo de 1985. La despedida

Ellos se iban a ir. La suerte estaba echada y habíamos perdido sin saber cómo. La 2ª sección, nuestros “negros” tendrían el honor de desfilar en La Coruña junto a la COE-81 de Orense delante de su Majestad el Rey. Con ellos, nuestros compañeros voluntarios a los cuales les quedaban unos meses más. Sin duda, muchos queríamos volver a casa. Estábamos ansiosos por comenzar la etapa que venía a continuación. Teníamos proyectos de vida y queríamos, deseábamos, simplemente, regresar a nuestros hogares. Pero estoy seguro de que la mayoría habríamos dado cualquier cosa por un final diferente. Hubiéramos dados unos días más para tener el privilegio de ser elegidos para desfilar el Día de la Fuerzas Armadas. Estoy seguro de que simplemente las circunstancias y la suerte no jugaron a nuestro favor y aquello tenía que terminar de otro modo. Como así fue. Iba a ser nuestra disolución después de doce duros meses en la compañía. Casi 365 días de sentir que todo aquel esfuerzo, aquel sufrimiento, aquellos duros días y noches en aquel lugar inhóspito habían valido la pena. Nuestros compañeros subieron a los camiones Avia. Las palabras fueron parcas y las frases cortas. No parecía una despedida.

Nos llamamos unos a otros, el sargento Baamonde nos requirió. Acudimos. De pie, dentro de la compañía, casi en la puerta, nos agolpamos a su alrededor. Nos miró y comenzó a hablar en un tono grave, pausado, familiar y a la vez extraño. Nos dijo que todo había sido parte de la instrucción y que nunca hubo nada personal. Sus palabras golpeaban nuestros cerebros. Mirándonos, y de forma clara y franca, nos dijo que había sido un honor servir con nosotros. Una gran emoción nos embargó y el orgullo afloró en nuestros rostros.

Y entonces, el sargento Baamonde, “Terminator”, el “Yuyu” como le conocíamos, hizo algo que nadie podía llegar a imaginarse en todo aquel tiempo. Se puso firmes, elevó su mano derecha al primer tiempo y saludó a sus soldados. Un repiqueteo de taconazos sonó a la par y nuestras manos se elevaron a su vez para devolverle el saludo. Con un ademán marcial y gesto rápido, salió de la estancia. Nos miramos, nadie dijo nada, porque nadie sabía qué decir. Los motores sonaron en el exterior y los camiones partieron. Cuando volvieran, ya no estaríamos allí. Un extraño sabor, mezcla de alegría, confusión y tristeza me embargó. Aún pasaran unos días. Debemos permanecer en el cuartel, sin cometido especial. Ya hemos terminado en realidad. 

Entregaremos nuestro equipo en dos veces, quedándonos tan solo con lo imprescindible. Recuerdo que, al ir a entregar mi equipo, el subteniente, se negó a recogerme el saco de dormir alegando que “lo había quemado”. Ciertamente, tenía unos minúsculos agujeros, apenas perceptibles, que seguramente el anterior usuario había producido, ya que yo no fumo y en los cuales, en todos los meses, ni tan siquiera había reparado. Me indigné profundamente, pese a conocer cómo las gastaba el subteniente. Sin embargo, yo era un veterano, aún era un guerrillero, y ya lo había demostrado fehacientemente y esa situación me dolió profundamente. Así que me fui directamente a hablar con el teniente y le expuse, reglamentariamente, la situación.

El teniente se fue a ver al subteniente; pero, este no le dio cancha ninguna. Así que el oficial me dio dinero de su propio bolsillo y permiso para irme a Lugo a buscar una costurera que reparara el estropicio y así lo hice.

En Lugo, la pobre mujer se quedó de una pieza, cuando le enseñé los ridículos agujeritos, e hizo un trabajo de artesanía por el que apenas me cobró nada. No recuerdo con quién iba, pero nos comimos unos bocatas a la salud del teniente. Al ir a entregar el saco, vino conmigo y el subteniente tuvo que dar su brazo a torcer, aunque su cara fue todo un poema.

Recuerdo, esos pocos días, donde la duda de cuánto más íbamos a estar allí pesaba sobre nosotros. Me hizo recordar entonces, cuando nuestros veteranos se licenciaron. También estuvimos unos días solos, a la espera de la llegada de nuestros “negros”. La diferencia estaba en que, en esta ocasión, el siguiente estado ya no era el de un guerrillero veterano, sino el de un simple civil.

Recuerdo perfectamente, y como si fuera hoy, que uno de esos días, entré en la compañía. El cuartelero estaba en la garita y el cabo de cuartel salió. Estaba prácticamente solo. Fue un momento de revelación. Fui consciente de que me iba para no volver ya más. Todo estaba llegando a su fin. Sin embargo, no estaba alegre. Todo lo contrario. Pese a las muchas veces que deseé salir de allí. Pese a todo lo sufrido, las vivencias desagradables, la dureza de la vida en una COE, en ese momento, me di cuenta de que no deseaba irme. No quería simplemente regresar sin más y una infinita tristeza encogió mi corazón. Pero la juventud manda y, en ese momento, éramos jóvenes con su deber cumplido. Cumplido y no de cualquier modo, ni en cualquier sitio.

El cabo 1º Prado de cuartel y, en una formación de las tantas, haciendo sus bromas, con su estilo peculiar, mandó firmes. Sonriendo cual niño grande, nos lanzó una orden que todos esperábamos, deseábamos y queríamos oír: “En la siguiente formación, la 1ª sección formará…. ¡de paisano! ¡Rompan filas! ¡Ar!” Y, de forma unánime, llenos de alegría al grito de ¡Coeeeeeee!!!!!, nos abrazamos unos a otros, saltando, riéndonos a carcajadas. ¡Lo habíamos conseguido!

Las siguientes horas fueron borrosas. Terminamos de entregar el uniforme. Muchos incluso sus boinas. Algunos previsores, habíamos comprado otra para substituirla por nuestra gastada y preciada prenda de cabeza. Decidimos hacer una fotografía de grupo, y, por supuesto, esta fue en la piscina ¡cómo no! Era el sitio “idóneo”. De paisano y con el teniente Marí y el cabo 1º Prado inmortalizamos nuestro último día en San Cibrao. Estábamos casi todos. Faltaban nuestros compañeros voluntarios: Aguado, Celada, Montes, Fernández Sánchez, Rubio. Tampoco estaba Pedregal que había marchado para ver si podía dirigirse a la carrera de oficial.  

En la cantina, compramos unos llaveros recién llegados. Luego recibimos nuestros documentos para el viaje y, poco a poco, nos separamos. Simplemente, parecía como si nos fuéramos de permiso de fin de semana. Creo que nadie era consciente totalmente de que era el “último” permiso. Suárez y su coche 127 fue el transporte para Camacho y para mí hasta Lugo.  Un tren, esta vez en literas, me llevó hasta mi ciudad… La aventura de mi vida había llegado a su fin… ¿Fin? 

En una primavera, de la primavera de mi vida, llegamos a aquel inhóspito lugar. Y a la siguiente primavera retomamos nuestras vidas, pero sin volver jamás a ser los mismos. Pasé un año deseando salir de San Cibrao y, desde entonces hasta hoy, soñando con volver…

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