Cabo Guerrillero Óscar Gallego Gómez y Guerrillero Ander Antón Suárez
COE de la EMMOE
Corría el verano del 86 y, a una temporada de dura actividad en la compañía, sucedieron unos días de calma. Una parte de la tropa, entre la que se encontraba un nutrido grupo de boinas verdes, nos quedamos en el cuartel para aquellas labores en las que fuéramos requeridos. Una de ellas era la de retén de incendio, que no era otra cosa que prestar el apoyo que estuviera en nuestras manos en la extinción de los posibles incendios que se produjeran ese verano.
Tras unos días de inactividad en las que nos dedicamos a tareas de limpieza y mantenimiento (reparaciones, pintado…) de las sufridas instalaciones de la compañía, se desató un incendio en la sierra de Guara. Nos movilizaron y nos trasladaron al lugar, donde fuimos instruidos sobre el método para sofocar las llamas. Esa instrucción fue rápida y concisa, apenas duró unos minutos y acto seguido fuimos desplegados por la zona.
Sinceramente, hasta ese momento mi binomio y yo nunca nos habíamos enfrentado a nada parecido y quedamos asombrados por la magnitud de la catástrofe. El rápido avance del fuego, el humo que todo lo nublaba e impedía respirar correctamente y hasta te hacía perder la orientación y, sobre todo, la altura de las llamas y el calor asfixiante que desprendían… era algo que sobrecogía al más pintado.
Fueron muchas las personas que se unieron para plantar cara al incendio, entre ellos los bomberos, voluntarios de toda índole y, por supuesto, militares. Muchas de aquellas personas, como por ejemplo nuestros mandos, ya estaban bregados en esas lides; pero otros, como era nuestro caso, éramos unos novatos con más voluntad que acierto.
Entre aquel grupo tan heterogéneo destacaban por su singularidad unos hippies que debían vivir en alguna comuna de los alrededores. Nos llamó la atención que al igual que nosotros, aquellos hippies se estuvieran dejando la piel luchando contra las llamas. La climatología, con temperaturas altas y sin pronóstico de lluvias en el horizonte no nos daba tregua alguna.
Se dio la circunstancia de que, un día, el viento cambió de dirección, hecho que coincidió con el abandono del grupo de hippies en las labores de extinción. Cuando les preguntamos por el motivo de su huida, nos contestaron que… la nueva dirección de las llamas ya no amenazaba sus cultivos de marihuana. ¡Qué tíos!
En fin, como no podía ser de otra forma, nosotros permanecimos al pie del cañón, pero el fuego no nos daba descanso. El cansancio nos estaba pasando factura, el incendio nos hacía retroceder y tuvimos más de un susto. En una ocasión, el sargento que mandaba nuestro grupo se vio rodeado por el humo y entre el agotamiento y la falta de oxígeno sufrió un desvanecimiento. Mi binomio y yo tuvimos que sacarlo a rastras con las últimas fuerzas que nos quedaban a una zona segura.
A pesar de que íbamos perdiendo aquella batalla contra el incendio, el ánimo del grupo no decaía e íbamos improvisando estrategias, como la de esperar al fuego para emboscarlo en aquellas zonas donde la orografía del terreno nos concediera alguna ventaja. En un momento dado se llamó a reunión a todo el mundo. El fuego subía ladera arriba y el plan era esperarlo al pie de un camino transversal que discurría paralelo al avance de las llamas. Era nuestra mejor oportunidad en días y ahí estábamos todos, como una piña, animándonos unos a otros ante la llegada de las llamas para intentar acabar con ese frente del fuego allí mismo.
Este episodio del camino, que para nosotros fue algo épico, solo fue en realidad un intento más entre los muchos que hubo de acabar con un frente del incendio. Las llamas subían y escuchábamos el crepitar de la vegetación ardiendo. Asustaba ver cómo las llamas llegaban a los pies de los árboles de un tamaño considerable y los consumían en un instante, prendiéndolos como si fueran antorchas.
Doy fe de que lo intentamos todo, pero aquella vez tampoco pudo ser. El fuego pasó por encima de nuestras cabezas prendiendo de unas ramas a otras del camino, superándonos por arriba, a pesar de que lo habíamos contenido a nuestros pies y una vez más… tuvimos que batirnos en retirada. Pero esta vez a la carrera, entre el humo y bajo una lluvia de cenizas y brasas. Lo que acabábamos de presenciar nos dijeron que era “fuego de copas”. Una ola de fuego a gran velocidad que pasó por las copas de los árboles que nos rodeaban como una gran ola del mar.
Pero no todo fue perder, también hubo zonas en las que una vegetación menos frondosa nos permitió interrumpir el avance del fuego y ante ese logro… la sensación de triunfo era muy satisfactoria.
En una ocasión el hidroavión, que creo que cogía agua en el pantano de Yesa llegó cargado hasta donde nos encontrábamos. Nosotros habíamos logrado detener el avance del fuego, pero estábamos exhaustos, deshidratados y acalorados. Ante la llegada del hidroavión todos estallamos en júbilo reclamando el agua que tanto merecíamos. El avión descargó sobre nuestra zona. Recuerdo que cuando el agua nos golpeó, parecía que estábamos sumergidos en una piscina y cuando se dispersó, todos estábamos empapados como si así hubiera sido y algunos habían caído al suelo por el impacto del agua.
Fueron días duros y la sensación de impotencia y vulnerabilidad de las personas, ante la naturaleza destructora del fuego es algo que unos jóvenes de 17 años, que era la edad que mi binomio y yo teníamos… no se olvidan con facilidad.
Aquella experiencia vivida en el incendio de la Sierra de Guara es una de esas cosas que nos llevamos en la mochila al acabar la mili y que nos acompañará para siempre.