Teniente José Miguel García Rodríguez
Antiguo Sargento mecánico ajustador de armas de la COE 92
No quisiera iniciar este breve relato sin apercibir al lector del riesgo que la distancia temporal y la huella sentimental y emocional haya podido influir en el rigor de los acontecimientos. Es conocida la tendencia de los seres humanos a magnificar y ensalzar los aspectos positivos de nuestras vivencias más agradables, a la vez que minimizamos o tendemos a olvidar aquellos otros aspectos que nos son más ingratos o rechazables. Apelo, por tanto, al buen juicio de quien tenga la paciencia de leer este relato, a la vez que prevengo que cualquier parecido con los personajes y hechos descritos, no son producto de la fantasía ni son pura coincidencia.
Cuatro años y dos meses que cambiaron mi percepción de la vida militar
Corría el año 1981, por el mes de mayo cuando inicié mi andadura por la COE 92. Procedente del Regimiento de Artillería de Campaña Nº 21 decidí por curiosidad, o por la fama que le precedía, solicitar destino en esta unidad de la que debo reconocer, desconocía casi todo. Su funcionamiento, misiones, organigrama y hasta sus tácticas nada regulares y remotamente comparables con mi unidad de procedencia me eran ajenas.
Un regimiento de artillería de campaña, el 21, de la División Urgel Nº 4, donde desempeñaba funciones meramente técnicas para las que había sido formado en mi segundo y tercer años de academia. Formación muy completa, con sólidos conocimientos en tiro, mecánica, hidráulica, neumática, electricidad, etc. Y un destino donde mis funciones venían perfectamente definidas, basadas en normas y reglamentos. Todo muy normalizado, muy encorsetado. Una unidad enorme, con unos mil componentes y, por tanto, más “fría” en el sentido de las relaciones personales, pues podía darse el caso de desconocer el nombre y las idas y venidas de mis compañeros de otras baterías.
Destinado por BOD 102/1981 hice mi presentación en la COE 92 que estaba integrada en el Regimiento de Infantería Melilla Nº 52 en Torremolinos, Málaga. Cómo recuerdo mi llegada y primera sorpresa al coincidir con todo el personal en formación que volvía de la educación física. Todos en formación, con su capitán al frente. Cantando, sudorosos y con un derroche y vitalidad sorprendente. “Bien empezamos…”: me dije. Fui saludado muy brevemente. Al rato hice mi presentación al jefe de la unidad que, a su vez, me presentó a todos los componentes de la compañía, con una cordialidad y naturalidad que me sorprendió muy agradablemente. Aquello estaba muy lejos de la idiosincrasia de mi antiguo regimiento.
Aquel despliegue de actividad, de rapidez en las formaciones, de prontitud en el cumplimiento de las ordenes, de marcialidad en el saludo, de cuidado en el vestir…todo ello me ponía en guardia porque me hacía sentir un tanto ajeno. Una vez integrado en el funcionamiento de la unidad, me fueron asignadas tareas propias del mantenimiento y control del armamento, así como el control y peticiones de suministro de municiones y explosivos. Y, por analogía, algunas tareas de mantenimiento de la mecánica de embarcaciones y material de esquí. Todo era nuevo para mí, pero todo lo acepté de buen grado y por buena lógica, porque había mucha tarea a realizar y el plan general de instrucción era bastante absorbente con mis compañeros suboficiales.
He de resaltar de nuevo que me impresionó la marcialidad en el gesto del saludo por parte de tropas y mandos. La corrección en el vestir, la arrogancia por parte de los soldados en la ostentación de las prendas propias de nuestro uniforme, la característica boina verde y pañuelo del mismo color y machete al cinto y un uniforme mimetizado recio y algo diferente al actual. Todo ello, lógicamente, los distinguía mucho del resto de soldados del regimiento y ellos se sentían orgullosos de lucirlo. En aquellos tiempos la uniformidad del ejército regular era el característico M67 color verde oliva.
Mi primera salida mensual, mi primera vez en todo
Apenas transcurridos unos días de mi presentación comenzaron los preparativos de lo que sería mi primera salida mensual programada.
Todas eran de diez días, lo que en principio me pareció excesivo y un motivo de preocupación. No transcurrió mucho tiempo para darme cuenta de eran ejercicios convenientes e inherentes a las particularidades de la misión.
La zona, cercana a Alcalá la Real en la provincia de Jaén, agreste, muy montañosa se prestaba al tipo de ejercicios. En esta ocasión, marchas diurnas y nocturnas, algunas emboscadas, golpes de mano. Pero siempre, conocimiento del medio físico. Mucha topografía y aclimatación a las altas temperaturas.
Al ser mi primera salida, recuerdo con bastante nitidez que pretendiendo hacer alarde de integración participé de buen grado en marchas y ejercicios que, lógicamente, me pasaron factura. Nunca había dormido tan profundamente en un saco y con una funda de vivac.
Como anécdota, recuerdo que el capitán me encomendó que me adelantara unas horas con un vehículo para entrevistarme con el dueño del cortijo que utilizaríamos los diez días como campamento. Me dio un plano y me indicó la zona donde presumiblemente se encontraba la cortijada entre pronunciadas curvas de nivel y que sería nuestro campamento. Pero lo que para él supuso una leve indicación con la punta de un lápiz, rápida y certera, para mí, fue un auténtico ejercicio de comprensión pausada que, rápidamente, captó como cierta torpeza y que zanjó con un … “Visto, ¿no? Pues venga, búscate la vida…”.
No sabe el favor que me hizo porque, a partir de ahí, y de mi deseo de no fallar, comenzó mi escuela. Trazos cada vez más finos, caminos cada vez más estrechos, me llevaron, finalmente, a unas motas en una zona despejada, que producto de mi obstinación o de mi buena suerte me situó en el destino.
Quiero detenerme en esto, porque fue la primera vez en todo. Mi encuentro con el dueño del cortijo fue también un ejercicio de empatía con la población rural, como forma de integrarnos en el medio, buscando la colaboración de los habitantes de la zona. Encuentro que estuvo presidido de una gran cordialidad. Confieso que me agradó esta nueva tarea y fue exitosa. Tanto que en sucesivas incursiones repetí con mucho gusto esa misión de confraternización y la búsqueda de apoyo de los lugareños. Eso iba tejiendo una red de conocidos y adeptos, muy útil como “conocimiento y explotación del medio” Posteriormente, tuve conocimiento que todos estos datos quedaban meticulosamente registrados. Así que lo que, en principio, en el nuevo destino, barajé como un posible error, una metedura de pata, comenzó a interesarme y a hacer que me sintiera útil e integrado.
Mi primera fase de agua, mi bautismo de buceo
Pero si mi primera experiencia en la COE me resultó interesante, la segunda salida de veinte días de duración fue la que, por ser mi primera fase de agua, más me impactó y donde con verdadera avidez fue donde aprendí más cosas nuevas.
La unidad, naturalmente al completo de trasladó a la zona del Cabo de Gata concretamente al poblado de Las Negras, donde nos instalamos debidamente apoyados por nativos de la zona que nos facilitaron terreno y agua, elemento escaso por aquella aridez.
Cuando me veía inmerso en todo aquel despliegue de medios, con compresores, zodiac, trajes de neopreno, IBS, botellas y equipos de apnea, todo dispuesto en aquel paraje incomparablemente bello, con el mar azul al fondo, como invitándonos a sumergirnos en sus cálidas aguas, supe que estaba en mi medio y que tenía mucho que aprender. Y a ello me apliqué con el beneplácito y la ayuda de mis compañeros.
Empecé a participar activamente, como uno más, en las prácticas de snorkel y la apnea. De la colocación de los arquillos, los nudos bajo el agua, de los recorridos en superficie, con buenas y malas condiciones de mar. Nunca creí que sería posible un recorrido de más de dos horas. En aquellos años todavía estaba permitido el uso de tablillas de explosivos y supe los múltiples usos de un preservativo.
Me fui familiarizando con el medio acuático, pilotando las embarcaciones, a motor y a remo. Todo me resultaba fascinante. Finalmente, asistí a las clases teóricas en la prevención del uso de equipos autónomos, que entonces eran monobotellas y bibotellas de aluminio con un sus bitráqueas enormes. Hice mi bautismo de buceo, en medio de cierto temor, con el abandono de equipo y vaciado de gafas.
Todo me resultaba fascinante y cuando por fin hice mi primera inmersión, sobre una infinita pradera de posidonias, rodeado de un sinfín de peces de todo tipo, el silencio más absoluto, solo interrumpido por la ascensión de las burbujas de mi propia respiración y la de mi binomio, atento al lenguaje de signos y a tanta belleza, el tiempo me transcurrió rápidamente. Al volver a la zodiac ya tenía ganas de repetir.
La actividad física era incesante y muy exigente, pero era todo muy gratificante y el entorno y el constante contacto con la naturaleza obraban como el mejor estimulo. Aunque a veces, al llegar la noche y vencido por el cansancio volvíamos al agua, no faltaba la típica rajada en susurro.
Una pequeña COE, una gran familia
Las salidas al campo se sucedían, bien con motivo de ejercicios conjuntos con otras unidades, o con el empleo de la táctica de la guerra de guerrillas y las prácticas de topografía. Y eso propiciaba un conocimiento muy profundo del medio. Yo extraía valiosas lecciones, a la vez que iba ampliando mi percepción de la orografía. El plano 1/20.000 ya me era muy familiar. Y este conocimiento y comprensión ya me ha acompañado toda la vida: desde los inmensos y profundos bosques de Grazalema a las desérticas tierras del levante almeriense; desde la majestuosa serranía de Ronda a las infinitas dehesas de Extremadura; desde la escarpada costa del Cabo de Gata a las gélidas cumbres de Sierra Nevada y sus numerosos tresmiles. Todo me hizo comprender y apreciar lo variado y fascinante de mi hermosa tierra.
De aquellos ejercicios conjuntos en que participábamos con otras unidades obtuve interesantes enseñanzas de lo que significaba el uso de todo tipo de recursos en una guerra irregular tan en boga entonces. En uno de estos ejercicios desarrollados en el sur de Extremadura, con una gran unidad, la Brigada Paracaidista (BRIPAC), actué como infiltrado entre la población civil propiciando encuentros “casuales” con el “enemigo” en cafés, ventas, o cruces donde instalaban sus puntos de control de contraguerrilla, obteniendo valiosa información sobre repetidores, vías de suministros y puntos vitales que, posteriormente, sufrían golpes de mano y sabotajes.
Nada que ver con aquellos ejercicios de tiro rutinarios en Os de Balaguer, con mi antiguo regimiento, donde mi intervención era puramente técnica. Una recarga de nitrógeno en un recuperador o la recuperación de un proyectil en un disparo fallido de un obús. Siempre pegado al Land Rover de las herramientas.
Forzosamente aquella nueva vida me conquistó para siempre. Forjó mi carácter, cambiando mi percepción de la vida militar y el concepto de compañerismo, extendido incluso a la tropa con la que compartíamos austeridad, penalidades, éxitos y fracasos.
Porque la vida en una pequeña unidad como una COE, donde creo recordar, la componíamos no más de noventa personas entre mandos y tropa. Naturalmente esto propiciaba unas intensas relaciones humanas, donde se cultivaba la lealtad y el compañerismo, tanto hacia los superiores como a los subordinados.
Se podría definir como una gran familia y, por eso, se fomentaban las reuniones entre los mandos con sus familias. Cualquier pretexto valía para organizar una comida o una cena. Era una forma de equilibrar las prolongadas ausencias. A veces, era duro de sobrellevar. Lo cierto es que esta unión nunca más volví a experimentar en ninguno de mis destinos posteriores.
Mi primera fase de nieve, extenuante pero atractiva
Volviendo a las actividades a desarrollar por la unidad, recuerdo mi primera salida a la fase de vida y movimiento en montaña que, naturalmente, se desarrollaba en Sierra Nevada en Granada.
Veinte días intensísimos donde, de nuevo, debíamos desenvolvernos en un medio hostil. Para mí, fue una toma de contacto y una experiencia inolvidable. Quiero detenerme en la narración de esta actividad porque, al igual que el buceo, me cautivó. Era todo tan duro, tan exigente, tan extenuante; pero, a la vez, tan extrañamente atractivo que, a pesar de mis más que torpes inicios, decidí aprender la técnica del esquí alpino que practicaban los profesores de esquí que pululaban por la estación. Para ello, me inicié en los fundamentos y técnicas con un profesor conocido que me inició en los rudimentos y técnicas de los virajes en paralelo y los cambios de peso. Era un hombre dotado de una gran paciencia que consiguió contagiarme y que me sería muy útil, porque yo quería saber enseñar.
A la vista del casi milagro, me asignaban los soldados que más se resistían a aprender y que retrasaban a los grupos. Era satisfactorio para mí y para ellos ver como progresaban. Volvía a sentirme útil y, humildemente, creo poder decir que casi era uno más. Las marchas con pieles de foca con aquellos sancheskis tenían mérito. Los crampones se desajustaban constantemente de las correas y las raquetas eran un incordio, pero el premio merecía el esfuerzo. Contemplar desde las resplandecientes cumbres nevadas, el infinito y tenue azul del mar era un espectáculo que sobrecogía, que te hacía sentir como si estuvieras flotando en el paisaje tan chocante e increíble.
Aunque desenvolverse en la alta montaña, aprendí que tiene también su precio. La dureza del frío extremo cuando te atrapa la ventisca y la tormenta de nieve. El necesario autocontrol ante el rigor del clima, el frío paralizante, el temor y, a veces, el miedo ante momentáneas desorientaciones en la niebla, el dolor intenso en las manos como consecuencia de unos guantes mojados imprudentemente o el recurso del iglú del que guardo el recuerdo de un frío intenso o del miedo a que el respiradero quedara sellado de nieve. Y todo ello con un material más que modesto, pero que despertaba cierta admiración entre los profesionales del esquí al ver que le sacábamos su rendimiento. Así que cuando, esporádicamente, usábamos material más sofisticado, el resultado era espectacular.
Al recordar desde la perspectiva del tiempo todas las vicisitudes por las que hemos pasado, llego a una sola conclusión; con toda su dureza, con todos los momentos de debilidad humana, con el natural desasosiego familiar, qué afortunado fui, qué experiencias viví, qué forja de espíritu experimenté y qué huella imborrable me llevé.
Desde el punto de vista táctico y de instrucción del combatiente, algo que me pareció muy positivo era la gran cantidad de medios que se asignaban para la realización de los numerosos ejercicios con fuego real. El resultado era la gran destreza y soltura que mostraban los soldados, en el empleo de todo tipo de armas desde una granada de mano a un disparo con mortero o al uso de las ametralladoras y el lanzagranadas. Del combate en población con granadas y munición real, al pasillo de fogueo entre disparos de ametralladoras y cargas explosivas, hacían que el soldado estuviera habituado a las condiciones parecidas al combate.
La captación y la dura formación guerrillera
Me sorprendía ver que en nuestros frecuentes desplazamientos al campo de tiro de las Navetas en Ronda o al de Viator en Almería, la cantidad de munición, de granadas de todo tipo, como morteros, o lanzagranadas de que disponíamos. También la gran cantidad como diversidad de explosivos, tanto trilitas como exógeno plástico o explosivos suela, y detonadores de todo tipo. Nunca vi tal profusión de medios en ninguna otra unidad, aunque en el GOE II, donde estuve destinado después, se asemejaba.
No me gustaría terminar estas líneas sin hablar de lo que a mi juicio sea el elemento esencial de este tipo de unidades: el soldado. Procedente entonces del servicio militar obligatorio, estaba compuesto lógicamente de todas las capas sociales y territoriales y de todos los niveles culturales y educativos. Al hacer su ingreso en nuestra unidad de forma voluntaria, su captación se producía en los Centros de Instrucción de Reclutas (CIR) de la Región Militar, a donde periódicamente y a tal fin, se dirigían nuestros equipos de captación de los cuales tuve el honor de pertenecer en bastantes ocasiones y que me resultó enormemente enriquecedor.
Facilitado por los CIR los locales e instalaciones pertinentes, organizábamos las charlas o conferencias donde informábamos a los reclutas de todo lo concerniente al funcionamiento y condiciones en que desarrollarían el servicio militar en nuestra unidad, con material audiovisual y cuantas preguntas e inquietudes que mostraban los interesados. Y les ensenábamos las actividades a desarrollar con toda la crudeza y realismo. Para que no se llevaran a engaño. Al término de la exposición, aparecían los primeros interesados entre la indecisión y el temor, pero con mucho interés. A los primeramente seleccionados, los sometíamos a unas pruebas físicas medianamente exigentes. Posteriormente, los que superaban las pruebas eran entrevistados personalmente para detectar posibles elementos que presentaran algún tipo de personalidad conflictiva o que encubrían algún tipo de adicción. Estas conversaciones eran un auténtico caudal de conocimiento el que nos proporcionaban. Con unas directrices predeterminadas, teníamos que actuar como aprendices de psicólogos. Finalmente, los seleccionados eran trasladados a nuestra unidad donde iniciaban su periodo básico de instrucción y donde pasaban un filtro final para rechazar a los que se mostraban como poco aptos o menos dispuestos al esfuerzo o sin espíritu de sacrificio.
Superada esta primera fase, se iniciaba el periodo específico para la formación del guerrillero. Un periodo mucho más exigente, donde la instrucción de combate, las marchas, el conocimiento del armamento y el tiro, la pista americana, la simulación del combate en condiciones extremas como agua, barro, cruce de alambradas y de ríos los iba preparando para lo que sería la meta suprema para conseguir ser nombrados guerrillero e imponerles la prenda tan deseada: la boina verde. Después de varios días y noches extenuantes y en un acto de cierta solemnidad, al final, se les entregaba su anhelada boina verde que recibían con gran jubilo.
La gran preparación que recibían, la diferente uniformidad, su bien ganada boina, obviamente, les hacía sentirse muy superiores a sus compañeros del regimiento, que los miraban con respeto y reconocimiento y que ellos gustaban lucir. Y esa era su recompensa. No había ninguna recompensa económica ni de otro privilegio, salvo estar eximidos de guardias y servicios. Pero no solo era justo sino indispensable, pues estaban plenamente dedicados a su intenso entrenamiento y salidas. Personalmente, yo también los miraba con admiración y un gran respeto por su completa dedicación y sacrificio sin obtener nada más que dar rienda suelta a su afán de aventura y sin temor a equivocarme, su amor a la milicia. Decididamente, aquellos jóvenes eran otra cosa. Rudos, sacrificados, muy motivados y dotados de una vitalidad sorprendente. Nunca más encontré soldados así en otros destinos.
Pero los tiempos cambian y el ejército evolucionaba en su despliegue y su organigrama y la aparición del Plan Norte del Ejército de Tierra, inevitablemente supuso la disolución directa de Capitanías y Divisiones y la desaparición de estas pequeñas unidades que fueron disueltas y agrupadas en GOE. Esto, al principio, fue desolador pero aceptado como inevitable y, más tarde, visto como lógico y conveniente. Algunos, más nostálgicos de las OE, nos integramos y procuramos transmitir el espíritu de aquellas originarias compañías que tanto nos aportaron y de la que tanto aprendimos.
El capitán San Román, los tenientes Espiñeira y Cayuela, el brigada Caro y los sargentos Ríos, Pineda, Romero, Moreno y Portillo fueron, para mí, unos magníficos instructores en aquella autentica escuela de vida.