Toni Maroto Beltrán.
Cabo voluntario COE 31, GOE III R/ 2/89/90
Tras el periodo de adaptación o endurecimiento en Agost, en aquel secarral, nos dieron un fin de semana de rebaje. Estábamos hechos polvo; pero, aun así, lo pasamos bien y nos vino de lujo para medio descansar.
Aún no habíamos jurado Bandera, íbamos con la gorrita de instrucción. Le dábamos vueltas y hacíamos cábalas, sobre qué nos esperaba ahora. Pensábamos que venía una semana de vida cuartelera y el fin de semana a jurar Bandera. Nada más lejos; volvimos ese lunes antes de diana, sí; pero nos esperaba un día normal de cuartel, formar, carrera continúa con el sargento Javier, como siempre. Duchas, desayuno. Pasamos el día entre teóricas y limpieza de armamento.
Ya al atardecer, nos informan de una teórica nocturna y nos suben a los camiones de noche, hasta una zona desconocida; paramos y nos sentamos en el suelo esperando la teórica.
Todo cambió en décimas de segundo. Las collejas y empujones venían por todas partes, de un grupo de tipos enmascarados, entre dos o tres te cogían, te seguían dando golpes, mientras te vendaban, ataban las manos y te quitaban botas y calcetines; seguidamente, te ataban el cuello al tobillo del compañero que tenías delante, en ocasiones, con unos nudos que se cerraban y te causaban la sensación de ahogo. Luchamos y nos resistíamos; pero era imposible, aún te llevabas más palo y más duro el trato.
Nos condujeron, de esa guisa, a lo que parecían unas cabañas de piedra que olían a ganado. Uno a uno, te llevaban a rastras y pisotones, a una casa aledaña. Allí dentro, un foco muy potente, al quitarte el vendaje de la cara, te deslumbraba dejándote ciego. Aún no te habían preguntado nada y ya te estaban metiendo la cabeza en un bidón de agua, hasta que pensaban que no podías más.
Se conocían perfectamente las voces de los mandos. Comandante Pepe, tras el foco y haciendo las preguntas, se reconocías también a tenientes y sargentos. No debías decir, bajo ningún concepto, nada de lo que te preguntaban, únicamente lo estipulado en el Convenio de Ginebra.
Qué orgulloso te sentías al salir. Ya los empujones de los secuestradores de la 32, te daban hasta risas. Y de nuevo, vendado, atado y a la pocilga. Uno tras otro iba desapareciendo, oías su refriega contra los capturadores, los golpes de estos, los quejidos, en una situación donde el oído es muy sensible a todo lo que sucede alrededor…
“Éramos, somos, de la 31, no nos vendemos barato; mejor, no nos vendemos JAMÁS”.
El trajín de la noche hizo que, al bajar la intensidad, nos quedáramos dormidos. El primero, de rodillas, con la cabeza contra la pared; el siguiente, de rodillas, y su cabeza en la espalda del de delante. Así cada fila dentro de aquella pocilga.
Al ir despertando, corría el rumor, de que los que habían hablado habían cobrado paga extra, para intentar minarnos la moral; mientras tanto, todos mirando de reojo, por si tenían alguna herida los demás….
Nos esperaba el sargento Orlando, prácticamente no lo conocíamos. Llevaba poco con nosotros. Nos comunicó que íbamos a ponernos en marcha para salir de allí cuanto antes. Preparamos los mochilones y a comenzar el pateo. Muy cansados, eso sí, no solo por la paliza mental y física de la anoche anterior, si no por lo arrastrado del aún humeante periodo de endurecimiento.
Comenzamos por un llano bastante agradable, el viento era fresco; había nubes grises, lentas. Al poco, el sargento Orlando, decidió cambiar la ruta y meternos en un barranco, amplio en ocasiones, y en otras bastante angosto. Eso sumado a las nubes, el aire fresco, la falta de viento… no tardó en llover, un barranco no es el lugar ideal, Galindo y yo lo sabíamos, ya habíamos hecho unos cuantos. Seguimos bajando, comienza a chispear, orden de ponerse el poncho, seguimos bajando. El chispear se convierte en fuerte lluvia, las rocas del suelo del barranco resbalan ahora, como cristales de hielo. Mientras buscábamos un sitio donde parar y resguardarnos; comenzamos a oír algo a lo lejos, un rumor que se hacía más fuerte, que parecía estar más y más cerca…
La tromba de agua nos arrancó de nuestros asideros, íbamos dando vuelta con la mochila a la espalda bien asegurada para no perderla, y lo mismo con el CETME. El hierro de instrucción sirvió de freno, de palanca, para ayudar a algún compañero que se iba para abajo. Fue muy rápida la avalancha; en la realidad, en nuestras mentes, no. Lo primero era la preocupación por ver si todos estaban bien. ¿Sonó la voz de mando: “¿Todos bien? ¿Alguien ha perdido algo?”. Parecía que no. Todos nos mirábamos, buscábamos y repasábamos nuestros armamento y equipo. “Todo correcto, mi sargento”. Pero no: de un guerrillero, más alto que un pino, y un tartamudeo que no presagiaba nada bueno se oyó una voz entre la maleza: “Mi sargento, no encuentro mi fusil”.
Sin tiempo a reponernos de lo acontecido todos, como locos, a buscar el chopo de Boix en la bajada, en la desembocadura al río; excavando con palas y picos. Nada, todo muy agotador unido a las pocas fuerzas que nos quedaban. Repasamos, palmo a palmo, las posibles zonas donde podría haberse quedado enterrado, sin que el resultado fuese positivo.
Después de la búsqueda, una vez seguida la marcha, el sargento nos informa: “¡Señores, estamos en la zona marcada para realizar la fase de supervivencia!”. Luego nos enteramos de que era El Almazarán, en el río Segura, próximo a Elche de la Sierra (Albacete).
Yo tenía a Juan Boix en mi patrulla en la misma cabaña. No paraba de darle vueltas al tema de la perdida del fusil en la riada. Comentaba que le habían acusado de quedarse con el chopo y que iba a ir a juicio y, tal vez, a prisión militar. Este accidente le marcó durante la mili y le costó mucho; nunca levantó del todo cabeza en el Ejército, aunque le diesen la boina al terminar: aún me lo comentó en algún encuentro.
El diseño de fases, endurecimiento, trato al prisionero, supervivencia y prueba de la boina…. todo seguido; ¿se ha repetido alguna vez más? A nosotros, se nos quedó muy grabado. Me viene a la mente cada vez que veo o me pongo mi muy trabajada boina.
Dedicado mi amigo y guerrillero de mi escuadra, que en paz descanse, Juan Boix Parreño. Los demás nombres del articulo son figurados.