4º concurso Literario Relato corto

Anécdotas de la fase de Supervivencia em la COE 32 (GOE III, 1991)

1º Premio 4º Concurso Literario Relato Corto

Santiago Ricardo Hernández Sáez  

Antiguo cabo del GOE III COE 32 5º/90

El aviacóptero derribado

Érase una vez que se era, aunque lo fuera, más posiblemente fue y, sin embargo, ocurrió. No obstante, los hechos acaecidos en el año de nuestro Señor del mil novecientos noventa y uno, no recuerdo el mes, pero tampoco importa al no ser relevante para esta historia. Relato tal cual como me permite la memoria recordar aquellos momentos de la vida militar y dichos momentos transcurrieron de la siguiente forma:

Algunos datos hay que no recuerdo con la suficiente exactitud para que esta historia pudiera ser considerada un informe. Tan solo son un puñado de recuerdos extraídos de una nube que pasó hace muchos años, los cuales, intento atarlos como bien puedo. Es mi deseo contar algunas anécdotas que viví que me marcaron para toda mi vida.  Una de ellas, que dejaré para el final, es una sobre los valores que como persona intentaban inculcar aquellos profesionales de la sagrada milicia en las mentes de jóvenes que veníamos de la vida civil y que creíamos que todo lo sabíamos, sin saber casi nada de la vida aún, siendo aprendices de hombres a medio formar en casi todos los sentidos y con todo el camino que aún teníamos por delante que recorrer y lo que nos quedaba a esas alturas de partido.

La primera en la frente. Creo que, a la altura de la albaceteña localidad de Casas Ibáñez, se detuvo el pequeño convoy en el que el ejército español tuvo a bien transportarnos para unas maniobras.

Aquellos pequeños camiones Avia o Viasa, ya no sé si eran el mismo con diferente marca comercial, potentes y versátiles como la madre que los parió. Los Pegaso todo terreno se atascaban en el vil barro donde estos pequeños cabrones hacían magia. De hecho, uno de esos Pegaso, el de cocina creo, se quedó una semana después de terminar las maniobras atascado en el barro, debiendo permanecer sus conductores allí, tirados literalmente, para su vigilancia y protección.

Un recuerdo imborrable sobre los Avia o Viasa. Había un sargento de Plana Mayor, supongo que mecánico, que cuando surgía un problema con esos pequeños y bravos camiones, reiteradamente aparecía con un bote de espray, un destornillador y un trozo de alambre fino en las manos y siempre, siempre, conseguía hacerlos funcionar. Un puto máquina.

Prosigamos con la historia. Parada repentina, nos miramos todos, los unos a los otros, preguntándonos los ocupantes de la parte trasera del vehículo, pertrechados como solo el ejército sabe hacerlo, cuál era la causa de tal parada. Nunca nos informaban de dónde íbamos y para qué.

Cuando de pronto, se asoma por la parte trasera del camión uno de los mandos, no recuerdo ahora mismo quién era, y con un tono de película bélica nos dice solemnemente: “Señores, abajo. Acaban de derribar nuestro helicóptero y tenemos que seguir a pie”.

“¡Manda cojones! ¿Qué ha dicho este tío? Encima cachondeo”.

Interminable pateada

En tropel y sin tardar más de un minuto, estábamos todos abajo con nuestro equipo correspondiente formando a la espera de instrucciones.

Entonces todo se convirtió en una rutina a la que nunca se acostumbra uno: patear, patear y patear sin saber destino. Con el título de la película que le dedicaron a El Lute en la cabeza constantemente: “Camina o revienta”. Al final no reventé.

Recuerdo que hasta fumar nos dejaron, cosa no normal. Lo teníamos prohibido, pero en aquella ocasión fueron benevolentes o eso creía yo en aquel momento. Después comprendí el porqué de aquella concesión. Quisieron que agotáramos el tabaco para que, además de las fatigas y privaciones que íbamos a pasar, también sufriéramos el síndrome de abstinencia. Recuerdo que, al terminar esta salida al campo, como decían los mandos, una de mis primeras reflexiones fue que había pasado más ganas de fumar que de comer, pues cuando llevábamos tres días casi sin engullir, el cuerpo se acostumbraba, te encontrabas débil y sin ganas de hacer nada.

Y, al fin, tras una interminable pateada llegamos a la zona de vivac donde permaneceríamos unos días. No recuerdo cuántos exactamente.

Registro de mochilas en busca de posible material no permitido para estas maniobras.

Se requisita cualquier cosa comestible abundando en el botín la muy conocida Nocilla y encontrándose cosas tan atípicas como una cantimplora llena de garbanzos.

Después de esto, me llevé el segundo palo. Había que formar con el pasamontañas a modo de gorro de lana y el mío ¡no estaba en mi equipo! Intentando improvisar, y creo que bien, me fabriqué uno de circunstancias, como dicen ahí, cogiendo la braga de cuello y atándole una de las puntas. Así me hice un gorrillo que casi daba el pego, pero me pillaron a la primera. Colleja de reglamento y paquete con aviso de arresto por no tener el pasamontañas en mi equipo. Nunca cumplí el arresto.

Nos organizamos en patrullas de cuatro y recibimos las oportunas instrucciones para comenzar a construir los refugios que se convertirán en nuestras casas y hogares durante algunos días. Llegó el ocaso poniendo punto final a la jornada y, cuando creíamos que el Ejército se había olvidado de nuestros guerrilleros estómagos, se nos dotó para la cena de una sabrosísima lata de sardinas para los cuatro componentes que formábamos una patrulla.

 

En la adversidad se conocen mejor a los compañeros

En aquel momento llegaban a la memoria las palabras del sargento estando en el cuartel días antes de la salida: “Los que son vuestros amigos, en la supervivencia, quizá comprobaréis que no lo son tanto y al revés, gente con la que no congeniáis pasarán a ser compañeros de verdad en la adversidad”.

Santas palabras que fueron muy ciertas y, sirva como ejemplo de esas consideraciones citadas, la patrulla que se encontraba junto a la mía.

¡Peleándose por el reparto de la puñetera lata de sardinas!

Casi llegan a las manos. Nota negativa desde el primer momento. ¿Qué fue del espíritu guerrillero de compartir con en compañero?

Cada integrante de la patrulla se dedicaba a una tarea distinta por jornada: unos iban a recoger plantas silvestres para después comer algo, otros a clases teórico-prácticas impartidas por el mando u otras faenas necesarias para sobrevivir en aquel río, que no sé si era el Cabriel o algún afluente. Hasta la construcción de una balsa para la extracción táctica que nunca vio el agua de aquel río.

La nota extravagante fue la de una patrulla que, buscándose la vida a nivel Dios, pudo comprar en una finca cercana chorizos y un pernil crudo.

¡Eso fue la leche! Pero los trincaron y, como es lógico, la mercancía fue decomisada a excepción del pernil, que tuvieron que ahumar como castigo en el horno cheroqui que cada patrulla tenía que construir para poder conservar lo poco de lo que disponíamos — a nosotros nos dieron una trucha para ejecutar esa técnica—. ¡Qué manjar! Aún la recuerdo como el mejor alimento del mundo en aquella situación y momento.

Fumador agradecido

Yo, que soy fumador en grado sumo, tengo dos recuerdos muy gratos y satisfactorios sobre el tema del humo máxime cuando ya, para el prohibido vicio, no había subsistencias.

Nos habían enseñado que la raíz del olmo, bien pelada con la navaja y seca, ardía como un cigarrillo. Y no es que fuera igual, pero te quitaba el mono enganchado a la espalda que algunos teníamos. Hasta romero secado al fuego liado en papel del diario Marca que llevamos para meternos bajo la ropa para combatir en frío habíamos fumado. Todo un cañonazo para los pulmones.

Se incorporó a las maniobras el sargento Álvarez, fumador como algunos de nosotros y no se le ocurrió otra cosa que ir pasando por cada refugio echando un cigarrillo marca Winston dentro, justo cuando no estábamos.

¡Aquello fue un tesoro para mí! Era el único fumador de mi patrulla. Aún lo recuerdo con agradecimiento.

En ocasiones, dependiendo de cómo hubiéramos hecho las prácticas, nos daban un premio para los cuatro, que podía consistir en un huevo, una patata o un cigarrillo. De las tres cosas conseguimos en alguna ocasión.

Otra historia sobre este vil vicio sucedió una noche donde los cabos jefes de patrulla debíamos construir un “paratipi” para pasar la noche, entiéndase una cabaña tipo indios americanos con un paracaídas y cañas.

Terminado el trabajo, ya de noche y confraternizando un poco con nosotros, el siempre admirado sargento Blas hablaba con nosotros de cómo llevábamos la supervivencia. Yo le contesté que el hambre lo llevaba medio bien, pero el tema de no poder fumar me llevaba loco.

Y ahí salió ese fenómeno de persona que no fumaba o yo, al menos, nunca lo había visto con cigarro alguno en la mano. Se saca de la guerrera un paquete casi lleno de Camel sin boquilla, se enciende un cigarrillo y me dice al tiempo que, mirándome con cara de sorna, exhalaba el humo: “¿A esto te referías?”.

Pensé. “¡Qué cabronazo!”. Pero no habían pasado ni dos segundos, cuando me ofreció el cigarrillo diciéndome: “Toma, para vosotros. Compartidlo”.

Solo había un compañero cabo que fumaba, aunque no era fumador titulado como yo, mi gran amigo a día de hoy José Antonio Esquiva Abellán, que reusó la invitación. Con el cigarro en la mano, creyéndome el hombre más afortunado del mundo, miré agradecido al sargento Blas mientras me decía: “Sal fuera a fumártelo para que no molestes a los demás”.

Y eso hice, disfrutar de aquel momento bajo un cielo estrellado donde tuve unos momentos de paz y tranquilidad como en la vida he tenido. Parece una chorrada, pero los recuerdos son así. Años después compré ese mismo tabaco, pero no sabía igual.

El sacrificio del cordero

Otro recuerdo con su correspondiente anécdota fue cuando un hermoso cordero nos hizo una visita.

Tocaba aprender a desollar un cordero y a despiezarlo. Suerte tuvimos de que entre nosotros había uno que era carnicero o eso afirmaba, porque más que despiece lo que hizo con él fue un destrozo.

La diosa fortuna, la madre que la parió, hizo que me tocara a mí matar al pobre animal, al cordero me refiero, y no al guerrillero supuestamente carnicero. Con mi adquirido a título personal e inseparable Aitor Oso Negro, machete oficial de las COE, tuve que hacer la faena. ¡De milagro, oiga!

Saqué el machete y, a la vista de toda la compañía, le puse la punta del arma en el cuello al animal, empujando con fuerza y decisión. El cuchillo no penetró la fuerte piel del animal ¡Qué bochorno y qué mal rato pasé! ¡Anda que el animal…!

Por fin y, creo que con ayuda, el cordero fue sacrificado con el correspondiente cacharro debajo del cuello para recoger la sangre que manaba de aquel cordero degollado y así poder beberla para coger fuerzas, decían los mandos. Yo no bebí.

Tras aquel mal rato, menudo guerrillero estaba yo hecho, recuerdo que nos dieron a repartir las tripas para que, después de lavarlas en el río, nos las comiéramos. Nunca se me olvidará la frase que nos dijeron: “Ahora sabréis de dónde viene el caldo Magi”.

Menudo festín se pegaron ese día los mandos, pero lo peor no fue saber que lo estaban disfrutando, sino el olor a barbacoa que inundaba todo el campamento.

Trascurrió todo el ejercicio como debía, con pesca —se pescó poco, pero se pescó—, clases teórico-prácticas y demás actividades programadas.

Y llegó la gran noche. Sobre las tres o las cuatro de la madrugada, con nocturnidad y alevosía agrego, se nos despierta en silencio. Alarma silenciosa porque abandonamos el lugar de vivac y nos vamos de la zona.

Mi honor por una mierda.

Y aquí viene la razón por la que me decido a escribir estas anécdotas.

Formados, somnolientos y bostezando formamos con equipo completo junto al río. Era una noche en la que algo se podía discernir en la oscuridad, pues la luna se sentía generosa esa madrugada.

Se nos informa de que debíamos abandonar el campamento y trasladarnos.

Pero antes de irnos, el capital Guirao nos dice: “Nosotros estamos en los sitios y no dejamos nada. Los dejamos limpios; o sea, que los que hayan dejado tres mierdas en las ruinas de la casa que hay al principio del campamento, que vayan y las limpien.

Silencio absoluto, nadie dice ni mu. Se tensa el ambiente, se espesa más aún. Diríase que se podía cortar (con mi Aitor Oso Negro, claro).

Entonces llegan las resoluciones y amenazas: “Si no sale el o los culpables, vais todos al río y mojados emprenderemos la marcha, que no va a ser una cosa muy cómoda. Vosotros diréis”.

Nada, silencio sepulcral. Otra oportunidad: “Tenéis dos minutos para que salgan o al agua todos”.

Empiezan los murmullos entre la formación: “¡Joder!, que salga el que haya sido que nos van a joder a todos”. “Pero ¿quién ha sido el h. de p.?”. Eran frases que se podían oír en voz baja.

Fue entonces cuando un halo de santo bendito iluminó mi mente.

“Si salgo como culpable, mis compañeros no se mojarán. Total, si no sale nadie me mojo igual, así me sacrifico por ellos y quedo muy bien”, pensé.

Fue cuando me decidí y, sin miedo y con un tono grave en mi voz, dando un paso firme hacia el frente dije casi orgulloso: “He sido yo, mi capitán”.

Los mandos detectaron inmediatamente mi decisión. “¿Cómo coño se dieron cuenta de mis pensamientos? La madre que los parió”, pensé.

“¿Y por qué no salías antes?”, inquirió el citado capitán Guirao.

Y tras unos breves momentos para aportar mi excusa dije con una sonrisa de descargo en la cara. “Porque tenía miedo y me daba vergüenza”, apostillé.

El silencio que se produjo fue roto por la voz de otro compañero, mi amigo por siempre José Antonio Esquiva Abellán, cabo como yo. “Yo también, mi Capitán”, dijo saliendo de la formación poniéndose a mi vera.

“¿Y tú por qué no salías?”.

“Por lo mismo”, contestó igual de orgulloso que yo. Lo miré y me sentí bien acompañado en esta aventura si así se la podía llamar.

“Bien. Id los dos a recoger la mierda y dejadlo todo limpio y regresáis aquí”, fue la sentencia del capitán.

Y eso hicimos. Nos pusimos en camino hacia las citadas ruinas y recogimos el material de desecho humano que allí se exhibía.

Al volver, nos dimos cuenta de que el ser valiente y mirar por los compañeros en ocasiones tiene su recompensa. En un tremendo silencio sepulcral pudimos asistir atónitos y sin comprender en un primer momento qué es lo que había pasado allí en nuestra ausencia.

¡Nos encontramos a toda la compañía mojada, calada hasta los huesos! Los habían hecho meterse en el río por el incidente de las susodichas mierdas. Los únicos secos, incluido el equipo, mochila Altus al completo y armamento, éramos los mandos, el cabo Esquiva y yo.

Aquello confirmaba mi teoría de que los mandos estaban seguros de que no fuimos ninguno de los que habíamos salimos como culpables y que nos habíamos prestados a sacrificarnos por la compañía.

El gran desayuno

Pero la fortuna, divina o satánica, no siempre acompaña a los héroes, a los pocos minutos emprendimos la marcha de exfiltración, que duró cuatro horas, entre una tormenta y un aguacero casi bíblico que nos mojó además de hasta los huesos, parte del alma.

Para finalizar este relato de anécdotas, comento que, al terminar la marcha, ya de amanecida, nos dieron de desayunar. Tras estar varios días de supervivencia, el mando tuvo a bien ordenar que se sirvieran en mesas abundante pan, fiambre variado, croissants y multitud de viandas de las que se nos había desprovisto durante el ejercicio. Ni que decir tiene que el 80% de la tropa acabó indispuesta por indigestión y eso que nos avisaron de que fuéramos comedidos, porque los estómagos no estaban acostumbrados a esa masiva ingesta.

Por cierto, el pernil decomisado de marras, medio ahumado y transportado bajo la intensa lluvia, fue hecho filetes y asado al fuego esa misma mañana. No lo encontré como un manjar. Me decepcionó.

Para más inri, dormimos en unos pajares antes del regreso en los Avia a Rabasa, donde a modo de suvenir me convertí en hospedaje de algún parásito en mi apreciada cabeza que, tras una ducha de reglamento, se negó a abandonarme el muy canalla y que, después de ser descubierto, lo dejé en un taxi mientras me disponía a llegar a la estación de autobuses para mi regreso a casa con permiso.

Nota: Años después, en la vida civil, en el ámbito laboral intenté hacer lo misma acción caritativa en una situación parecida, pero me comí el marrón entero y nadie me lo agradeció; encima hicieron leña del árbol caído, los denominados compañeros, más bien h. de p. desagradecidos por los que había hecho de chivo expiatorio.

Maniobras con la BRIPAC, Operación PISCIS 1978

2º Premio 4º Concurso Literario Relato Corto

Manuel Casas Barea    

Antiguo cabo COE 21 1977/78

La previa

Nos trasladamos en el Reo. Atrás ha quedado Jimena y el río Hoz, afluente del Guadiaro. Pasamos Puerto Galiz. Circulamos por la carretera que lleva a Cortes de la Frontera y Ubrique. En un momento dado el vehículo para y el sargento Cervantes nos hace bajar. Le toca a mi escuadra desplazarse a pie. Recibimos órdenes, planos y punto de reunión del sargento. Tenemos que reconocer el terreno para las próximas maniobras. Hay que desplazarse hasta al cortijo de Marín y buscar senderos para localizar el punto de reunión próximo a Venta del Puerto y Canuto Largo.

Llegar al cortijo fue relativamente cómodo gracias a un camino aceptable y a nuestro buen andar a pesar del peso de la mochila. Continuamos hasta el cortijo de la Majada de Marín al pie del cerro y loma del mismo nombre. La pista principal se desvanece y nos encontramos con la dificultad de reencontrar el camino perdido. No debería ser difícil para unos guerrilleros con tres meses de entrenamiento. Los senderos han desaparecido y no somos capaces de localizarlos. Un despiste general se apodera de nosotros. Íbamos muy confiados y ya se nos ha presentado la primera dificultad. Los planos van pasando de mano en mano y cada uno expone su opinión.

Todos queremos señalar el camino. Algunos compañeros creen tener la certeza de saber la ruta a seguir. Decidimos que sean ellos los que marchen delante del grupo. Al cabo de un rato, el itinerario elegido no acaba de convencernos. Creemos que hemos cogido la dirección equivocada por lo que decidimos volver al lugar inicial, no sin algún gesto de desaprobación. Volvemos a repasar los planos. Por fin, después de estudiarlos bien entre todos, estamos completamente seguros del camino que hay que seguir. La decisión por mi parte la tengo clara: después del tiempo perdido, no estoy dispuesto a buscar el punto de reunión de noche. Propongo cruzar monte a través a pesar de la cantidad de vegetación y la fuerte pendiente en algunos tramos.

Las opiniones del grupo son diferentes. Algunos se niegan a subir, pero tampoco aportan solución alguna. No se puede titubear; la pérdida de más tiempo no podemos permitirla por lo que comenzamos el ascenso que se hizo eterno por la gran cantidad de vegetación y no exenta de dificultades. Hacia el mediodía estábamos arriba. Nos merecemos un descanso y reponer fuerzas. Al cabo de un rato, empezamos a divisar un cortijo abandonado que podría ser el punto de reunión. Bajamos por un lugar con mucho desnivel. Las fuerzas justas y el peso de la mochila nos estaban agotando; la moral, en cambio, por todo lo alto, como siempre. Estamos dispuestos a cumplir a rajatabla con los horarios y las órdenes.

La tormenta y los toros

La tormenta que se desata frente a nosotros hace que nos entren las prisas. Nadie quiere que se nos eche encima y, consecuentemente, nos llevemos un buen remojón.

La bajada fue bastante rápida en un terrero con mucha pendiente y bastantes piedras sueltas. La tormenta cada vez se nos está acercando más y más. Por fin, llegamos al punto de reunión. El cortijo tiene un buen hogar para encender la lumbre y algunas habitaciones en buen estado.

Es buena hora, todavía de día. Todos contentos, la actitud ha cambiado por completo. Hacemos acopio de leña para la noche. La tormenta descarga acompañada de rayos y truenos. El grupo del sargento Cervantes tarda en llegar. Está oscureciendo. Al final llegan. Vienen calados y muy cansados. El fuego les permite secarse para afrontar la noche lo más calientes posible.

El sargento me pregunta: “¿Cómo habéis llegado tan pronto?”. A lo que le contesto: “Mi sargento, hemos tenido suerte con los senderos”.

A la mañana siguiente caminamos hacia un pueblo que se divisaba a lo lejos. Por el camino nos enteramos de la afición al toreo del cabo Andrés Piña. A lo lejos están pastando una manada de toros bravos. El cabo se dedica a llamarles la atención. Uno de los toros deja la manada y se dirige hacia el grupo. Nos quitamos de en medio pasando al otro lado de la alambrada, pero el cabo se queda. Cuando cree que el toro puede estar cerca… pies para que os quiero. El cabo Piña resbala en un montón de excremento de los toros, se levanta y está pringando. Por suerte, el toro bravo se ha parado y el susto que se ha llevado nuestro torero se le va pasando. ¡Lástima!, nos hemos perdido la oportunidad de ver al maletilla dar algún capotazo.

Nos aproximamos a San Pablo de Buceite. Cerca hay un arroyo. El cabo Piña decide lavarse los pantalones. Hasta llegar a Jimena va a ir fresquito. Después de coger provisiones en una panadería y relajarnos durante un buen rato nos trasladamos hacia Jimena donde llegamos al anochecer. El sargento Cervantes se busca bien la vida. Nos consigue una habitación grande en una antigua posada. Ahora toca descanso porque a la mañana siguiente regresamos para Tarifa.

El hoyo de la discordia

Van a empezar las maniobras. Hacemos acopio de pan y de raciones de comida. Estaremos juntos con el pelotón del sargento Guzmán. Nos encontramos en el cortijo abandonado de Marín donde podemos pasar la noche. Lo primero es buscar sitios para tener los víveres ocultos que no sea cerca del camino. Encontramos un buen lugar para enterrar la mitad de la comida. La otra mitad la escondemos detrás del cortijo en un lugar con maleza. Haciendo el hoyo para ocultar los víveres empiezan los pleitos de cómo debe realizarse. Hay un conato de discusión por parte de dos compañeros que no llega a más por la mediación del resto del grupo. Pasado un rato se dan cuenta de la tontería que han cometido y todo vuelve a la normalidad.

En todos los grupos estamos gente con un fuerte carácter, opiniones diferentes, pero ante todo está nuestro binomio, nuestra escuadra, nuestro pelotón y nuestro grupo donde todos nos necesitamos. Los lazos que se establecen son muy fuertes. Todos nos necesitamos mucho. Entre todos hemos creado una auténtica familia.

Al guerrillero ni se le ve ni se le oye.          

Próximo a la majada de Marín tenemos nuestro refugio en mitad de una espesura de pinos. Nos movemos, pero muy lentamente tomando todas las medidas necesarias para evitar ser descubiertos.

Desde allí, nuestra misión es descubrir movimientos militares por la zona. Alguna vez, M. Álvarez y M. Casas se desplazan para vigilar la carretera de Puerto Galiz a Ubrique y, posteriormente, regresan con toda la información recabada.

Melero y Arroyo son los más activos del grupo. Junto con otro binomio del pelotón del sargento Guzmán van a diario a buscar las raciones de comida y, el resto del día, controlan los movimientos en la central eléctrica en el río Guadiaro cerca del Colmenar en el límite de la provincia con Málaga.

El golpe de mano

Tenemos que ejecutar algún sabotaje en la central eléctrica. Al parecer, de día la central está muy protegida, pero algunas noches la vigilancia es más relajada. Con la caída del sol ya estamos preparados para entrar en acción.

El sargento Cervantes dirige la operación. Como almas silenciosas, vamos bajando la pendiente hasta los chalés de los operarios de la central. Tras las ventanas de las casas vemos a las familias cenando. Como sombras, nos dirigimos al punto por donde debemos intentar introducirnos, cosa que, sorprendentemente, logramos sin mayores dificultades. Pusieron las cargas Melero, Arroyo y Sánchez Muñoz. El resto del grupo cubrimos el acceso. Igual que entramos, salimos. Nos deslizamos como auténticas sombras y sin levantar la más mínima sospecha.

Al llegar a la base comunicamos por radio al capitán el resultado excelente del golpe de mano.

Al parecer, cuando el capitán informa de ello a los mandos de la BRIPAC, no se lo creen, poniendo en duda el resultado de la operación. Les explicamos dónde se encuentran las cargas para que puedan ir a comprobarlo y así disipar sus dudas. Nosotros estamos contentos, les hemos dado cera y no se han enterado.

De nuevo regresamos a nuestro refugio a esperar con paciencia durante dos días el paso por encima de los helicópteros. Nos buscaban visitándonos con frecuencia, pero no nos descubrían. Mientras tanto, nosotros permanecíamos agazapados.

Cambio de ubicación

Llega el momento de trasladarnos hacia el norte, cosa que hacemos evitando ser detectados. La noche cae y una impresionante tormenta se desploma sobre nosotros. El grupo llega a un cortijo abandonado. Solo una pequeña habitación está en condiciones de cobijarnos.

El sargento Guzmán nos comunica que hay que ir a buscar al sargento Cervantes, que se había tenido que ausentar por problemas familiares, a una caseta de peones camineros abandonada en un punto de la carretera. Necesita dos voluntarios para ir a buscarlo y así el resto del grupo puede, mientras tanto, descansar un poco. Los voluntarios como siempre no tardan en salir. Se ofrecen los cabos López Toledano y Casas Barea.

Después de recibir las oportunas explicaciones salimos a cumplir nuestra misión. El agua continúa cayendo a cántaros y va acompañada de gran aparato eléctrico. El poncho nos resguarda y seguimos avanzando. La noche es tan negra que tenemos que ir cogidos de la mano. Hay un momento en el que tenemos que parar y aguantar el diluvio. Después de subir por una pendiente con agua corriendo por todos lados, hemos llegado al borde de la carretera. Justo frente a nosotros tenemos la caseta. Desde fuera llamamos al sargento varias veces, pero, al no tener contestación, entramos; sin embargo, el sargento no estaba.

Pensamos que debido a la tormenta se pudiera haber retrasado. Debemos esperar un poco. Ya hemos esperado demasiado tiempo por lo que decidimos volver con el resto del grupo y dar explicaciones de lo acontecido.

Con las primeras luces del día nos reencontramos con el resto del grupo. Ante nuestra tardanza, el sargento Guzmán había mandado otro binomio para ver qué pasaba, aunque no alcanzamos a encontrarnos con ellos.

 El audaz golpe de mano

Seguimos avanzando en dirección al pantano de los Hurones. La noche la pasamos en una garganta, al lado de un arroyo, con frío para hartarse. Entre cinco miembros nos bebimos todas las botellas de brandi que reunimos del pelotón para entrar en calor. Hacemos tandas para dormir, unos debajo otros encima, como sardinas enlatadas, cubiertos con ramas de pino y envueltos en el poncho ya que llevábamos las mochilas de combate, aunque siempre hay algún avispado, en este caso dos compañeros, que habían eliminado de la mochila algunas cosas y habían metido el saco de dormir. La nochecita la pasamos haciendo todo lo que podemos para mitigar el frío: patadas a los pinos, flexiones, intercambio de golpes en el cuerpo y todo tipo de ejercicios para poder entrar en calor. Los primeros rayos del día nos encuentran ateridos y entumecidos.

A orillas de la carretera vamos buscando el sitio idóneo para cruzar. Enfilamos en dirección al pantano de los Hurones donde, al ser el último día de los ejercicios, debíamos, obligatoriamente, dar un golpe de mano al campamento de la BRIPAC.

Encontramos guarida en una espesura no muy lejos del citado campamento donde podemos descansado un poco. Al atardecer estamos preparados. Con nuestro sargento Cervantes, ya de regreso al mando, nos encontramos más seguros y aliviados, con mucha más confianza para dar el golpe de mano definitivo y, así, dar por finalizadas las maniobras.

Aquella noche, las órdenes son que toda la COE 21 debe atacar al campamento que, por esperarnos, tiene doble o triple vigilancia para poder coger presos a toda la compañía.

Nuestra situación para el golpe de mano es la que se encuentra más a la izquierda del resto de la compañía, también la más próxima al pantano. Después de observar que las líneas de vigilancia están demasiado juntas, confirmamos que lo que quieren es coger a toda la compañía para poder decir que han neutralizado a toda la COE.

A última hora, nos desplazamos un poco y logramos entrar al campamento por donde la vigilancia casi no existe. Resulta ser la zona de los árbitros. Armamos un buen lío: tiendas derribadas, árbitros que salen de ellas con cara de pocos amigos, algunas discusiones y nervios un poco alterados.

Bueno, al final no se sabe si nos hemos equivocado o ha sido una zorrería para que no pudieran coger a ninguno guerrillero, porque mientras tanto el resto de la compañía había realizado la incursión en el campamento hostil. Cada vez que me acuerdo del incidente me alegro de que durante mi paso por la COE nunca pudieran cogerme.

Nuestro pelotón y algunos guerrilleros aislados regresamos a la base sin mayor contratiempo. A la mañana siguiente, las maniobras habían tocado a su fin. Nos desplazamos al polideportivo de Ubrique para ducharnos y, de esta manera, poder ir al campamento de la BRIPAC para comer y pasar el día con ellos.

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