Aurelio Hernández Medina
Guerrillero de la COE 51
El día 14 de marzo de 1976, cuando me incorporé –después de la jura de Bandera– a la Compañía de Operaciones Especiales de Zaragoza, yo era un chaval de apenas 21 años que nunca había salido de casa: era la primera vez que viajaba solo fuera de mi región. Aún hoy, a mis 68 años, doy gracias a Dios porque mi destino me llevaría a conocer el Ejército y la COE 51, así como a personas inolvidables: el que sería mi capitán, el resto de los mandos de la COE y los compañeros que allí conocí; con algunos de los cuales –todos amigos– todavía hoy, más de 40 años después, me relaciono y disfruto de su compañía compartiendo tantos recuerdos.
Dos días antes de mi incorporación a la compañía, se había despedido el capitán D. Manuel Alonso del Barrio. El capitán Alonso mandó la COE 51 desde el 4 de enero hasta el 12 de marzo de 1976. A mediados de junio, llegó un capitán nuevo: D. Javier García-Valiño Molina. Entonces nos formaron en el patio del cuartel y él se presentó. En ese momento, pude ver a un militar de complexión atlética que transmitía energía y autoridad, pero a la vez una cercanía que me sorprendió gratamente ya el primer día.
Fue tiempo después cuando fui descubriendo la dimensión humana de nuestro capitán. Conservo el recuerdo especial de un suceso que pone de manifiesto su cercanía y calidad humana. Durante un ejercicio de exfiltración, caminando por el campo de maniobras de San Gregorio, cuando empezaba a atardecer, sentí un fuerte dolor en la rodilla que apenas me dejaba andar. Aunque me esforzaba por seguir adelante, cada vez era más evidente mi cojera: prácticamente no podía caminar.
No sé si alguien se lo comunicó al capitán o él mismo se dio cuenta. Lo cierto es que mi jefe de patrulla me comunicó lo que tenía que hacer: yo me quedaría descansando en una cabaña de pastores; y al día siguiente, por la mañana, mandarían un vehículo para recogerme. Es fácil entender cuál fue mi sorpresa cuando, ya bien entrada la noche, me vinieron a buscar por orden del capitán, sin esperar al amanecer. Seguramente él pensaba que eso era lo mejor para su soldado, que se había quedado solo, de noche, en medio del campo de maniobras. Ese noble gesto le honra y yo jamás lo he olvidado.
Por esa iniciativa y por los valores humanos que me transmitió con su ejemplo y su palabra, ahora quiero decirle: “¡Gracias, mi capitán!”