Marcos Hernández Sánchez
Antiguo guerrillero “Aspirino” COE 52 1972-1973
Era abril de 1972. Y llegó el día. El día D como dicen en las películas de guerra. Hecho un valiente, me presenté en la Caja de Reclutas de Soria. Allí, formados ante un paredón, nos leyeron el reglamento militar y ¡todas las infracciones se penaban con consejos de guerra! Yo creí que para evitarse problemas posteriores nos fusilaban allí mismo… Pero nos perdonaron la vida y en un vagón de tren, como a borregos, nos trasladaron a Zaragoza, al CIR nº 10 donde iba a recibir la instrucción.
Y, de repente, allí estaba yo. Con el pelo cortado casi al cero y con el número de recluta pintado con un rotulador en la mano. ¡Si se te olvidaba tenías consejo de guerra! Y comenzó la instrucción. En estos meses de campamento me di cuenta de la importancia que puede tener una prueba para evaluar conocimientos o aptitudes de las personas. Y veréis por qué.
El primer test que me hicieron, uno muy simple, de características personales, dio como resultado que yo era idóneo para enfermero. Y me incorporaron a un cursillo del cual salí cualificado como Sanitario de 1ª. Aprendí a poner inyecciones sobre una patata, reventar ampollas, poner torniquetes, inmovilizar miembros rotos, hacer traqueotomías con un bolígrafo (espeluznante).
A la vez que nos instruíamos, por el campamento iban pasando todo tipo de «bichos raros» que nos hacían exhibiciones para reclutar voluntarios. Unos fueron los boinas verdes que a mí me parecieron los más locos de todos.
Se acababa el período de instrucción. Juramos bandera y nos comunicaron los destinos. El mío era la COE 52 de Barbastro, ¡en los boinas verdes locos que nos habían visitado! Era un destino de voluntarios y yo no me había ofrecido. Hice la correspondiente reclamación y me contestaron que, en esta ocasión, no se había enrolado ningún sanitario y me habían asignado a mí. ¡Fue mi castigo por el primer test!
Nos dieron una semana de vacaciones y a los siete días me incorporé a la COE. Nos llevaron desde Zaragoza a Barbastro y, al llegar al que iba a ser nuestro cuartel, nos dieron una magnífica noticia: la compañía de operaciones especiales estaba, todo el mes de julio, de vacaciones. Así que al día siguiente me enviaron a casa. Aproveché este mes para comprarme mi primer coche. Un Citroën dos caballos más viejo que «Rocinante», que me permitió trasladarme a Soria a ver a mi familia y a mi novia todos los fines de semana que no estábamos en guerra ni castigados sin pase.
Yo estaba preocupadísimo pensando que iba a formar parte de la elite del ejército. Un cuerpo tan especializado como los boinas verdes. Pero los «expertos», en estos casos siempre los hay, me decían que no me preocupara tanto. Que, al ir de sanitario, pasaría la mili en el botiquín. Se equivocaban. El sanitario de la COE el único privilegio que tenía era que, además de ir equipado como todos los demás, cuando salíamos de maniobras, debía llevar encima, comer y dormir con él, el botiquín de campaña y, en los tiempos libres, dedicar ratos a curar a mis compañeros de las heridas de la batalla. Me especialicé en explotar ampollas de los pies, inmovilizar esguinces, entablillar fracturas y en atención psicológica de combate. Enseguida me gané mi nombre de guerra: el «aspirino».
Los doce meses de estancia en la COE fueron durísimos. Con un entrenamiento extremo. La primera semana tenía tantas agujetas que, para ir de paseo al pueblo con mi «dos caballos», me tenía que ayudar con las manos para poder meter las piernas en el coche.
Aprendimos a montar y desmontar todo tipo de armas con los ojos cerrados; a dormir en el campo, al aire libre, tirado en cualquier sitio, tanto si llovía como si hacía calor; todo tipo de técnicas de matar con y sin armas; saltábamos de camiones en marcha; manejábamos los explosivos como si fueran cigarrillos; lucha en la nieve; éramos el espectáculo principal en maniobras con fuego real; desfilábamos causando expectación con nuestros trajes de camuflaje y boina verde; en fin ¡toda una experiencia!
Cada mes dedicábamos a la preparación táctica, sobre un tema monográfico, entre 10 a 15 días que pasábamos fuera del acuartelamiento. Este entrenamiento era el más importante. Hicimos cursos de esquí, alpinismo, topografía, guerrilla urbana, supervivencia en monte y en nieve; tiro nocturno; las guerrillas contra el regimiento; emboscadas, etc.
El resto del tiempo lo dedicábamos, en el cuartel, a la preparación teórica y física: siempre a paso ligero; marchas larguísimas con mochila y armamento; defensa personal… Y otra importante tarea que nos asignaban alguna vez, durante las estancias que pasábamos acuartelados, era la captura de prisioneros. Salíamos ¡armados hasta los dientes! a la caza de todos los perros callejeros que se concentraban periódicamente alrededor del cuartel. Nosotros los capturábamos y el regimiento debía trasladarlos en camiones a algún sitio ¡nunca supimos dónde! Por si acaso, jamás comí salchichas ni ningún alimento que llevara carne picada, lo que por cierto era parte importante del menú que ofrecían en la cocina.
Y una curiosidad ¡No conseguí poner ninguna inyección! La única solicitud para este importante servicio me vino de un sargento, una de las noches de guerrilla. El suboficial estaba en tratamiento con antibióticos y me pidió que le pusiera una inyección. Yo me armé de valor y comencé a preparar ¡el arma fatal! No sé si me causaba más pánico poner la inyección o ver el culo del sargento. En un momento de lucidez, el sargento me preguntó que cuántas inyecciones había puesto. Yo le contesté que una, y sobre una patata. Entonces el pánico lo vi en los ojos del sargento. Se subió los pantalones y desapareció de mi vista, trasladándose en el todoterreno al pueblo más cercano. Debió correrse la voz ya que nunca más fui requerido para la función de practicante.
En el aspecto organizativo, la compañía de operaciones especiales número 52, comandada por un capitán, estaba formada por dos secciones bajo el mando de un teniente cada una. Una sección eran los veteranos y otra sección la formábamos los «bultos» que pasamos a ser veteranos a los seis meses. En la COE solo había dos reemplazos por año.
En el aspecto humano, en nuestra sección convivimos, durante los 12 meses de permanencia, personas de distintas partes de la geografía española, sobre todo catalanes, aragoneses, vascos… La camaradería se creó desde el principio, aunque nuestro teniente nos repitió a lo largo del año que no éramos compañeros sino «coincidentes» Esta camaradería nos ayudó a superar malos momentos y mejoró la eficiencia en nuestro trabajo. No sé si lo éramos realmente, pero nos sentíamos superiores y mejores que el resto de «pistolos» del cuartel.
Y por fin ¡la liberación! En julio de 1973 obtuve mi licencia como brillante graduado en lucha de guerrillas. La disciplina férrea y el duro entrenamiento sirvieron (o cuando menos a mí me ha servido) para valorar adecuadamente las acciones y comportamientos en la vida. Ya podía reincorporarme a mi vida profesional convertido en todo un hombre.