Se van los Guerrilleros, se van, se van…

Miguel Ángel Porras López

Antiguo guerrillero de la COE 61 de Burgos

Se van los guerrilleros, se van, se van, se van, se van… ¡Cuántas veces, a lo largo de todo un año, habremos llegado a cantar esa canción! ¿Te acuerdas, Pedro? La cantábamos arrebujados en nuestros chaquetones paraca dentro de las cajas de los Avias que nos llevaban al campo de tiro todos los lunes para tratar de mitigar el frío helador de la castellana tierra de Burgos.

La cantábamos, Pedro, en nuestros ratos de ocio, cuando con un hambre atroz asaltábamos la cantina por las tardes y, desplazando cariñosamente a los pistolos, nos adueñábamos de unas cuantas mesas y compartíamos bocatas de cualquier cosa, esos sí, con guindillas navarras que rebosaban por los extensos límites de la barra de pan que nos zampábamos y nos regábamos con un sobrio calimocho mitad vino, mitad coca- cola, vamos, el cubata de los pobres. Y cuando los efectos del elixir comenzaban a hacerse notar, el más animado del grupo se lanzaba, y el resto le seguía, a entonar el repertorio de canciones, más o menos guerrilleras, que bien pronto habíamos aprendido de nuestros veteranos. Entre todas ellas, ¿te acuerdas, Pedro?, no podía faltar el “Se van los guerrilleros…”.

La cantábamos en las interminables y agotadoras marchas por la sierra de Cameros o por el Pirineo vasco durante la operación Alazán.

La cantábamos reunidos al amor de la lumbre en los fríos anocheceres de la sierra mientras esperábamos a que llegara la hora del rancho. La cantábamos durante los arrestos mientras barríamos y fregábamos la compañía.

Esa canción nos generaba una catarsis anímica increíble: nos trasladaba mentalmente al ansiado día en que llegaría nuestra licencia. Para todos nosotros, el servicio militar había supuesto una interrupción en nuestra vida. La mayoría habíamos ido a regañadientes y todos deseábamos que aquello acabara cuanto antes y esa canción, cantada desde el principio de nuestra estancia en la COE, nos recordaba que un día, cada vez más próximo, nos devolvería a nuestra anterior vida, aunque no volveríamos a ser los mismos.

Ese año, Pedro, nos había cambiado a todos. Éramos los mismos, pero en nuestro interior habíamos cambiado. Habíamos perdido un año de nuestra vida, ¿verdad, Pedro?, pero habíamos ganado mucho más. Habíamos ganado en fortaleza física y mental; habíamos ganado en capacidad de sacrificio; habíamos ganado en experiencia para afrontar las dificultades que, en otras circunstancias, nos hubieran hecho pensar que eran insalvables; habíamos ganado en conocimientos técnicos y tácticos; pero, sobre todo, habíamos aprendido a conocernos a nosotros mismos y habíamos ganado el honor de portar la boina verde, esa que, casi cuarenta años después de licenciarte, Pedro, llevabas en el salpicadero de tu coche, totalmente decolorada por el sol y algo raída, y que paseabas por todos los rincones de tu Ejulve querido y que quisiste enseñármela, henchido de orgullo y con un brillo luminoso en los ojos que, algún ser maligno diría, era la resultado de unas osadas lágrimas producidas por la añoranza de los recuerdos que se te agolpaban en el alma.

Y seguimos cantando, día a día, mes a mes, ¿verdad, Pedro?, hasta que llegó el ansiado día; ese en el que se cumplía la parte más emotiva de la canción: “… se van a casa donde les esperan su madre, su novia y una borrachera…”. Sí, tu madre te esperaba, te esperaba tu novia, la que después fue tu mujer y compañera por más de cuarenta años y, permíteme la broma, tiene que haber sido una auténtica guerrillera para haberte aguantado tantos años. Y, por último, una borrachera. Sí, una borrachera de emociones que solo pueden haber sentido los que después de un año en una compañía de operaciones especiales se licenciaban. Emociones encontradas: inmensa alegría por volver a casa, pero con la desazón que sentías en el corazón al saber que se cerraba un capítulo de tu vida que jamás volvería; te ibas en cuerpo, ¿verdad, Pedro?, pero un pedazo de tu alma quedaba en el cuartel.

Casi cuarenta años tardaste en volver a recuperar ese pedazo de tu alma al cuartel y, según me contaron, lo encontraste. Se te vio gozoso; te calaste la boina y volviste a desfilar junto a otros guerrilleros de todas las épocas. Volviste a pisar aquel patio de armas que tantas veces maldijimos cuando, llevados hasta la extenuación, teníamos que pasar el caimán guerrillero una y otra vez o en las interminables horas de orden cerrado o de fatigosas tablas de combate con el tercien guerrillero o el enemigo a la derecha, enemigo a la espalda. Te acercaste a la pista americana, esa que solo la pasamos una vez en toda la mili porque los mandos decían que era demasiado cómoda y fácil para nosotros. Visitaste la compañía pasando por todos y cada uno de los rincones de la que fue nuestra casa y en la que juramos, eso sí con los dedos cruzados, que no regresaríamos. Volviste a salir por el cuerpo de guardia y clavaste tu mirada hacia el lejano horizonte de aquella inmensa llanura y evocaste el sinfín de recorridos topográficos que realizamos o las agotadoras carreras matutinas con sus travesías por el Arlanzón. Raro era el día en que tornábamos secos. En fin, se te vio reverdecer tu alma guerrillera.

Y como guerrillero curtido en mil batallas afrontaste el que fue tu último golpe de mano. Fue una lucha en la que solo podía haber un vencedor.

Lejos de amilanarte, afrontaste la lucha mirando a la enfermedad de frente, como solo lo hacen los valientes, los que no quieren la muerte, pero no la temen ni la rehúyen. Fueron meses muy duros. Había que luchar y tú lo hiciste sin permitirte ni un momento de tregua. Lo hiciste con la arrogancia de un guerrillero boina verde que, en su pequeñez, se sabe poderoso y capaz de cualquier hazaña. No te vi desfallecer ni una sola vez. Tenías la esperanza de poder vencer al mal, pero también tenías la serenidad de saber que, si no lo vencías, tú ya habías cumplido con creces tú destino, ¿verdad, Pedro? Destino que se vio culminado con el nacimiento de tu biznieta. ¡Qué inmensa alegría sentiste cuando la pudiste arrullar en tus brazos!

Por último, ¡qué gran lección de vida me dejaste, cuando el día anterior a tu fallecimiento, me llamaste para despedirte! Sabías que la batalla estaba perdida, pero tuviste la serenidad y la fortaleza de irte despidiendo de tus seres queridos. ¡Con qué aplomo te despediste! Yo no supe qué decirte en aquel momento. La verdad, Pedro, no he sabido qué decir hasta hoy en que he hecho de tripas corazón y, por fin, me he visto con ánimos para darte las gracias por haber compartido conmigo un trozo del camino que nos ha tocado vivir. Ha sido todo un honor.

Ahora, yo sigo cantando con voz quebrada el “se van los guerrilleros, se van, se van…”. Sí, nos vamos yendo. Antes que tú, ya se fueron José, el furri; nuestro veterano Tapia, “Tapita” para nosotros; el brigada Mata y el sargento Cianuri y, es posible, que alguno más de los que no hemos tenido posibilidad de contactar. Sí, nos vamos yendo al nuevo punto de reunión. Todos acabaremos reunidos en la cota marcada y a la hora prevista. Ninguno llegará tarde, pero no te quepa duda, Pedro, de que habremos dejado huella y la huella de guerrilleros como tú serán las más profunda.

Se van los guerrilleros, se van, se van… Miguel Ángel Porras López. Binomio de Pedro Villar Azuaga desde 1980 hasta la eternidad.

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