Miguel Ángel Porras López
Antiguo guerrillero COE 61 (5º/79)
Hacía casi un mes que el golpe de estado del teniente coronel Antonio Tejero había fracasado, cuando el domingo 22 de marzo de 1981 se reunía, con carácter de urgencia, el presidente del gobierno don Leopoldo Calvo-Sotelo con seis de sus ministros a raíz de la escalada terrorista de ETA que había venido sucediendo desde 1978. En 1980 había alcanzado máximos históricos y los inicios de 1981 auguraban que ETA podía batir de nuevo su macabro récord. Al día siguiente, los medios informativos se hicieron eco de las cinco medidas que el Gobierno había adoptado. La primera de esas medidas fue que las Fuerzas Armadas colaborarían, durante el tiempo que el Gobierno estimase oportuno, con los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado en la intensificación de la vigilancia de los límites marítimos y frontera internacional de las zonas más afectadas por el terrorismo.
Ese mismo lunes, en nuestra compañía se respiraba un ambiente extraño de cierto nerviosismo. Es de suponer que los mandos ya intuyeran que los primeros en ser movilizados seríamos nosotros, pero esto no había transcendido a la tropa que, ignorantes de las noticias, no alcanzábamos a ser conscientes de la consecuencias de las decisiones tomadas por el Gobierno. El hecho es que, aquel mismo lunes, a los veteranos nos llevaron al campo de maniobras que teníamos detrás mismo de la base militar a hacer prácticas de tiro con lanzagranadas de fusil y se seleccionaron a los que habían realizado los mejores tiros de cada pelotón como los tiradores de lanzagranadas. Mientras tanto, los nuevos comenzaron a reponer las cintas de la MG y ha preparar todo tipo de material necesario como si se tratara de unas nuevas maniobras.
El siguiente día, martes 24, ya vimos que no se trataría de algo normal. Llegaron varios camiones Pegaso y se fue al polvorín de Ibeas de Juarros de donde se trajo un gran número de cajas de munición, de granadas de mano y de fusil y explosivos en gran cantidad. Eso era algo que nunca antes habíamos visto. El día transcurría con la faena de ir preparando todo el material necesario para la compañía, desde la cocina de campaña hasta las tiendas párquer que se usaban como comedores cuando el tiempo atmosférico nos era desfavorable. Por la tarde aparecieron alrededor de una veintena de Land Rover que aparcaron, junto con los camiones, delante mismo de la compañía. El miércoles, después del desayuno, empezamos a montar MG en cada uno de los Land Rover, subimos las mochilas Altus con nuestras pertenencias en alguno de los camiones que nos acompañarían y una vez preparados iniciamos la marcha. Íbamos en el Land Rover sin ningún tipo de protección, por lo que el aire helado de la meseta castellana nos laceraba la cara. En la medida que podíamos, nos arrebujábamos en el chaquetón paraca tratando de ofrecer a los gélidos vientos la menor parte posible descubierta de nuestro rostro.
En estas condiciones comenzamos a ascender la cordillera cantábrica. De pronto, al alcanzar el puerto, un bofetón de aire cálido nos golpeó el rostro. Súbitamente la temperatura templada del Cantábrico nos abrazó y comenzó a desentumecernos. Descendimos hasta llegar a la autopista Bilbao-San Sebastián y una vez llegado a las proximidades de Irún (frontera con Francia) nos dirigimos al fuerte Nuestra Señora de Guadalupe, donde montamos nuestro primer campamento. Las vistas desde ese punto eran espectaculares. Hacia el norte se podía ver el majestuoso mar Cantábrico; al este, la desembocadura del Bidasoa con la isla de los Faisanes; y hacia el sur, Irún.
Montamos el campamento y se organizaron los servicios para el día siguiente. Estos servicios, se distribuían de la siguiente manera: una de las tres secciones se unía, con sus mandos, a una dotación de la Guardia Civil y realizaba diferentes controles en distintos puntos de la geografía del Valle del Baztán. Otra de las secciones se dedicaba a realizar rastreos por el monte en busca de zulos, vigilancia de movimientos sospechosos en caseríos, controles en vados del río Bidasoa y, sobre todo, mucho movimiento en montaña para que se nos viera.
La última sección era la que se quedaba al cuidado y vigilancia del campamento; uno de los pelotones se encargaba de la vigilancia perimetral; otro, se dedicaba a la ayuda a la cocina y el tercer pelotón estaba para cualquier menester que surgiera. Todos estos cometidos iban rotando, de manera que cada día era diferente a los dos días anteriores.
Al cabo de unos 10 o 12 días, se levantaba el campamento y se montaba en otro lugar diferente para evitar que se pudiera organizar, mínimamente con garantías de éxito, ningún tipo de atentado por parte de la banda terrorista.
Las incomodidades y penurias que sufrimos fueron muchas; tuvimos días de frío, lluvia, granizadas, calor, viento. Dormimos siempre en el duro suelo de la tienda de campaña. En los 45 días en los que estuvimos en el monte, solo pudimos ducharnos una vez y con agua caliente en el cuartel América de San Sebastián donde se nos llevó para acondicionarnos (creo que de ahí viene el dicho de que al guerrillero ni se le ve ni se le oye; solo se le huele). El resto de los días nuestro aseo consistía en el lavado polaco: culo, pies y sobacos.
A lo largo de estos días sucedieron algunos hechos dignos de recordar y que, a continuación, paso a relatar.
Visita del ministro y rescate en el Cantábrico
A los diez días de estar en Fuenterrabía, nos visitó el ministro de defensa Sr. Oliart, que vino acompañado de un numerosísimo séquito de personalidades, tanto militares como políticas. Lo anecdótico de la visita fue que al sobrevolar el helicóptero que trasladaba al ministro por encima de nuestro campamento, la fuerza de las aspas de la nave hizo volar numerosas tiendas de campaña, arrancando las piquetas que las sujetaba. La mayoría de las tiendas de campaña quedaron afectadas y tuvimos que esmerarnos para que en un tiempo récord nuestro campamento estuviera en perfecto estado de revista.
Ese mismo día, se nos informó que en la costa, un recolector de percebes había sufrido un accidente y había quedado aislado en unas rocas mientras la marea estaba comenzando a subir, lo que entrañaba un peligro inminente para su vida. Se nos ofreció un helicóptero de la Guardia Civil y un pelotón, al mando del teniente Miguel Ortega, fue al rescate. Cuando se llegó al lugar del accidente, el sargento Donoso saltó a la roca, con tan mala suerte, que sufrió un torcedura de tobillo, por lo que estuvo de baja algunas semanas; aun así, junto a otros miembros del pelotón, consiguieron izar al herido y transportarlo a un hospital.
Cerco a pistoleros
En una día en el que mi pelotón está de reconocimiento de los montes, cuando ya nos disponíamos a regresar al campamento, oímos los sonidos que nos parecieron de disparos. Al mando del pelotón estaba el sargento Larrañaga. Nos ordenó seguirle y, a medida que nos íbamos acercando al lugar de donde procedían los sonidos, se iba confirmando que eran sonidos de disparos. Cuando ya estuvimos lo suficientemente cerca, nos mandó desplegarnos en una formación de medialuna y, arrastrándonos nos fuimos aproximando hasta que logramos ver a dos individuos que con sendas pistolas estaban haciendo puntería a con unas latas.
A la señal del sargento, cargamos los cetmes apuntándoles a la vez que el sargento, con una voz enérgica, les ordenó tirar las armas, avisándoles de que estaban rodeados. Los individuos hicieron lo ordenado y fue entonces cuando el sargento se aproximó, pistola en mano, habló con ellos, les enseñaron la documentación y regresó junto a nosotros. A continuación, nos informó de que se trataban de dos policías nacionales que estaban haciendo prácticas de tiro. Esta acontecimiento nos sirvió para percatarnos de que en una situación en la que, en vez de ser unos policías, hubiera sido un comando terrorista habríamos estado a la altura. A pesar de haber sido una situación muy tensa, habíamos pasado con muy buena nota el trance.
Pasillo de la muerte
En otra ocasión, a mi pelotón le tocó un servicio por la noche con la Guardia Civil. Se nos llevó a realizar una emboscada a un camino de los que podría ser transitado por un comando etarra con el fin de atravesar la frontera francesa. A nosotros se nos ordenó que nos apostáramos en la cuneta del camino en la parte de la montaña cuya pendiente iba hacia abajo, de manera que nuestros cetmes apuntaban hacia el centro de camino; al otro lado del camino, la montaña presentaba una escarpada pared difícil de escalar. Nos colocaron separados, unos de otros, un par de metros. Al principio y final del despliegue, se hallaban sendas pareja de guardias civiles que darían el alto a quien transitara por el camino, tanto en una dirección como en la opuesta.
Se nos ordenó que, en el caso de que alguien no atendiera al alto de la Guardia Civil y se internará en la zona del pasillo que habíamos formado, hiciéramos uso de nuestras armas para evitar que lograra huir. Así que, una vez organizada la emboscada, nos dispusimos a pasar la noche lo más cómodos que se podía en esa situación. Pasaron algunas horas sin más novedad que el sonido del viento moviendo las copas de los árboles, cuando en medio del rutinario silencio nocturno comenzamos a oír como un guerrillero, que se encontraba a unos 8 o 10 metros de mí, comenzó a gritar: “¡Alto! ¿Quién va? ¡Alto o disparo!” y, al momento, se oyó el sonido del cerrojo y el de un disparo. Al instante, el ruido de 25 o 30 cerrojos sonó estruendosamente. Los nervios se tensaron y el letargo en el que nos encontramos dejó paso a un estado de alerte tratando de ver si se producía algún movimiento en la zona del camino que teníamos encomendada vigilar. Con el cetme cargado, el dedo en el gatillo y apuntando hacia el camino, los segundo se hicieron eternos. Por detrás de nosotros, se deslizaban, agazapados, los sargentos y el teniente tratando de averiguar qué estaba pasando y, a la vez, tratando de tranquilizarnos. Las voces de los mandos se entremezclaban, la confusión parecía que iba incrementándose; pero, aun así, nos mantuvimos prestos en nuestros puestos.
Poco a poco, los sargentos que iban y venían por detrás de nosotros nos fueron tranquilizando. Al cabo de unos cuantos minutos, se nos ordenó salir al camino y formar. Allí pudimos saber qué había pasado: uno de nuestros nuevos, que se había medio traspuesto en su posición, sintió, repentinamente, ruido detrás suyo. Quedó sobresaltado y, sospechando que se trataba de un ataque de alguien por la espalda, dio el alto gritando. Al no cesar el ruido, y creyendo que quien hacía el ruido se acercaba a él, cargó y disparó. Todos intuimos que lo que le había sobresaltado no era más que alguna de las numerosas vacas o caballos de los que pastaban en los prados de las montañas en plena libertad. Gracias a este incidente, pudimos regresar al campamento a descansar mucho antes de lo que se tenía previsto. Evidentemente, nuestro nuevo pasó a engrosar la nutrida lista de arrestados de la compañía.
Rescate en la montaña
Estando mi sección de servicio, la noche del Domingo de Ramos se acercaron al campamento un par de jóvenes, aparentemente excursionista, que informaron al capitán que una compañera suya, también excursionista, se había despeñado en un cortado que había cerca de su campamento. Le solicitaron ayuda para localizarla, atenderla y trasladarla lo antes posible a un hospital. Inmediatamente, el capitán nos formó y nos dio las órdenes pertinentes, alertándonos de que no nos fiáramos en absoluto, ya que podría tratarse de una encerrona. Con esta advertencia, con el cetme preparado para cualquier sorpresa y con nuestro médico a la cabeza, nos dispusimos a seguir a los jóvenes que nos guiaban por una senda pedregosa que, junto con la oscuridad que reinaba, nos hacía perder con frecuencia el equilibrio.
Tras una buena caminata llegamos al lugar donde, efectivamente, se encontraba una muchacha de unos 20 años que yacía en el suelo quejándose con tremendos alaridos de dolor. Nuestro doctor, con unas tijeras, cortó la pernera del pantalón, dejando la pierna al aire y, al instante, pudimos observar cómo el hueso quebrado de la tibia asomaba rasgando la carne. El doc inyectó en la barriga un fuerte calmante que hizo efecto muy rápido, pues los chillidos de dolor de la chica fueron poco a poco menguando. Entablilló la pierna lo mejor que se pudo, mientras que nosotros nos organizábamos para que unos llevaran la camilla de mano que habíamos traído con nosotros y otros nos distribuimos las mochilas de combate y los cetmes de los porteadores para hacerles más cómodos el viaje de descenso, que visto lo penoso que había resultado la subida nos pareció que no iba a ser fácil. Efectivamente, la bajada resultó complicada dado la estrechez del camino y la poca estabilidad que ofrecía el suelo que pisábamos. Los resbalones, caídas, torceduras de tobillos fueron constantes; a pesar de ello, logramos transportar a la herida hasta el lugar donde esperaba el Land Rover que la llevó al hospital. Al final, pudimos regresar al campamento con la satisfacción de haber podido ayudar a una ciudadana que muy probablemente nos recordará con aprecio durante toda su vida.
Muchas historias más sucedieron en esos 45 días, pero lo dejo aquí y si se me ofrece, en otra ocasión seguiré contando mis recuerdos, que son los de mis compañeros y ahora también vuestros.