Mis primeras Guerrillas

Coronel Eugenio Castilla Barea

Antiguo Teniente de la COE 82

 

Una presentación en la COE 82 poco habitual

El caos es la esencia de la guerra y cuanto antes la aprendamos, mejor. La buena noticia es que no hay que ir a la guerra para aprenderlo; la mala es que no tiene remedio, solo adaptarse y bailar con él.

Allá por febrero del 93, estando destinado en el Regimiento de la Reina, en Cerro Muriano, por fin vi publicado mi ansiado destino a una unidad de OE; de hecho, una de las últimas tres compañías independientes en un panorama ya fuertemente dominado por los GOE.

Como sabéis había todo un mes para incorporarse desde la Península a Canarias, pero a la semana de salir en el BOD, me llama el teniente jefe accidental de la COE, Agustín González, y me dice algo así como: “Eugenio, las cosas se han complicado por aquí. Nuestro capitán acaba de cesar en el mando y mi sección sale en dos días hacia Fuerteventura, de guerrillas con el Tercer Tercio. Yo no puedo ir, así que había pensado que te pillaras un avión directamente a Fuerteventura, asumas el mando de la sección, realizas las guerrillas y después ya te vienes a Las Palmas y efectúas las presentaciones de rigor.”

Afortunadamente mi vida casi cabía en un petate y una maleta y, en cuatro días, estaba aterrizando en Fuerteventura.  Allí iba en busca de mis primeras guerrillas como teniente de la COE. Vale que llevaba el sable y el portatrajes con el uniforme de gala, pero también mi mochila Altus y todo el equipo antirreglamentario que pude comprar por aquí y por allá.

En llegadas me esperaba un cabo 1º del tercio. Se quedó mirando el sable y me preguntó dos veces si realmente venia de maniobras.

Llegado al acuartelamiento, y ya de uniforme, me tropecé con uno de aquellas figuras entrañables, presas del infortunio, pero que la Legión siempre cuidó hasta el final. Era un antiguo cabo 1º ya retirado y que desvariaba. Vestía vaqueros y camisola sarga y estaba barriendo. Yo cruzaba el patio camino del despacho del teniente coronel de la bandera y nada más verme aquel hombre se cagó en mi PM, tal cual. El legionario que me acompañaba me dijo: “No le haga caso, mi teniente. Es fulano, que tiene un mal día”.

Ya en el despacho del jefe de la bandera, la cosa fue regular. El teniente coronel me dijo que llegaba tres días tarde y notó a la primera que yo no dominaba el tema en absoluto. Me dio un par de cornadas limpias y me dijo que quería a la guerrilla en acción continua.

Yo no había visto nunca un jefe legionario, pero aquel imponía. Mi sexto sentido me decía que lo mejor era salir lo antes posible de aquel despacho. Ya cuando me iba se fija en el parche de mi brazo, todavía el del Regimiento La Reina, y me pregunta por él. Le dije que era mi coartada por si me pillaba la contra.

De allí fui a la Plana Mayor de Mando (PLMM), donde me recibió un capitán, que era el coordinador del bando rojo, la guerrilla formada por dos secciones, una del tercio y otra de la COE 82. Con él sí que me confesé y le conté lo en pelotas que andaba. 

El capitán me dijo que mi gente ya estaría escondida por ahí y que habría un contacto radio entre la sección de la COE y la dirección del ejercicio cada noche. Seguidamente me hizo un resumen muy bueno del ejercicio. Me dio mapa, orden de operaciones y me deseó suerte.

Salí de allí bastante agobiado y en el patio de armas un boina verde con galones de cabo que viene hacia mí: “A la orden de usted, mi teniente. Se presenta el cabo Armengau. Soy su radio”.

No os podéis imaginar el alivio que sentí. Era el primer guerrillero que veía en mi vida, tras el curso de OE. Me dijo que esa tarde el sargento Guillén y los dos cabos 1º jefes de patrulla se verían conmigo en el acuartelamiento y que después nos insertaríamos en la zona de acción. Bueno, al menos podría conocer a mis subordinados directos antes del combate, todo un detalle.

Al rato, en la cantina, pego la hebra con un sargento legionario de Guinea; creo que se llamaba Verlupe. Al cabo de unas cuantas cervezas, me pregunta si tengo un buen escondite diurno, que la contra va a buscarme a muerte. Le cuento mi historia y me dice que es mi día de suerte, que tiene un” bujio” para mí y mi radio. Me sonó a trampa. No me fiaba. Me lo anotó y me explicó algo sobre un espíritu legionario que hablaba de la amistad entre cada dos hombres. Bajo la invocación de aquel espíritu, le creí.

Añadió que nadie en la compañía en cuya zona de acción se localizaba el zulo, sabía de su existencia. Que el bujio era perfecto y muy antiguo, mimetizado por el paso del tiempo.

Nos montó en su coche y nos llevó a una ladera pedregosa, que descendía suavemente hacia una vaguada, igual de seca y pelada. Desde el camino me indicó cuáles eran las piedras, de las miles que había, que tapaban el agujero. Me dijo que retirara las piedras, que cortara una ulaga grande de las muchas que tapizaban la ladera, la atase una cuerda en la base y que, tras meternos en el bujio, encastrase la ulaga en el agujero y la asegurase para que el viento no se la llevara. Bueno, ya tenía un refugio diurno.

Conociendo a mis jefes de pelotón

Volvimos, casi de noche, al cuartel y el sargento y los dos cabos 1º se me presentan. Del sargento Guillén, 2º jefe de la sección, no recuerdo bien si mandaba una patrulla o estaba en labores logísticas y de apoyo. Los dos cabos 1º mandaban sus pelotones, pero allí me enteré de que tendría también agregado un pelotón de legionarios con su jefe.  Por alguna razón aquel hombre no estaba allí… Ya nos conoceríamos por radio.

Los cabos 1º eran Alonso y Morchón. Me expusieron su concepto de aquellas guerrillas. Era muy simple: “Mi teniente, la isla está dividida en dos zonas: una para nuestra sección y la otra donde opera la sección de guerrilleros del tercio. Nuestra zona a su vez se organiza en tres partes, una para cada pelotón. En cada zona hay unos diez objetivos y tenemos planeado un menú; es decir, qué día atacamos cada objetivo. Eso puede cambiar en función de las observaciones. La idea es atacar los objetivos peor defendidos pero tocarlos, más o menos, todos”.

Alguien añadió: “Y ya sabe, solo nos movemos y damos los palos de noche y nos escondemos durante el día. Ya tenemos los refugios listos y la comida y el agua enterradas por ahí. Usted no se preocupe de nada, le daremos novedades al anochecer de lo que vamos a atacar y antes del amanecer, de cómo ha ido la cosa”.

– “Pues resulta que sí me preocupo -le respondí- porque mando todo este belén. A ver, ¿dónde están los refugios? ¿Cómo son? ¿Os dispersáis por binomios durante el día?” Los cabos 1º se miraron nerviosos y noté algo raro. Hubo un silencio incómodo y alguien me dijo: “Bueno, mi teniente, tenemos un poco de todo, varias opciones”.

– ¿Qué opciones son esas?

– Bueno, ya sabe….

– No, no sé si no me dais más pistas…

– Bueno, mi teniente, tenemos casas de apoyo de la OCA (organización clandestina de apoyo). Hemos mirado también un par de barrancos con zarzales…

– ¿Pero bueno, no os han contado eso de “Never in a house”?

En fin, yo venía de un curso en el que, preservando siempre el irrepetible espíritu guerrillero de nuestras COE, estaba ya orientado a las nuevas teorías de OE. Ya sabéis, acciones directas con equipos operativos ad-hoc para la misión, todo bien ensayado, inteligencia completa sobre los objetivos, estudiadas inserciones y extracciones y prácticamente nada de improvisación.

Les dije que, si éramos capaces de identificar un puesto de mando de compañía o el de la bandera, reuniría a toda la sección e intentaríamos dar un golpe de mano en fuerza, complejo, asegurando su destrucción completa. Me vine arriba y les dije que la orden era localizarlo, en no más de cuatro días, para disponer de los otros cuatro para agruparnos, planear, observar y atacar.

Me sentía frustrado. Por un lado, desaprobaba el hecho de que claramente quisieran meterse en una casa habitada y salirse del terreno de juego, fuera del alcance de la contra; pero, por otro, no veía capacidad real de cambiar nada a esas alturas, a punto de empezar las guerrillas. 

Desde la perspectiva de las guerrillas, tampoco veía que materializáramos aquello de dispersarse para vivir y reunirse para combatir. Yo quería poder operar con la sección; es decir, el equipo operativo, reunido, pero estaba a ciegas y, desde luego, tampoco quería que nos pillara la Legión.

 ¡Suéltenos la cadena, mi teniente!

Se generalizó una discusión profesional. Yo decía que, si el objetivo era un depósito de municiones, por ejemplo, eso no era una tienda parque en lo alto de una loma rodeada por 12 tíos y que una acción directa no era un guerrillero reptando con una caja de pan galleta, a modo de carga explosiva.

Se nos echaba el tiempo encima y llegado un punto, uno de los cabos 1º me dice: “Mi teniente, usted ‘suéltenos la cadena’. Nosotros somos sus perros de guerra. Déjenos hacer”.

Frase mágica y frase talismán en mi vida militar desde aquel entonces y que he utilizado en múltiples contextos: “Suéltenos la cadena”. Traducido al lenguaje propio de la táctica, lo que me estaban pidiendo sonaba a “Mission Comand”, iniciativa, creatividad, libertad de acción, libertad de maniobra… Sin duda, buenas recetas todas para manejarnos en ese caos del que hablaba al principio.

El sargento Guillén, los miraba con esa media sonrisa tan suya, entre divertido y preocupado, posiblemente pensando: “¡Qué piratas¡ y qué moto le están vendiendo al teniente”. Creo que la frase la dijo el cabo 1º Alonso, “El Ruso”, un tipo alto y fuerte que llevaba siempre al cinto un machete de selva de cinco dedos de ancho, que le llegaba hasta la rodilla. A los pocos años, murió en acto de servicio ya destinado en el GOE de Alicante. Me acuerdo de él muchas veces. ¡Siempre presente!

Total, que sí, que ahí me desarmaron. Básicamente haríamos las cosas como ellos querían, aunque no del todo…

Con la “cadena suelta”, entramos en zona. Los jefes de patrulla se reunieron con su gente en lugares inconfesables y yo me voy con el cabo Armengau en busca de nuestro bujio prestado.

Levantamos las piedras del agujero y bajo nuestros pies había un zulo rectangular, de 1,80 por 1 m de ancho y donde nos podíamos poner de rodillas, pero agachando mucho la cabeza, con un techo de vigas de madera. Colarse por el agujero era complicadete y allí había que estar tumbados los dos en paralelo, con el techo a unos tres palmos de nuestras narices.  El sitio era muy incomodo para dos personas, comida, agua, PRC 77 y todo el equipo de combate.

Allí estaríamos básicamente por espacio de doce horas seguidas, los ocho o diez días que duraban aquellas guerrillas, compartiendo una lata donde orinábamos los dos. El cabo, catalán él, hablaba poco.

Al anochecer levantábamos la ulaga, salíamos de nuestra guarida, e intentábamos establecer enlace radio en una cota cercana. Las dos o tres primeras noches las pasamos dando tumbos por la isla, intentando contactar con alguna de las patrullas y sumarnos a sus acciones, pero por mil incidencias nunca pudimos reagruparnos. Para mí que la cadena estaba rota.

Por otra parte, el director del ejercicio me decía por radio que la COE estaba poco activa, que había que dar más juego, especialmente cuando capturaron completa a la otra sección, a la del tercio, a las seis horas del inicio del ejercicio.

Las patrullas en cambio me informaban de que estaban cumpliendo con el menú previsto, aunque a veces, en vez de dar golpes de mano se tenían que conformar con hostigamientos lejanos, porque la contra tenía muy bien defendido los objetivos. Ya sabéis, de día todo el mundo durmiendo menos un cuartelero y de noche en plan melee, rodeando el objetivo.

El tercio conocía la Isla como la palma de su mano. Como buena infantería que eran, aprovechaban el terreno a la perfección, con observatorios bien escogidos, montando las emboscadas en los puntos precisos. Además, muchos objetivos tenían incluso su cobertura lejana, o eso nos parecía. Jugaban en casa y sabían lo que hacían.

Al final, tras amenazar de muerte a dos jefes de patrulla, conseguí agruparlas en un punto desde el que lanzar una acción directa, entrando en fuerza si era preciso.

Acción directa. Plan de ataque

Me encontré con ellos en una base de patrullas donde esperaban la llegada del binomio de observación, que había estado enterrados delante del objetivo toda la tarde-noche. El que mandaba el binomio era un cabo voluntario especial, natural de la Fuerteventura profunda. Empezó a describir, susurrando todos debajo del poncho, lo que habían visto. Me fue imposible entender al tipo aquel, era otro idioma. Más le decía yo que repitiera, más nervioso se ponía y peor hablaba.

A ver, que yo me crie en un pueblo de Andalucía, pero os juro que aquello era otro nivel. Alguien empezó a traducir y, por fin, pudimos enterarnos. Como imaginábamos, estaban todos despiertos y apostados en torno al objetivo, destacando frecuentes patrullas que peinaban los alrededores.

Preparé un plan de ataque combinando los dos pelotones, uno de los cuales era el mandado por el cabo 1º legionario. Era un hombre ya mayor, o la vida lo había tratado mal, o ambas cosas, tal vez. Flaco, flaco, demacrado y de pecho hundido, patillones y tatuajes. A cada instrucción que le daba, invariablemente respondía con un sonoro: “Sin pegas, mi teniente”. Nunca me interrumpía ni me pedía aclaraciones.

Mientras tanto el planeamiento de la misión avanza y llegamos a la parte del repliegue tras el ataque y acogida a punto de reunión, todo un clásico, ¿verdad? Bien, se produce la siguiente conversación, más o menos:

Teniente:  Nos replegamos corriendo por estos itinerarios y tenemos una hora para alejarnos ocho km del objetivo y acogernos a este punto de reunión. De esta forma estaremos fuera de la red de emboscadas que la contra nos va a montar, dentro de su reacción más peligrosa.

Cabo 1º legionario: Con permiso, mi teniente. Conozco un barranco donde podemos escondernos tras el ataque. Aquí… señalando en el mapa.

Teniente: Pero coño, esto está a 400 m del objetivo y somos más de veinte tíos. Gracias, pero no. Nos vamos corriendo al punto de reunión y, además, espabilando que nos amanece y hay que encuevarse antes. ¿Alguna pega?

Cabo 1º legionario: Sin pegas, mi teniente.

Total, que el cabo de Fuerteventura, que se movía como un gato, nos lleva a todos en hilera hasta el punto de reunión sobre el objetivo. Allí desplegamos según el plan y el grupo de asalto empieza la aproximación silenciosa… hasta que les dan el alto. Nuestras ametralladoras de los subgrupos de apoyo abren fuego, bengalas, sirenas, tiros, gente corriendo, juramentos en arameo… en fin, el caos.

Bronca con el brigada que defendía el objetivo sobre quién ha matado a quién primero. Yo sin divisas, no fuera ser que… total, al final me vengo arriba y le digo: “Mira que nos habéis detectado ya entrando en el área objetivo, que soy el teniente con veinte tíos y te aseguro que los sectores de tiro estaban cogidos. El equipo de asalto tenía su pasillo de avance protegido y os hemos barrido con las ametralladoras. ¿No oías las ráfagas y veías los destellos de linterna? Así que dile a tu cadena orgánica que el objetivo está destruido.

Con las mismas salimos corriendo de allí lamentando profundamente haberme identificado y dicho cuántos éramos. ¿Pero cómo se puede ser tan nuevo? Bueno es que lo era, aun no me había ni presentado de blanco en la COE.

Corrimos y corrimos. Armengau cargando con la radio y su equipo. Era una mula. Me ofrecí a darle un relevo con la radio: “No gracias, mi teniente. Voy bien”. A la segunda vez que se lo dije mientras subíamos una fuerte pendiente, me respondió: “Esta radio es mía, mi teniente”.

Llegamos al punto de reunión, chorreando sudor, y ya había por allí algún binomio. Fue llegando la gente, pero del pelotón de legionarios no sabíamos nada. Llego la hora de cierre, y teníamos el tiempo justo para llegar antes del amanecer desde allí a la zona planeada donde nos íbamos a ocultar, a otros 3 km de allí.

Como cuarenta minutos más tarde llegan los legionarios arrastrando y cargando con su jefe, pero todos juntos y con su equipo. Al hombre daba miedo verlo.

Le damos agua, lo tumbamos y dice que lo dejemos allí que ya nos encontrará. No podía dejarlo allí. Total, que nos vamos todos despacio y se nos hace de día. Totalmente al descubierto en una zona de llanos y granjas, perros ladrando y sin ninguna cobertura. Un legionario dice que conoce unos corrales abandonados a 20 minutos de allí…

Al final estaban como a una hora o a mí se me hizo muy largo. O sea, ¿que never in a house? Pues allí estábamos, rodeados de granjas y metidos en unas ruinas.

No paraban de ir y venir vehículos destoldados llenos de legionarios por los caminos cercanos. Claro, yo les había dicho que era el teniente y que éramos veinte. Estábamos en máxima alerta, todos apostados, los equipos recogidos. Si estaba de ser, los veríamos llegar.

La suerte protege a los audaces.

Sobre las cinco de la tarde, dos motoristas de la sección de reconocimiento (SERECO) directos a la zona de corrales. Inspeccionan unas ruinas a 100 m de las nuestras. Damos la alarma silenciosa. Paran de nuevo frente a nuestros corrales.  Entran en el patio central. Veo que estamos sentenciados y, en voz baja, ordeno dos disparos de fogueo, solo dos, a la de tres, si cruzan la entrada de las ruinas. Cruzan y abrimos fuego a unos diez metros. Salieron corriendo, cogimos a uno, pero el otro se escapó, dejando la moto allí.

Era cuestión de tiempo. Salimos corriendo otra vez. Llegamos a una zona de malpaís y nos tumbamos allí entre las rocas de lava, inmóviles, rezando para que no nos pisara la contra. ¡Qué tarde más larguísima! La suerte protege a los audaces.

Cayó la noche y subimos la apuesta. Conseguimos reunirnos con el pelotón que me faltaba y ya teníamos a toda la fuerza agrupada. Ese pelotón había logrado encontrar el puesto de mando (PC) de una compañía, así que montamos un ataque por todo lo alto. Pasó más o menos lo mismo que la noche anterior.

El citado PC estaba superpuesto a uno de los objetivos principales. Nos abrimos camino hasta la zona principal, donde dormía el equipo de mando del capitán, que también estaba, aunque no lo identificamos en principio. Por supuesto, llegamos allí a empujones, patadas y algún que otro culatazo. Bronca cruzada otra vez sobre quién ha ganado, con mandos varios de los que estaban por allí.

El capitán era Marcos Llago. Puso paz en la discusión aquella y me pidió que le explicara la acción y cómo había montado el ataque. Se lo explique todo, no me interrumpió ni pidió aclaraciones. Terminé diciéndole: “Mi capitán, considero que, una vez desplegadas mis armas de apoyo en alcance eficaz, identificados los sectores y localizados los blancos y entrado en el objetivo por dónde y de la forma que habíamos planeado, la acción directa de OE era un éxito… Lo demás es fogueo y que todos queremos ganar, pero el trabajo está hecho”. Hubo un silencio. Me miró muy serio y me dijo: “Estoy de acuerdo. Habéis tomado este objetivo”. En fin, un caballero.

Aquellas guerrillas estaban ya terminando. De hecho, creo que esa fue la traca final, pero de ningún modo la lección final. Esa no me la dio el capitán legionario con su nobleza, sino el cabo Armengau con su espíritu de lucha.

Cuando una de las mañanas llegamos a nuestro familiar bujio, desayunamos y nos acostamos, encerrados allí hasta que volviera a anochecer. Ese día el rastrilleo de la contra peino la ladera. Los oímos y los sentimos pasando sobre nosotros. El corazón te va tan rápido que temes lo puedan oír los de arriba. Al final se alejaron.

Aún a 200 pulsaciones, me fijo en Armengau que estaba con las botas puestas. Yo descalzo. Ambos tumbados en nuestras planchetas parcialmente superpuestas. Le digo: “Armengau, coño, no te has quitado las botas en ocho días. Estamos aquí descansando en un ataúd. Si la contra levanta la ulaga, no podemos ni movernos. Ni siquiera hay espacio para revolverse con el subfusil. No hay escapatoria posible… Nos podemos quitar perfectamente las botas. Hay que ser prácticos. Es mejor descansar en condiciones esos pies”.

“Sí, mi teniente, puede ser, pero ¿y la vergüenza de que me pillen descalzo?”

Solo pude decir: “¡Joder, Armengau, eres la …! Esperé a que el cabo se quedara dormido y muy despacio me puse las botas. Jamás me las volví a quitar, ni en esa ni en las muchas guerrillas y ejercicios que estaban por venir. Gracias, mi cabo, estés donde estés.

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