A continuación, hemos extraído del libro HISTORIAS DE LA COE editado por la Asociación de Guerrilleros de Madrid (AGM), Madrid, 2011, relatos de varios autores que firman con seudónimos, empezando por este artículo del Furri de la 103 y finalizando con el de Peluca. El director de la revista Boina Verde agradece al presidente de AGM su amabilidad por autorizarnos a compartir estas vivencias de veteranos de la 103/82.
El Gran Capitán
Furri 103. Antiguo guerrillero de la COE 103
Esta historia está llena de matices y seria larga de contar. Todo empezó con una mirada, siendo recluta, durante una clase teórica en Las Coloradas, una zona de maniobras, en pleno campo.
Estaba un sargento apuntando con la pistola a otro recluta mientras tomábamos apuntes. Aquello me pareció un gesto totalmente fuera de lugar y me quedé mirándole fijamente a los ojos. Se podría decir perfectamente que fue un duelo de miradas. Nadie se percató de aquello, ni yo comenté nada a nadie porque allí se acabó todo.
El sargento no me dijo nada y nada ocurrió. Solo esa mirada y punto.
Transcurrieron unos meses y en unas maniobras en La Palma, un día, sin venir a cuento, nos hicieron un atado de prisionero. Ya sabéis, ese que ponen a toda la patrulla en hilera y, con una misma cuerda, a uno lo atan al tobillo, al siguiente al cuello y así, sucesivamente, hasta estar todos los componentes de la patrulla atados entre sí y dependiendo cada uno de los más leves movimientos de cualquier otro. Nos quitaron los machetes, detalle que en aquel momento me pareció extraño. Un guerrillero jamás se despojaba de su machete y no solían quitárnoslo nunca. Noté igualmente un especial interés en que yo estuviera en el centro de la fila. Éramos nueve y yo estaba en quinta posición. Nos pusieron a andar o a hacer lo más parecido posible, debido a las ataduras. Hacia arriba, ahora hacia abajo, otra vez hacia arriba … Llevaba las manos libres, pero tenía que ir aguantando la cuerda para que no me apretara el cuello.
Subimos una pequeña colina empinada, de tal manera que en cierto momento tenía a los cuatro compañeros de cuerda de delante bajando, y a los cuatro de detrás subiendo. En ese momento tronó la voz de uno de los instructores: “¡Ataque aéreo!”
Los veteranos empezaron a tirarnos a empujones al suelo. Así que yo me vi de repente en la posición más alta, sujetando con las manos la cuerda, con cuatro personas por cada lado. Rápidamente me quedé clavado de rodillas, pero el peso hizo que pegara la cara al suelo, quedándome ahí prácticamente ahorcado. Mis manos aguantaban todo lo que podía, pero rápidamente empezó a faltarme el aire. Empecé en muy pocos instantes a sentir las pulsaciones cada vez más lentas en mis oídos y a sentir cómo mi cuello se exprimía impidiéndome respirar. Todo se iba volviendo curiosamente rojizo.
De repente pareció que todo lo estaba viendo desde un helicóptero, pero sin el ruido característico. Me encontraba allí tirado y oía a mis compañeros gritando por lo que estaba pasando. Yo les decía: -«Tranquilos, no os preocupéis. Yo estoy bien.» O creía que se lo decía, no lo sé. Al poco tiempo me pareció ver estrellas, o algo parecido, y, sorprendentemente, a mi propia abuela, como si estuviera metida dentro de una especie de pompa de jabón, junto con otras personas. Tenía la impresión de ir hacia alguna parte, cuando escuché la voz de mi novia de aquel entonces, que hoy en día es mi mujer, llamándome: «¡Juan!»
Al abrir los ojos vi la cara de mi capitán mirándome fijamente. Noté en su cara un gran alivio por lo que parece que pudo pasar. Luego me contaron que estuvieron varios minutos intentando reanimare. Aún estaba recuperándome, cuando vi a cierta distancia de mí al capitán, hablando con el sargento entre ademanes, como diciéndole que se fuera. Vi al sargento coger la mochila e irse hacía el campamento. No volví a ver más a ese sargento.
El ejercicio era perfecto. La emboscada, perfecta. Pero mi capitán aún lo era más. Con el tiempo, me enteré de que a ese sargento lo habían destinado a la isla de La Gomera.
Este puede que no sea un episodio brillante sobre la instrucción de un guerrillero. Puede que no sea una narración afortunada, pues pudo costar la vida de un soldado. La mía, en este caso. Pero si he querido relatarlo es porque este mismo relato engrandece aún más, si cabe, al que fue un gran capitán. Un capitán que siempre demostró un amor y defensa de sus guerrilleros como ningún otro. Y que supo ganarse el aprecio sin condiciones de todos y cada uno de los soldados a los que mandó. Un capitán que siguió ascendiendo y tuvo una brillantísima carrera militar. Pasé años de mi vida con la esperanza de volver a verle y abrazarle en algún momento. Sabía que se alegraría él también de verme. Pregunté en algunos rincones por él, pero no conseguí mucha información. Pero seguía pensando que en algún encuentro de veteranos acabaría por volver a cruzar mi camino con el suyo. Cierto día de cierto año, entré como tantas veces en la página del foro de internet donde nos reunimos tantísimos veteranos y todas esas ilusiones murieron de repente. Me quedé deshecho, sinceramente.
No me dio tiempo de agradecerle todos los años cumplidos. Mi matrimonio. Mis dos hijos. Mi vida. Fue y sigue siendo mi motor vital. Escribió un conocido libro, en el que narraba la historia de Lázaro, y en ella cuenta su realidad vivida tantas y tantas veces. Él no se separaba de nosotros. Velaba por la compañía como si fuésemos sus hijos y siempre sentíamos que estaba ahí. Seguiremos luchando y caminando.
Recuerdo que una vez vi a su mujer con un niño de unos 6 o 7 años y otro bebé en brazos. Estaban fuera de la alambrada del cuartel viendo cómo nuestro capitán y la compañía subíamos a los camiones para irnos de maniobras. No me explicaba cómo podía separarse de su hermosa mujer 10 días para estar con nosotros. Hoy lo veo de otra manera y no dejo de admirarlo por todo eso. Toda la compañía lo admiraba y lo quería. Era especial.
Era el capitán don Bernardo Álvarez del Manzano, DEP.