José María Tomé, general de brigada (retirado)
Antiguo teniente de la COE 51
Siguiendo con el aspecto militar de algunas de mis narraciones, a las que como ya he indicado me tengo que referir de cuando en cuando, habida cuenta de mi larga permanencia en las Fuerzas Armadas, y ¡a mucha honra!, incluyo otro «sucedido real como la vida misma» que tuve ocasión de vivir y comprobar por mí mismo. La verdad es que el relato tal como se desarrolló puede resultar algo vulgar u ordinario. No obstante, trataré de «suavizarlo» a condición de que no pierda la gracia y espontaneidad del hecho en sí, naturalmente si es que lo considera como hecho gracioso la persona lectora.
Resultó que la COE 51, de guarnición en Zaragoza y de la que formé parte, estaba a punto de marcharse de permiso navideño la totalidad de sus efectivos, cuando de improviso, un día antes de Nochebuena, la autorización para que cada cual se marchara a su casa a reunirse con familiares, amigos, etc., quedó tajantemente cancelada. En su lugar llegó la orden expresa de intensificar la instrucción de combate, practicar específicamente la lucha en poblaciones y el tiro de precisión. Paralelamente, tuvimos que equiparnos con el material de guerra individual y colectivo de la cabeza a los pies y vimos cómo se ponían a nuestra disposición una serie de vehículos de combate y transporte para hacer un hipotético traslado inmediato a una ciudad de la Meseta, donde al parecer era más que probable que se alterara el orden público de una manera desmesurada, hasta el extremo de que nuestra unidad se pudiera ver en la necesidad de tener que reforzar y apoyar a la fuerzas específicas de seguridad.
Había por entonces en las afueras de la capital aragonesa una serie de locales, vamos a considerar «de lenocinio o de vida alegre», muy frecuentados, sobre todo, por camioneros en sus períodos de altos y de descansos en sus largos recorridos laborables “con el camión a cuestas”, por decir algo. Naturalmente, también era frecuentado por otro tipo de personas y entre ellas probablemente por más de uno, por no decir de muchos de los componentes de la unidad protagonista de esta narración en sus ratos de ocio. La zona, o posiblemente el local principal de aquel específico lugar, se llamaba por entonces El Madrazo; al decir «por entonces» me refiero a los primeros años de la década de los setenta.
Volviendo al caso de la unidad en cuestión, hay que comentar que la misma en sus desplazamientos por el campo de maniobras y por los terrenos de instrucción lo hacía sistemáticamente a paso ligero, con el fin de endurecer físicamente a sus componentes y obtener de todo el conjunto, mandos y tropa, una mayor resistencia física y moral. A la vez y para olvidar el esfuerzo de endurecimiento, la unidad siempre interpretaba canciones de todo tipo, algunas de ellas con un saborcillo más que picante y alusivo a particulares situaciones por las que pasaban los componentes de la misma. Tales fueron los versos entonados con motivo de la cancelación de su permiso navideño marchando a paso ligero, con el principal fin de descargar su «cabreo» y su frustración manifiesta:
«Como estamos sin permiso nos iremos al carajo
a cantarles villancicos
a las p … del Madrazo.»
¡Sin más comentarios!
Claro que no queda ahí la cosa, pues como quiera que alguno de los mandos de aquella unidad era bastante religioso y, a la vez, un tanto «morigerado» en su conducta, en sus expresiones y hasta en sus cánticos y teniendo conocimiento de la existencia cerca del acuartelamiento de la misma, en el conocido barrio zaragozano del Cascajo, de un hospital que fue antituberculoso primero y, según creo, residencia de la tercera edad después, los componentes de la unidad cuando encabezaba el paso ligero el susodicho mando al frente de la misma cambiaban la cancioncilla antes expuesta por la que sigue a continuación, evidentemente bastante más discreta y mucho menos «comprometida» que la anterior:
«Como estamos sin permiso nos iremos al Cascajo
a cantarles villancicos
a los abuelicos majos.»
Sustancial diferencia con el estribillo anterior; ¿a que sí?
La verdad es que como bien dice el refrán «no hay dos sin tres», de ahí que al evocar los sucesos anteriores viene a mi memoria otro acontecimiento que viví «intensamente» y que pese a los años transcurridos sigue archivado en mi magín. Teniendo que terminar con cierta urgencia un informe que me había sido encomendado, decidí trasladarme a la oficina de la compañía a media tarde, fuera de las horas de trabajo para terminarlo y para poder entregarlo al día siguiente de acuerdo con las instrucciones que había recibido. Al llegar a las inmediaciones del acuartelamiento donde se encontraba la unidad a la que entonces pertenecía y su correspondiente oficina, observé con extrañeza que dos componentes de la misma, a quienes había privado salir de paseo aquella tarde por haber realizado una fechoría juvenil, eso sí de poca monta, cruzaban los límites del cuartel y bajaban «desahogadamente» camino de Zaragoza.
En un momento determinado me reconocieron y al ver que yo me había detenido esperando «darme de bruces con ellos», se dirigieron rápidamente hacia uno de los viejos, pero no por ello menos robustos árboles que flanqueaban la alameda de acceso al cuartel. En un principio creí que trataban de ocultarse juntos tras el tronco del más robusto álamo que allí había, pero cuál no sería mi sorpresa cuando observé que ambos se colocaban delante del mismo y procedían a hacer «aguas menores». Yo seguí impertérrito esperando a que terminaran con su «necesidad fisiológica sobrevenida» y para, a continuación, «interrogarles debidamente» o, mejor dicho, pedirles las correspondientes explicaciones por el hecho de haberse «saltado a la torera» la sanción que se les había impuesto.
Pasaba el rato y ellos continuaban «orinando a destajo», aunque calculo que no precisamente «a placer» en aquella particular circunstancia, confiando que yo, cansado de esperar, pasara de largo y siguiera mi camino hacia la oficina. Pero para su desgracia, yo seguía «a pie firme» esperando la terminación de su más que largo y presunto «apuro fisiológico». Viendo que tenían la batalla perdida decidieron terminar su «simulacro» y, una vez rehechos del «largo proceso urinario», siguieron su camino con aire de «no haber pasado nada», pero llenos de resignación al ver que me interponía en su ruta.
Una vez preguntados por el motivo de la transgresión de su sanción el más decidido me dijo con voz firme, aunque no exenta de cierto titubeo:
– Me han llamado de casa diciendo que mi madre se encuentra muy enferma y por la urgencia de la situación he tomado la iniciativa de bajar a su casa a visitarla sin pedir permiso a nadie.
A lo que yo le respondí con voz tajante:
– Pero, qué me dices de tu madre si te conozco perfectamente, sé de tu situación familiar concreta e incluso en tu ficha de alistamiento figura que eres huérfano de padre y madre …
Derrotado el muchacho, completamente desarmado y rendido definitivamente, dio media vuelta y se encaminó resignado y cabizbajo de nuevo hacia su unidad. Pero no termina aquí el incidente, pues al dirigirme al segundo por la «razón de peso» que le había llevado a quebrantar el arresto que debía estar cumpliendo, me contestó sin vacilar:
– ¡Es que yo por la solidaridad y el compañerismo que nos inculcan en esta unidad me he prestado a acompañarle en su desgracia!
La picaresca española no tiene fin ni límites.