Coronel Lorenzo Fernández Navarro de los Paños y Álvarez de Miranda
Antiguo Teniente de las COE 91 y 81 y Comandante jefe del GOE VI
Llegué destinado a finales de octubre de 1976 procedente de la COE 91 (Granada) donde había estado agregado por disolución de mi anterior unidad: la Agrupación de Tropas Nómadas del Sahara, a donde había ido voluntario con la esperanza de impedir la anexión a Marruecos de aquella provincia española que era el Sahara. Intención malograda al haberse abandonado el territorio.
El caso es que, en poco tiempo, había pasado por tres escenarios muy distintos: el Sahara Español y sus infinitas planicies; las montañosas provincias de Granada, Málaga y Almería y los bosques de la Galicia profunda.
Puedo decir, sin lugar a duda, que el terreno más difícil para orientarse y moverse era el de Galicia. En el Sahara se podía “navegar” en el sentido de la facilidad para cambiar el rumbo, siempre y cuando fueras motorizado y con abundante provisión de agua y gasolina, dadas las enormes distancias. En las provincias de Andalucía Oriental, la movida orografía permitía la identificación de los puntos y el seguimiento de los itinerarios, siempre que dominaras la interpretación del plano. Por el contrario, Galicia era un laberinto verde. Me estoy refiriendo naturalmente a la Galicia profunda.
La ausencia de elevaciones características (excepto en las zonas montañosas, que también las hay) los densos espacios arbolados, la multitud de pequeñas corrientes de agua, ríos y regatos, que sin llegar a ser obstáculos insalvables dificultan los desplazamientos. Las grandes zonas cubiertas de tojo y silva y la multitud de aldeas o pequeños núcleos de población muy dispersa, hacía que el desplazamiento de un punto a otro para llegar a un objetivo -especialmente de noche- presentara una gran dificultad. La ausencia de elevaciones y el terreno cubierto de vegetación, impedía identificar puntos que sirvieran de referencia. La multitud de riachuelos y regatos, a los que ya se ha hecho referencia, obligaba a llevar siempre las botas -y con ellas los pies- permanentemente empapadas. A ello contribuían los prados, cuyo cruce tenía un efecto similar al haber vadeado un curso de agua.
El gran número y dispersión de las aldeas, imponía a su vez una densa red de caminos y sendas o corredoiras. Todos los núcleos de población resultaban iguales al acceder por cualquiera de los caminos que los cruzaban. Y, por supuesto, en 1977 en casi ninguno de estos pequeños núcleos había un rótulo indicando el nombre de la población. Sin contar con el hecho de que muchos nombres se repetían sistemáticamente y que los términos administrativos de lugares, parroquias y concellos no correspondían, la mayor parte de las veces, con las denominaciones que figuraban en los planos.
Todas las pequeñas iglesias y los cementerios de las dispersas poblaciones resultaban iguales se entrase por el camino que se entrase. Y, solamente, tras haberlos recorrido muchas veces se llegaba a identificarlos evitando confusiones. Lo espeso de la vegetación impedía no solamente la observación, y con ello la orientación, sino también el modificar una dirección siguiendo la indicación de la brújula que prácticamente dejaba de ser un instrumento útil.
Gran parte de las sendas y corredoiras, por su estrechez, no permitían el paso de un Land Rover al haber sido conformadas, a través de los siglos, por el paso de las carretas de bueyes o carros del país. Eran por ello incompatibles con la “batalla” de los modernos todoterreno. No era infrecuente que el Land Rover, siguiendo un itinerario, quedara bloqueado en un profundo “trincherón” sin posibilidad de seguir adelante al permanecer sus costados aprisionados entre ambas paredes. Era preciso entonces salir del vehículo por la parte trasera ante la imposibilidad de abrir las puertas y tener que retroceder varios cientos de metros marcha atrás para salir de aquella trampa. Por el contrario, estos lugares, muy habituales, una vez realizado el reconocimiento del terreno eran el lugar ideal para tener los vehículos ocultos a la observación desde los helicópteros en los ejercicios de guerrillas. Ello se debía a que la profunda y estrecha trinchera estaba cubierta durante muchas centenas de metros por una espesa masa de árboles, generalmente robles (carballos) pero también castaños y otras especies frondosas que, enlazaban su denso follaje sobre la corredoira, formando un túnel natural.
Otra diferencia peculiar entre la COE 91 de Granada y la 81 de Orense era que, en la primera, al hacer un reconocimiento del terreno para buscar dónde instalar el vivac en las salidas al campo, resultaba esencial que hubiera una fuente cerca. En Galicia, ese problema no existía debido a la infinidad de fuentes o lugares donde manaba agua limpia y cristalina. Por ello, la cantimplora no era un elemento esencial en el equipo del guerrillero.
En muchas aldeas -y reitero que estoy hablando de 1977 y de la Galicia profunda- no había luz eléctrica. Un recuerdo imborrable es el de atravesar por la noche esas aldeas en la más absoluta oscuridad. El camino que las cruzaba, en muchos lugares y por la morfología del terreno, estaba formado por un denso barrizal. Este se había originado por la mezcla del agua de lluvia y manantiales cercanos, con los orines -y las deyecciones- de las vacas que transitaban por él. Los paisanos disponían de una hilera de grandes piedras, planas en su parte superior, ubicadas a un lado de la calle a modo de acera discontinua, lo que les permitía transitar de piedra en piedra mientras conducían a las vacas por el centro de la calle convertida en un auténtico cauce, donde los animales iban metiendo las pezuñas en el barro. Lo que de alguna forma servía para “batir” el légamo.
Al atravesar estas aldeas de noche, como era imposible hacerlo de piedra en piedra sin encender una linterna, no había más remedio que seguir el camino de las vacas, hundiéndose los pies en el cieno hasta superar este la caña de las botas. Con lo cual ese légamo se infiltraba hasta empapar los calcetines. A partir de ese momento, y ya durante toda la marcha, en los pies sentías un escurridizo puré, no precisamente de guisantes, que llenaba el interior de las botas.
Al llegar amaneciendo al vivac para descansar en la tienda aneto de las fatigas de toda una noche guerrillera, el sueño y el cansancio podía más que la necesidad de higiene. Te entregabas al descanso sin más prevención que dejar las botas en el ábside de la tienda donde el “perfume embriagador” no era capaz de impedir el merecido y necesario descanso.
Cosa parecida pasaba con las inmensas bostas que, cual campo de minas biológico, sembraban los prados y que, aunque su costra les daba el aspecto de estar ya secas, resultaba una vana apariencia pues, si las pisabas, te engullía la bota entera.
Antes se ha hablado de los “tojos” (el toxo gallego) que era un elemento consustancial de Galicia, indispensable en las aldeas. Con él se hacía la cama a las vacas en la “corte”, tal como se hace en Castilla con la paja en cuadras y establos. El tojo pisado por los animales, y mezclado con el detritus de bostas y orines, conforma un magnífico estiércol con el que se abonaban los campos. El calor que producía su fermentación, junto al calor de las vacas en la cuadra situada en la parte baja de la vivienda, era lo que proporcionaba calor natural a los dormitorios, situados en el primer piso justo encima del establo.
El tojo es una planta perene, variedad de la aliaga o aulaga, pero de mucho mayor tamaño pues puede alcanzar una altura superior a los dos metros. Ocupaba grandes extensiones de terreno y sus ramas enmarañadas pobladas de puntas espinosas hacían muy difícil y penoso cruzar un “tojal” o internarse en él.
Cuando, como era frecuente, el tojo estaba mezclado con “silva” (zarza) constituía un obstáculo impenetrable donde el tojo proporcionaba la masa cubridora y la zarza, con sus largas guías a modo de tentáculos, le daba la consistencia que hacía imposible atravesar el enmarañado obstáculo. Ello solo era posible si se abría previamente una trocha, mediante un lento y agotador desbrozado. Actualmente, esta labor la realizan las “desbrozadoras” mediante un juego de cadenas que rotan a gran velocidad acopladas a un tractor.
Los reconocimientos de las zonas donde tendrían lugar las guerrillas los hacíamos en zapatillas de deporte particulares (no militares). Luego, cambiando el calzado, se dejaban a propósito huellas de las botas militares en el barro fresco de los caminos que lindaban con lo más espeso de los tojales. Cuando las unidades que hacían la contraguerrilla reconocían el terreno buscando rastro de guerrilleros, al encontrar las huellas de botas (y alguna vez una boina verde “perdida” como señuelo) desembarcaban de los vehículos. Tras desplegar, iniciaban inútiles batidas que, durante horas, agotaban a los pistolos al avanzar cuesta arriba y abrirse paso, a duras penas, por un obstáculo del que salían con la ropa hecha girones y con piernas y muslos llenos de pinchos. A final, desistían en la búsqueda, presas del agotamiento y la desmoralización, tras varias horas de peinar el terreno infructuosamente.
En las zonas donde el tojo era muy viejo, y por ello alcanzaba gran altura, era posible adentrarse en el tojal reptando desde un lindero en su interior, donde los viejos troncos, por falta de luz, carecían ya de ramas y en consecuencia de espinas. Si se limpiaba alrededor de los troncos, era posible instalar un vivac en donde las tiendas aneto eran ilocalizables desde los helicópteros. Y a salvo, también, de la búsqueda en el interior del tojal por unos soldados que habían conocido ya, en carne propia, la dificultad de rastrear en estos obstáculos vegetales -auténticas alambradas de la naturaleza- y la frustración de no encontrar guerrilleros. Además, cuando era posible, se establecían estos refugios naturales lo más cerca posible de líneas de tendido eléctrico, a sabiendas del temor que la proximidad de estas líneas infundían a los pilotos, lo que les obligaba a volar a una altura que era incompatible con el poder localizar elementos enmascarados.
Resulta imposible reseñar en detalle todas las peculiaridades de un terreno que es extraordinariamente propicio para la guerrilla. Este hecho cierto se acredita a lo largo de la historia. Así, cuando tuvo lugar la invasión napoleónica, fue Galicia de donde primero fueron expulsados los franceses, pues apenas la ocuparon unos meses y tras abandonarla ya no regresaron. También fue en Galicia donde más tiempo duró el “maquis” o bandolerismo comunista pues hasta 1965, con la muerte de José Castro Veiga “piloto”, no fue posible acabar con ello. Estas partidas de bandoleros no podían recibir el nombre de guerrilleros, porque no defendían el territorio ante una invasión extranjera como queda sobradamente documentado en el libro “El Maquis en España” del coronel de la Guardia Civil Aguado Sánchez. Libro de lectura obligada para cualquier guerrillero.
Cuando los frecuentes temporales de lluvia y frío azotaban Galicia, hasta las alimañas buscaban refugio pues la vida en el campo era extraordinariamente difícil. Debido a esta climatología, la vida en un vivac era excepcionalmente dura. Podías pasarte los diez días de la salida al campo empapado. Por la noche, te quitabas la ropa mojada para dormir con el chándal seco en el interior de la tienda aneto metido dentro del saco donde también introducías la ropa y los calcetines. A la mañana siguiente, la ropa estaba mojada; pero, por lo menos, no estaba fría.
El ponerse al amanecer sobre el cuerpo desnudo, una ropa interior empapada y fría, requería una auténtica voluntad guerrillera. Por ello, a veces la compañía se alojaba en edificios abandonados, como era el caso de la “fase de nieve” donde se vivaqueaba en el viejo y ruinoso antiguo cuartel de la Cruz Roja en Pobla de Trives pues las baqueteadas tiendas aneto no estaban en las mejores condiciones. Huelga decir que, aunque se llevara una “muda” estanqueizada en la mochila, a partir del segundo o tercer día estaba toda empapada con la que debías aguantar los otros siete días.
A mí me llamaba poderosamente la atención, que en esas duras condiciones de vida nadie se pusiera malo (la COE no disponía de médico, ni se le agregaba el del regimiento en las salidas al campo). Por el contrario, las afecciones gripales solían sobrevenir al volver al acuartelamiento. Yo que nunca estuve malo, lo achacaba a que, en aquellas condiciones de vida, los virus no sobrevivían o no tenían el cuerpo para contagios. Por el contrario, cuando regresábamos a Orense las miasmas que los guerrilleros respiraban en los confortables y cálidos ambientes de cines, bares y discotecas hacían estragos. Esto, naturalmente, es una teoría personal y empírica que puede no ser compartida por los galenos.
Ya se ha dicho que estamos hablando de 1977 y de la Galicia profunda donde no debía haber habido muchos cambios desde el tiempo de los romanos. Así lo atestiguaban los carros del país que aún podían verse o la pervivencia del mismo arado romano. Recuerdo que yo había leído en el Quijote la referencia al sonido de una carreta “que alejaba a las fieras, lobos y osos” y pude tener esa experiencia en la COE 81.
Nos acercábamos toda la compañía andando por una estrecha carretera hacia Pobla de Trives, cuando comencé a escuchar un extraño y desagradable sonido. Pregunté: “¿Mi capitán, ¿qué es ese sonido?”. Me respondió: “Un carro del país”. Y, efectivamente, al cabo de un rato alcanzamos a un carro de bueyes, el llamado también carro celta. Todo de madera, incluido las ruedas y el eje. Extraordinariamente robusto que, pese a la desesperante lentitud de su avance, permitía transportar grandes pesos y que, durante siglos, había servido para el transporte por las corredoiras. Los soportes inferiores de la plataforma descansaban directamente sobre el grueso eje de madera y el frotamiento de ambas piezas era lo que producía ese típico “quejido” que podía escucharse a tanta distancia. Esta fricción mantenía las piezas absolutamente pulimentadas y entonces comprendí cabalmente aquello de “los ejes de mi carreta… si a mí me gusta que suenen, por que los voy a engrasar”. Desconozco cada cuántos kilómetros era preciso el cambio del sebo en estos vehículos para disminuir un sonido que, si puede que resultara una agradable compañía para el carretero, era muy desagradable para quien no estaba acostumbrado a él.
Y hechas estas consideraciones antropológicas, debemos tener en cuenta que, en aquellos años en la ciudad de Orense, capital de la provincia, solo había tres puentes sobre el Miño. El romano, el del ferrocarril y el “puente nuevo” que cruzaba el río a poca distancia, aguas abajo del puente del ferrocarril desde donde solíamos hacer rápel. No dejaba de resultar sorprendente que los romanos hubieran sido capaces de realizar esa asombrosa obra de ingeniería, puesto que el río, a su paso por la ciudad, tenía notable anchura.
Orense era una entrañable y acogedora capital de provincia donde también parecía haberse detenido el tiempo. Como no es posible entrar en una prolija descripción que ponga en evidencia este ambiente provinciano, avalando lo afirmado sobre la “Galicia profunda” -para muestra bien vale un botón- decir que los autobuses urbanos eran vehículos vetustos, viejos modelos de Pegaso. Recuerdo el impacto que me produjo ver el anuncio de un comercio local que se publicitaba con grandes letras en el costado de los vehículos donde podía leerse: MODA ÍNTIMA y, a continuación, entre paréntesis BRAGAS.
Que en 1977 hubiera que explicar a la población, que en un comercio de lencería lo que se vendía eran bragas, me llamaba poderosamente la atención. Y me sugería el contraste entre el delicioso eufemismo de “moda íntima” y la prosaica aclaración que interpretaba el contraste entre el refinado mundo urbano y la ruda franqueza de la sociedad rural. También me preguntaba si no hubiera sido más apropiado difuminar el rudo contraste utilizando el diminutivo braguitas, sin duda la palabra más erótica de la lengua castellana o español.
Igual sorpresa que estos autobuses urbanos, me produjo ver en las aldeas los “autobuses mixtos” en los que se había dividido el habitáculo en dos partes mediante una chapa metálica. De esta forma se independizaba la parte delantera con asientos, donde viajaban las personas, de la trasera donde iba el ganado. Una rampa abatible permitía subir al vehículo a los animales que sus propietarios llevaban a las ferias de ganado. Obviamente, en la parte trasera no viajaba ninguna azafata provista de bolsas para que el ganado (generalmente bovino y porcino y también en menor medida ovino) pudiera proveer de ellas a alguno de los animales, en el caso de que tuviera algún apretón o sufriera una indisposición al circular por las tortuosas carreteras. Como tampoco subí nunca en tales transportes, desconozco si el panel que dividía ambos compartimentos estaba sellado con silicona haciéndolo estanco e impidiendo el paso de los efluvios de la parte trasera al habitáculo de los pasajeros. Pero sí he visto lo que había en el suelo de la parte trasera al desembarcar el ganado por lo que supongo que el “ambiente” no debería ser muy distinto en ambos compartimentos.
En aquellos años, Orense, situado en el fondo del valle del Miño, estaba rodeado de frondosos bosques, especialmente de robles y castaños. Cuando llegaba el “magosto” se veían por las laderas el humo producido por el asado de las castañas. Dieciocho años después, estando ya destinado al mando del GOE VI, puede comprobar que el vandalismo incendiario repetido año tras año, había dejado irreconocibles esas laderas antaño cubiertas de vegetación. Igual ha sucedido en otras muchas zonas de la provincia. Consignar también el clima extremo de Orense, al igual que sucede en Lugo y en toda la Galicia interior. Si en la Galicia periférica es el mar el que regula la temperatura, en el interior lo hacían los densos bosques, hoy muy mermados por los incendios y las talas.
Orense es extraordinariamente frío en invierno y caluroso en verano. Recuerdo la carrera diaria a primera hora de la mañana en nuestro acuartelamiento de El Cumial que se encontraba a ocho kilómetros de la ciudad. Volvíamos todos escarchados, los que tenían barbas y bigotes con los pelos cubiertos de escarcha y todos, con las cejas, gorros y bufandas cubiertos por el hielo de la transpiración congelada. Si al salir a correr era muy conveniente abrigarse con tales prendas nariz y boca, pronto se hacía imprescindible quitárselas pues el vaho congelado dificultaba la respiración.
Decir, finalmente, que mi paso sucesivo por las COE 91 y 81 fue una magnífica escuela tanto humana como guerrillera. De esa escuela fueron mis maestros -en todo el noble significado de la palabra- mis queridos y admirados capitanes: Máximo Fernández Usero en la COE 91 de Granada (que llegó al generalato) y Pablo Perera Casado en la COE 81 de Orense.
La experiencia acumulada en esas dos escuelas guerrilleras se plasmó más tarde en el mando del GOE VI La Victoria, desde 1990 a 1996 cuyos logros están acreditados en su historial.