José María Julián Gutiérrez Ferrero
Antiguo cabo de la COE 102
Soy zamorano de nacimiento y hasta la médula. Cumplí el servicio militar obligatorio en la COE 102 de Tenerife. Se me ha ofrecido la oportunidad de escribir unas líneas sobre mis vivencias en esa COE. Han pasado más de 37 años de aquel Servicio a la Patria que empezó en enero de 1986. En aquel entonces contaba con poco más de 22 años. Tengo que decir que, por aquella época, no me hacía ninguna ilusión ir a la “mili”. Solicité dos prórrogas y si hubiese podido, habría solicitado más. En el primer sorteo me tocó León. En el segundo, quedé exento de cupo: pero, al haber pedido prorroga, me sortearon de nuevo al año siguiente, correspondiéndome como destino Tenerife.
A esos 22 años yo era un muchacho bastante inmaduro convencido de que la mili era una pérdida de tiempo y poco podría aprender de esa experiencia. La verdad es que estaba muy equivocado. Ahora, no es que presuma, pero llevo con mucho orgullo mi paso por la COE 102.
Conocí, aprendí, maduré más de lo que hubiese imaginado, salí de mi ciudad y mi provincia, me relacioné con otros muchachos de todas partes de España y de toda condición, tuve vivencias y aventuras impagables. Finalmente, me licencié al año siguiente con el grado de cabo, buceador de apoyo del Ejército y con el sentimiento del deber cumplido.
Ciertamente no fue un camino de rosas. Hubo momentos duros, posiblemente más para unos que para otros. El entrenamiento físico e intelectual era constante. Poco a poco fuimos adquiriendo endurecimiento y destreza, conocimientos teóricos en materias imprescindibles para la realización de las misiones propias del Cuerpo: armamentos varios, defensa personal, topografía, comunicaciones y lenguaje en clave. Aprendimos a trabajar en patrullas y en binomios, a confiar en el compañero y a ser fiable.
En ocasiones el esfuerzo era extenuante. Cuando creías que habías llegado al límite de tus fuerzas, comprobabas que aún podías más, y bastante más… “Antes morir que perder la vida”.
Una de las cosas que más me impresionó de mi periodo en el cuartel de La Mina, fue la tarde noche en la que llegamos mi reemplazo y yo allí. Todo cambió en cuestión de segundos. Fuimos sacados del camión que nos transportaba desde el CIR nº 15. Todo eran voces y carreras. Allí no se podía ir andando a ningún sitio. Siempre había que ir corriendo. Para poder entrar en cualquier dependencia había que pedir permiso en un tono de voz que ahora se consideraría contaminación acústica. Creo que se nos oía perfectamente en La Laguna, incluso en Los Rodeos.
Sin duda, nuestras voces provocaban la sempiterna nube que siempre estaba sobre el cuartel ocultando el sol y regando los eucaliptos. Seguramente fue allí donde les cogí manía a esos árboles. La gente suele pensar que Tenerife es una isla bendecida por un clima muy benigno, yo al menos eso pensaba. En La Mina solía hacer bastante fresco incluso para uno de Zamora. Estaba absolutamente prohibido ir con manga larga, siempre remangados casi hasta el hombro; pero, como era imposible estar parado, al final no se sentía ningún frío.
De repente, nos embargó un sentimiento de inferioridad. Todos los soldados veteranos, suboficiales y oficiales llevaban sobre la cabeza una impresionante boina verde. Nosotros en cambio, llevábamos nuestra gorra de reclutas a los que cariñosamente llamábamos pistolillos.
La primera fase de nuestro entrenamiento para poder ganar el derecho a llevar la boina verde fue la “Fase de Endurecimiento” en un paraje absolutamente hostil, en las laderas del Teide (Arenas Negras). Allí aprendimos a defendernos con el fusil máuser FR-8 y su bayoneta, defensa personal y lucha cuerpo a cuerpo. Dimos barrigazos, reptamos, corrimos, pasamos calor y sed. La arena, el sudor, el polvo y el sol abrasador nos templaron como al hierro en una fragua.
Pero aún quedaban muchas fases de adiestramiento antes de pasar la gran prueba, la prueba de la boina. Había que poner los cuerpos y las mentes a punto. La mayor parte de nosotros no teníamos un entrenamiento físico suficiente, aunque sí buena madera y mucho orgullo personal. No nos habían llevado a la COE a la fuerza, así es que, a lo hecho, pecho. Era duro, pero se podía hacer, otros lo habían logrado antes. Teníamos que adquirir también conocimientos teóricos para hacer recorridos topográficos, saber interpretar un plano, sus curvas de nivel, coordenadas y orientación de día y de noche, transmisiones, etcétera.
Fue precisamente durante una de estas clases de teóricas, una mañana húmeda y gris, cuando de forma inesperada fuimos cogidos prisioneros, encerrados durante horas, amordazados y sometidos a interrogatorios. Nuestra disciplina era férrea. Nos mantuvimos firmes, resistimos y escapamos. Toda la noche estuvimos sorteando los obstáculos que encontramos a cada paso, superando todas las pruebas. Finalmente, y tras atravesar el fuego enemigo, llegamos victoriosos y agotados al cuartel donde fuimos recibidos por nuestros mandos y veteranos que nos agasajaron con una fiesta inolvidable y nos hicieron entrega de nuestra querida boina verde.
Después de aquello, seguimos con el entrenamiento diario, aún quedaba mucha mili. Yo conseguí hacer el curso de buceo en el acuartelamiento Sangenis, Regimiento de Pontoneros y Especialidades de Ingenieros nº 12 de Monzalbarba en Zaragoza y en el pantano del Grado en Huesca. Fue una experiencia inolvidable. Posteriormente me nombraron cabo furriel de la compañía. Me ocupé lo mejor que pude de la intendencia. Me convertí en el culpable de colocar las guardias y servicios. Eso me granjeó alguna que otra enemistad, pero iba en el sueldo. De cabo furriel ya cobraba algo más de 900 pesetas, todo un capital.
Seguramente una de las fases que más me marcó fue la última, la de la supervivencia. En esa fase nos enseñaron a eso, a sobrevivir con lo que teníamos a mano: plantas, agua y poco más. Durante diez días comimos muy poco, ese era uno de los objetivos perseguidos en ese entrenamiento: asumir que somos capaces de sobrevivir sin apenas alimento durante largo tiempo. Aprendimos a conservar lo poco que teníamos y a valorar lo que antes, en muchos casos, habíamos despreciado. De esta fase recuerdo un par de anécdotas graciosas.
Un día, el teniente se presentó con unas sardinas frescas. Nos enseñó a limpiarlas, extraerles las vísceras con el objetivo de ahumarlas y conservarlas. Viendo aquellos pescaditos a mí se me estaba haciendo la boca agua. Recordaba a mi madre en la cocina de casa, limpiándolas para empanarlas y freírlas. Muchas veces nos daba a mis hermanos y a mí algún lomo limpio y crudo que estaba de rechupete. Lo que hice fue poner cara de asco y el teniente picó. Al ver mi cara me dijo: “Ferrero, coge un lomo de sardina crudo y cómetelo”. ¡Qué esfuerzo tuve que hacer para no pegar un salto de alegría! Fingí tragar saliva y enfrentarme al reto con valor. Me comí el lomillo de sardina y me supo a gloria.
Otro día, nos trajeron unas gallinas. Había que aprender a matarlas, desplumarlas, sacarles las vísceras y posteriormente ahumarlas en un horno cheroqui para conservar la carne. Todo esto también se lo había visto hacer a mi madre en muchas ocasiones, aunque nunca mató a una gallina arrancándole la cabeza de un mordisco en el cuello. Otra vez mi cara de asco tuvo efecto. “Ferrero, te presentas voluntario para matar a la gallina”. “A sus órdenes, mi teniente”.
La cosa fue sencilla: coger a la gallina bajo el brazo, pelarle un poco el cuello, cogerle la cabeza y mordisco que te crio. Desangrar el cuerpo, escaldarla en agua caliente y desplumarla. Luego abrirla en canal y ¡oh maravilla! las vísceras, que era lo único que podíamos llevarnos, estaban repletas de óvulos maduros. Estaba llena de huevos. Aquella noche después de varios días casi sin comer, cenamos en la patrulla huevos cocidos con menudillos y asadura de gallina acompañados de ortigas cocidas, una cena nutritiva e inolvidable. Fue una fase muy instructiva para mí y creo que para todos.
En serio, haciendo balance de aquel año puedo decir que gané mucho. Gané conocimientos varios y también autoconocimiento. Maduré un poco más, aún me faltaba mucho; pero eso, lo quieras o no, te lo va dando la vida. Gané amigos, buenos amigos. No fue para nada una pérdida de tiempo.