La huella que deja la Boina Verde

Coronel Joaquín Moreno Molero

Vicepresidente de la FEDA  

Corría el verano de 1990. Yo había ascendido a capitán en enero después de cuatro años y medio como teniente en la COE de la EMMOE y me quedé al mando de la misma. En esta situación una de mis salidas fue la fase de agua, en La Escala (Gerona), lugar donde se recibió la llamada del padre de un antiguo guerrillero según relataré a continuación.

La que voy a contar es una historia muy personal y, al no haber podido contactar con ningún familiar del guerrillero protagonista, le voy a dar el nombre ficticio de Pelayo o Pelai (en catalán, pues procedía de Cataluña), que había estado en la COE de la EMMOE a mediados de los 80; quizás alrededor de 1986.

Fue un caluroso día del mes de julio, en La Escala. En aquella época, la COE se desplazaba al campamento militar de la batería de La Clota todos los años a realizar allí la fase de agua. Coincidía siempre con la misma fase del curso de OE, con el que colaboraba y compartía el campamento; de hecho, la COE solía ir unos días antes para montarlo y quedarse el tiempo suficiente, al finalizar, para recogerlo.

Al regreso de las actividades de la mañana, solía haber el tiempo suficiente para “endulzar” el equipo empleado, ducharse y asistir a la comida antes de empezar las actividades de la tarde, después de un pequeño espacio de tiempo que muchos empleaban para dar una pequeña cabezada a modo de siesta. Pero ese día, al finalizar las actividades, me estaba esperando el brigada auxiliar de la COE, Julio Cadavieco, para darme una novedad que, como él mismo me manifestó, le resultaba un poco extraña, rara. Había telefoneado el padre de un antiguo guerrillero, Pelai, pidiendo si podíamos hacerle llegar una boina verde.

El padre dijo que su hijo la había conservado siempre por el gran aprecio que le tenía pero que no conseguía encontrarla; pensó que mantener la boina cerca podía darle un poco de fuerza para afrontar lo que estaba pasando. Julio Cadavieco había notado algo “extraño” en el padre. Lo primero que hice fue tomar el número de teléfono y dirigirme a la cabina que teníamos a disposición en el campamento. Al contestarme desde el otro lado del hilo telefónico, pregunté por el padre y, tras presentarnos mutuamente, me confirmó lo que me había dicho Julio y que su hijo estaba muy enfermo. Le dije que no solo se la íbamos a proporcionar si no que se la bajaría personalmente a Barcelona si me daba una dirección para hacerlo. Entonces me dijo que su hijo estaba ingresado en el Hospital del Mar de Barcelona, que se encuentra en el conocido barrio de La Barceloneta.

Ese día, ni siquiera nos esperamos a comer, le dije al brigada que me iba a Barcelona a llevarle la boina. Julio me dijo que bajaba conmigo y así tomamos la carretera a Barcelona llegando al hospital en un par de horas con nuestra boina y un par de camisetas de la COE.

Lógicamente, por el camino íbamos haciendo cábalas de qué enfermedad podía estar sufriendo Pelai, pero al llegar a la recepción del hospital y preguntar por él creo que se nos vino el mundo encima y se apagaron las luces de la ilusión que llevábamos por animar a Pelai en aquello por lo que estuviera sufriendo. Nos dijeron que se encontraba en una habitación de la zona de “terminales” y que la enfermedad que tenía era el sida. El maldito sida que tanto afectó en aquella época a buena parte de nuestra juventud.

En la habitación se encontraba con su madre a los pies de la cama, triste y enrabietada. La habitación era compartida con otro enfermo y estaban separados por una pequeña cortinilla. Cuando la madre nos vio se emocionó, no nos conocía, pero estoy seguro de que debió sentir algo de la “otra vida” que su hijo había vivido no hacía mucho tiempo. Gestualmente, en el mismo umbral de la puerta, le hice notar que quería preguntarle algo fuera de la habitación, pues quería conocer primero la situación real de Pelai.

Pero ella nos pidió que pasáramos y allí mismo nos explicó, a su manera, y con mucho sentimiento y rabia, lo que había acontecido con Pelai. Cómo empezaron a notar algo un día en casa comiendo y que no era capaz de expresarse. Desde ahí su deterioro fue progresivo y rápido hasta encontrarse en el estado en que lo estábamos viendo. Tumbado en la cama, boca arriba, la boca algo entreabierta con la mirada perdida, inmóvil.

Al hablar tan duramente la madre, delante de él, le pregunté si él era consciente y podía escuchar lo que hablábamos. La madre me dijo que los médicos decían que no, pero que ella estaba convencida de lo contrario. Todos los días cuando se marchaba se le acercaba, le tomaba de la mano y cuando se despedía Pelai derramaba algunas lágrimas. Lo que no consigan y sepan las madres, no lo sabe nadie.

Entonces le pedí la boina a Julio. Me senté a su lado en la cama, y poniendo la boina verde en su pecho le hablé cerca de su cara diciéndole quiénes éramos y qué era el “regalo” que le habíamos traído.

Poco después nos enteramos de que había fallecido al día siguiente. Esta experiencia siempre me ha ratificado la huella que deja la boina verde y el poder de la semilla que instalamos en todos aquellos que pasaron por las COE durante su servicio militar obligatorio. Su experiencia trasciende a ellos mismos. Todo su entorno, entendiéndolo más o menos, se hacía eco de esa experiencia que, de alguna manera, había cambiado o, al menos, marcado su vida.

Que un padre, cuando está viendo marchitarse a su joven hijo, se acuerde y busque la forma de contactar (y más en aquella época) con una unidad militar para proporcionarle un símbolo, que sabe que aprecia, antes de despedirlo, dice mucho de aquel servicio militar; y, en este caso, de las compañías de operaciones especiales y de la COE de la EMMOE. ¿Qué le contaría en vida Pelai a su familia? ¿Cómo se lo contaría? ¿Cómo vivió su servicio en la COE? La reflexión que siempre me he hecho es que Pelai, como muchos otros, también sembraron, en su entorno, buena parte de las semillas que le dimos en la COE.

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