Un principio aterrador y Helen, un final de ensueño

Makoki. Antiguo guerrillero de la COE 103

El principio

Con mi camiseta de los Rolling Stoncs, el pelo a media espalda, un aro de plata en la oreja y la mala hostia que todo joven lleva dentro al entrar en filas, llegaba al aeropuerto de los Rodeos una tarde de no recuerdo el mes y ni siquiera el año exacto, debía de ser ¿81 u 82?

Nuevas caras, nuevas tareas… ¿a la orden de qué? Hacía años que no aceptaba órdenes de nadie que no pudiera por lo menos tirarme al suelo de una hostia y ni aun así. Me adapté como pude a la doctrina militar entre cigarritos de la risa y calimochos. Al poco tiempo ya teníamos nuestro grupo de amiguetes (en adelante grupo mandaguero) y nos agrupábamos alrededor de una guitarra que había conseguido en una tienda de segunda mano en la isla. Allí pasábamos nuestros momentos de libertad entre humo y carcajadas, alejando poco a poco los recuerdos que provocan la nostalgia, alejando poco a poco la memoria de tus seres más queridos.

Quién nos iba a decir a esta pandilla de rebeldes sin causa, que nuestras vidas estaban a punto de dar un giro de 180 grados. Alemán, Pingui, Groucho, Malaguita, Mascaró, El Murcia, Agaete, Epi, Ronda, en fin…, lo mejorcito de cada casa (me incluyo yo mismo).

No sé qué habríamos tomado, fumado, bebido … cuando vino la captación de la COE que todos quedamos hipnotizados y acabamos firmando para entrar en el cuerpo de guerrilleros. Que bien sonaba: guerrilleros. Recuerdo uno que era deportista cien por cien de Madrid, Ledesma su apellido, que también se había decidido y nos decía: -“Níñooooos, estáis zumbaos, allí os van a mataaaar. Si vosotros no hacéis ni gimnasia aquí en el CIR (era cierto, siempre estábamos rebajados) allí no vais a aguantar ni dos días.” Ledesma, “gallo” para sus amigos, fue dado de baja del servicio militar durante una fase de topografía por disfunciones mentales. Se volvió majara por completo, pero eso es otro capítulo que da mucho que contar.

Hicimos las pruebas físicas y los exámenes psicológicos con ilusión y máximo empeño y menos dos, los demás fuimos dados aptos para servir como guerrilleros. Esa noche corrió el alcohol entre otras cosas.

Al poco tiempo (que se nos hizo largo, muy largo por la impaciencia) marchamos para Las Palmas de Gran Canaria, mi futura casa durante un buen montón de meses.

Vinieron unos pistolos en camiones a buscarnos al aeropuerto y nos llevaron al cuartel de Rehollas. La emoción era indescriptible, ya nos sentíamos boinas verdes antes de empezar. Risas y bromas dejaron paso a desconcierto e incertidumbre. Nos formaron delante de la compañía y nos comunicaron muy gentilmente que del bonito sueño que nos hicimos durante la captación, íbamos a pasar drásticamente a la cruda realidad.

Apenas habría seis o siete guerrilleros, o eso pensaba yo si contaba al cocinillas, al lavandero, al chófer de Land Rover y a alguno más que, aunque causaban un respeto, nada tenían que ver con los que vendrían de maniobras al día siguiente. Eso no quiere decir que fueran angelitos custodiando el belén. Nos dieron un recital de “toques” como aperitivo de lo que nos esperaba. Cabía la posibilidad de que estos fueran lo peor de la compañía, los más hijoputas y pendencieros de nuestros veteranos. Después, y para desgracia nuestra, descubrimos que eran unas madres, los guerris más equilibrados que veríamos durante nuestra reclutancia.

Llegaron los camiones cargados de veteranos. Saltaron de ellos mucho antes de que pararan y a la carrera vinieron hacia nosotros que estábamos formados en descansen observando el desembarco, mejor dicho “el abordaje”.

Con sus barbas, su pelo mugriento, su boca torcida (como dicta la canción) y más mierda que el rabo una vaca, parecía que tuvieran quince años más que nosotros. Yo no sabría qué tipo de sensación me causaron. Todos mis músculos se tensaron, el agujero de mi culo se hizo pequeñín, pequeñín, un calor sofocante recorrió mi cuerpo desde los pies hasta la cabeza … Luego me sentí como un “bolo” que es derribado junto a sus “otros bolos” por una multitud de boliches de acero fundido. Debieron de pasar de dos a cinco minutos hasta que nos sacaron los perros rabiosos de encima. Fue a la voz de: “¡compañía, el capitán!”

Helen

Hostigamiento (¡joder!, cómo suena esto). Pues eso, después de la noche de los cuchillos largos que hicimos pasar mi binomio Mandril y yo a una compañía de pistolos acampados en la falda de Tamadaba; eso, hostigamiento, se podría decir sin caer en exageraciones porque la verdad es que los pillamos con ganas, con muchas ganas, con un subidón de adrenalina que nos comíamos el mundo. No respetamos galones, estrellitas ni na, de na. El caso es que tuvimos que salir por patas porque había muchos más de los que creíamos. Una compañía enterita, para ser más exactos.

Estuvieron persiguiéndonos durante horas, disparándonos tiros de fogueo y gritando: -”Os hemos dado, hijos de p. Estáis muertos hace horas”. De vez en cuando nos girábamos y les soltábamos alguna pedrada nocturna, o sea, a la oscuridad: -“Que no estamos muertos pistolos de mierda, que no estamos muertos, que no tenéis puntería ni p’a darnos a medio metro, mamones”. Como nos estaban intentando rodear, mi binomio y yo marcamos un punto de reunión y nos dispersamos cada uno por un lado.

Ya amaneciendo, decidí mimetizarme para no ser visto por los ojeadores pistolos. Así que me enterré entre hojas secas a pie de un árbol enorme que había en la vaguada de una senda. Debí de dormir (perdón, descansar) durante dos o tres horas. Descansé profundamente. Tan profundamente que mis respiraciones me delataron. Por fortuna la persona que me descubrió no era enemiga. Total que, entre sueños, así como el que se come unas setas de esas mágicas, oí: “Dice mi madre si te apetece un vaso de leche con café …”. Entreabrí los ojos y me pareció ver la silueta de una chica de rubia melena rizada y silueta de ensueño. Los rayos del sol que se filtraban entre las hojas del árbol, me cegaban y le daban a esa visión un aspecto de ensueño. Por unos segundos creí la posibilidad de que durante la noche me hubiera despeñado por uno de los riscos del camino y me hubiera matado. Entonces esto debería de ser algo así como el cielo…, o un sitio de esos, pero la voz volvió a sonar melódicamente: “Que dice mi madre… ” Me incorporé y vi que a la preciosa criatura le cambiaba la cara cuando me vio. “Es… maquillaje”, le dije yo al tiempo que procedía a restregarme el pasamontañas por la cara. Entonces sus ojos se dirigieron con la misma expresión hacia mi cabeza afeitada como una bola de billar. “Es que no tengo tiempo de ir al peluquero y me afeito yo mismo”. Después de un minuto parece que se relajó un poco, sonrió y me tendió la mano. Yo debía oler a un exótico y desconocido, para ella, perfume guerrillero, ya que no me soltó la mano hasta llegar a su cueva, como con miedo a perder algo imposible de explicar a su gente.

Sí, sí, he dicho cueva. En el término de Caideros hay una especie de comunidad poblado, o como c. se llame, que viven en cuevas acondicionadas con electricidad, agua, y demás comodidades.

Bueno, pues una vez dentro, Helen, que así se llamaba mi rescatadora, procedió a las presentaciones: -“Mamá, papá, mi herma mayor, mi hermana pequeña y mi sobrinito. Este es Makoki” -“. “¿Makoki? ¿De dónde sale ese nombre?”, dijo su padre. “Es catalán” dijo Helen, como si con eso diera por aclarado todo, je, je, je.

Les expliqué el tema de las guerrillas mientras almorzaba copiosamente y ellos escuchaban estupefactos las increíbles historias. Después la madre me sacó ropa, del que fuera novio de su hija mayor y Helen me acompañó a la que sería mi cueva los próximos siete días para lavarme, asearme, cambiarme de ropa y… bueno, pues, a lo que estamos.

Helen me enseño la cueva de invitados y me mostró lo que sería una ducha algo rústica pero que hacía el servicio. Dijo que me fuera duchando, que mientras ella haría la cama que estaba solo con el colchón y que fuera dándole la ropa para lavarla (la verdad es que debía de oler a choto, pero uno se acostumbra al olor de las guerrillas). Me metí en la ducha que, por supuesto, no tenía puerta si no una cortina de macramé color naranja y blanca con las cuerdas bastante separadas, permitiendo ver a trasluz de un lado al otro.

Yo me quité la ropa y al ver el estado de mis gayumbos, preferí ducharme con ellos, alegando que apenas nos conocíamos para darle esta prenda tan intima. Ella rio divertida y dijo: -“Vamos, no seas tonto. He lavado mil veces la ropa interior de mi papá”. A todo esto, yo ya estaba bajo el agua afanándome en limpiar en lo posible esta prenda. Salí de la ducha envuelto en una toalla (bastante pequeña, por cierto) y le entregué el slip escurrido y algo más limpio. Ella lo metió en una cesta de mimbre que había a la entrada y se sentó en una butaca que se hallaba enfrente de la cama. No paraba de observarme de arriba a abajo, con ojos que yo mismo no podía traducir. No sabía si estaba asombrada, curiosa, alucinada o, simplemente, no daba crédito del espécimen que tenía delante. Tras unos segundos, minutos, no sabría determinar cuánto tiempo pasó antes de pronunciar la primera palabra, se arrancó diciendo: -“Estoy estudiando reflexoterapia, por eso me fijaba tanto en tus pies, los tienes estropeadísimos”. Yo haciéndome el gracioso le dije: -“Pues no sé por qué. Voy en taxi a todos sitios…”

Fue cuando ella me propuso enseñarme sus conocimientos y colaborar con la mejora de unos pies, que más que pies parecían “piedros”. No os lo vais a creer, pero cuando la cosa se estaba poniendo al rojo vivo, incluso ya habíamos pasado la fase de los primeros besos, me acordé de mi binomio y del punto de reunión. Bruscamente alcancé mi reloj, que estaba (cómo no) en la mesita de noche y vi que pasaban veinte minutos de la hora acordada. La miré a ella, miré el reloj, la volví a mirar a ella, miré hacia mí …, “p.”, que por aquellos entonces estaba como el cuello de un “cantaor” y me levanté de golpe vistiéndome a lo “diana” en la COE (ya sabéis unos cuatro segundos y eso que la ropa no era mía). Todo mientras le explicaba mi plan y le pedía un gorro de paja que había visto en la cueva de sus padres. Ella no daba crédito a lo que estaba viendo. Creo que después de esto nada sería igual en sus momentos de precalentamiento.

Después de un pateo de más de dos horas llegué al lugar de encuentro con casi tres horas de retraso. Mi disfraz me impedía aligerar el paso por lo aparatoso del mismo: Sombrero de paja roído, camiseta enorme con relleno de dos cojines por ambos lados (dándome un aspecto de pocas ostias conmigo), pantalones como para dos Makokis, peluca castaña por los hombros y mal peinada (aposta), perro pastor (sin marca, je, je) atado a mi mano con correa de cuero trenzada, bastón de dos metros con más kilómetros que el Forrest Gump, chaleco viejo (descomunal), zapatones de pastoreo tres números más grandes y zurrón relleno de ropa de mi talla. En ocasiones, mueca facial estilo “Agamenón” o “bellotero pop”.

La verdad es que pasé cerca de un grupo de pistolos y hasta me saludaron. Yo los mandé a tomar por c.  para que pareciera más real y se les quitaran las ganas de entablar conversación más próxima. Cuando llegué al punto, que no era otro que un viejo pajar enfrente de una especie de tienda bar de lugareños, lo rodeé y entré por una ventana que dejábamos sin pestillo para utilizarla como acceso y cuando me disponía a saltar dentro, se me enganchó el chaleco con una de las hojas de la ventana y me metí un morrón contra el AN/PRC que teníamos camuflado debajo de la paja, que me dejé el labio y algo de mi sufrida nariz.

Yo: “Lolooo, Mandril… ¿Dónde estás, jopu?”

Revolví toda la paja por si se había quedado dormido y… nada. No sabía si preocuparme o mosquearme. Tras unos minutos de incertidumbre decidí echar un vistazo por los alrededores. Una vez fuera de mi escondite, pasando de nuevo por delante del bar, me pareció oír una risa conocida.

“¿No tendrá c. de ser él?”, pensé. Pues sí, allí estaba él, con su boscoso, su pasamontañas, sus botas militares (todo guarro, eso sí) pero nada, nada camuflado. A juzgar por el tono de sus risas y después de conocerlo de otras batallas etílicas, pude comprobar que en efecto el alcohol, junto con mi retraso, habían sido determinantes para su estado actual. O sea: tajada medieval del 15.

Tres lugareños de edad avanzada, más el propietario del local, compartían mesa risas y ron miel con mi binomio. Entré dentro, me puse a dos metros de él, lo miré fijamente con cara de mosqueado y, tras dos minutos de concentración, exclamó: “¿Tú qué c. miras gordo de mierda?”

Yo: “Estoy mirando un p. mandril hijo de p. que había quedado con su binomio y ha preferido cambiarlo por unas botellas”.

Lolo: “¡Makoki. Hijop.! Ja, ja, ja, je, je, je, ji, ji, ji … Tráeme un vaso p’a mi hermano. Venga, Luis, c. ¿Qué no ves que viene con sed? Sed de sangre, ja,ja, ja, ji, ji, ji … Joder, Mako, t’an paitío la jeta, ¿o qué? Ja. ja, ja, je, je, je … Qué vienes de carnaval, ¿o qué?, muyayo. No está colgado el gordo cabrón, je. je, je, ja, ja. ja … ”

No sabía si meterle con el bastón en la boca, o beberme la media botella que aún quedaba encima de la mesa. Opté por lo segundo, hace menos ruido y sienta mejor. Después de un rato de risa descontrolada, se puso serio, me dijo de golpe en voz baja y con esos ojos que ponía antes de montar algún pollo importante: -“Mako, ¿tienes pasta?”

Yo: -“Claro, claro. Lolo. ¿Sabes si admiten visa oro o American Express? ¿Cómo voy a llevar pasta? Llevar pasta, gilipollas … ¿Me has mirado bien?

Lolo: -“Joder. hummm … les podemos vender ese perro que llevas, ¿no? Por cierto, ¿de dónde c.  lo has robado?”

Yo: -“Me lo he encontrado en el camino…. Venga, explícales lo que sea y vámonos que estamos dando un cante… “

Yo le esperé fuera después de despedirme de los pobres abuelotes, que aunque con la edad que tenían, creían que haberlo visto todo en esta vida, ese día les demostramos que nunca es tarde para” flipar t’o”·. Siempre tendrían ese temor. Nos metimos en el pajar a informar por radio de nuestro hostigamiento la pasada noche y recibir nuevas instrucciones. Mejor dicho, yo me puse a informar por radio mientras mi binomio dormía a pierna suelta encima de un montón de paja.

-Alfa, alfa. ¿me recibe? Cambio.

-Te recibo Makoki, alto y claro. Cambio.

-Hostigamiento efectuado en campamento enemigo con éxito. Cambio.

-Tenéis al enemigo muy mosqueaos. Cambio.

-Lo percibo, cambio.

-¿Estáis todos? Cambio.

-Sí, los veinte miembros de mi patrulla estamos enteros, nos disponemos a darnos un bañito en una presa. Cambio.

-Makoki, te paso al mando. Cambio.

-¿Qué c. habéis liado ahora, cimbeles? Cambio.

-Todo controlado. Cambio.

-¿Controlado? Ya hablaremos del padre de la chica. Cambio y corto.

-Nueva transmisión a la hora y día acordado. Cambio, corto y cierro.

Lolo: “Mako, ¿qué dice el capullo este del padre de la chica”.

Yo: “Espero que sea una forma de decir que nos van partir el pecho por lo de anoche. si no …”

“Lolo: -“¿Si no, qué?”

Yo: -“Te explico: Bla. bla, bla … “

Lolo: -“No jodas. Pedazo de hijop..”

Yo: -“Bla, bla. bla … “

Lolo: -“C. Vámonos ya. Venga, vamos.”

Yo: -“No seas gilipollas y deja de pensar con el cip. ¿No ves que nos está buscando una compañía entera de pistolillos mosqueaos?”

Lolo: -“Me suda la p. muyayo. Congond.. ¿Y están güenas o no? Vamos, vamos, je, je.

Decir eso y saltar por la ventana fue todo una. Yo me quedé recogiendo la antena y camuflando la radio al tiempo que maldecía el momento en que le decía algo a mi binomio sobre las chicas de la cueva. Debí de imaginar que era imposible pararle el subidón de fornicador isleño.

No pasó ni media hora cuando oí su silbido tan peculiar, entre cabrero y chulo p. Salí del escondite y vi delante de la puerta un Citroen Mehari cargado hasta los topes de sacos de… no sé qué. El conductor me miraba sonriendo y señalándome con las cejas la parte trasera del coche. En eso que escuché de entre los sacos: -“Venga c., sube. A ver si nos las va a quitar algún hijo p.” Seguía pensando con la p. Yo tenía vergüenza ajena de la que me podía liar en la cueva, pero me camuflé entre los sacos y me dispuse a realizar el viaje de media hora más incómodo de mi vida. No veía nada, solo notaba que se me clavaban las “papas” que había dentro de los sacos por todo el cuerpo y cada bache del camino de tierra era como un pechazo bien pegado.

El vehículo se detuvo y el hombre retiró los sacos de encima y se despidió entre carcajadas y palabras incomprensibles para mí. Que no para Lolo, que le contestaba en su misma jerga.

Caminamos diez minutos guardando distancia entre nosotros para no levantar sospechas y llegamos a las cuevas. Allí estaban las tres hermanitas lavando ropa en el lavadero común donde se juntaban con otros vecinos para la misma tarea. Mi colega llegó, vio y se lanzó. Se lanzó directo hacia la única que no debía de lanzarse, Helen. En una de esas que cruzó su mirada con la mía, comprendió en el acto que llevaba una dirección equivocada y rectificó profesionalmente su trayectoria. En poco rato se hizo con la familia entera. Yo me sentí como lo que era, un extranjero en otra tierra. Al primer descuido me subí para mi cueva (digo mía, por decir) y me tumbé en la cama a escuchar el canto de los pajarillos que revoloteaban en los árboles de delante de la puerta.

Demasiadas emociones para un día. No recuerdo el momento en el que me quedé dormido (el guerrillero no duerme, descansa. Pero yo iba de paisano y me dormí como un tronco).

Me despertaron las risas de Lolo, Helen y Marga, que estaban haciéndome cosquillas con una pluma en mi oreja. Al que vi fue a mi binomio y a él fue al que me tiré al cuello como un pit bull. En décimas de segundo percibí que no estaba solo y que las chicas estaban más bien asustadas ante mi violenta reacción. Para arreglarlo salté sobre Helen y empecé a hacerle cosquillas hasta que el ambiente se relajó y todos acabamos riendo. Ya había oscurecido y después de una cena exquisita (o por lo menos eso me pareció) su padre nos dejó el coche que tenía, para dar una vuelta y observar de lejos como estaban los aires en pistolandia. A decir verdad…, no tengo ni p. idea de cómo estaban los aires, lo que sí os puedo decir es que dónde menos te lo esperas salta la liebre. Fueron los mejores días de mi vida en Las Palmas. Siempre me acordaré de la isla, siempre me acordaré de mi familia, de la boina verde y siempre, siempre, me acordaré de una chica guapísima que vivía en una cueva, que tenía una familia maravillosa y que compartió conmigo unos momentos inolvidables.

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