GOE III, mi unidad

Teniente Coronel de Infantería (R) Juan Ginés García y Pérez

Antiguo Teniente y Comandante del GOE III

En todos mis destinos he trabajado con ilusión y ganas, otra cosa muy distinta es que lo haya hecho bien, y a todas las unidades por las que he pasado les tengo cariño, sin excepción.

Pero existe una que me ha marcado de forma especial no solo por ser en la que más años he servido, sino porque me ha brindado vivencias muy variadas, así como una relación estrecha con los subordinados, un contacto con la naturaleza casi rutinario, un uso amplio de la iniciativa y la imaginación; en definitiva, ha colmado mis aspiraciones profesionales y aventureras. Me refiero, como puedes imaginar, al Grupo de Operaciones Especiales III.

Al recién creado GOE III Levante (después, Valencia) nos incorporamos, en el verano de 1984, seis tenientes de la misma promoción de la AGM y del mismo curso de Operaciones Especiales que fuimos repartidos a partes iguales entre las COE 31 y 32. A todos nos cabría el honor de encontrarnos entre los fundadores de la Unidad.

Los capitanes se frotaban las manos con tanta carne fresca. Bien que nos explotaron y enseñaron, lo cual, sin duda, dejó impronta en nosotros. Pero no solo ellos, también los oficiales y suboficiales más veteranos tuvieron un papel importante en nuestro aprendizaje e integración en una unidad que combinaba dureza, exigencia, camaradería y, por suerte, buen humor.

Para completar ese gran equipo falta aún lo esencial: la tropa que, por entonces, era de reemplazo. Unos jóvenes que, en su mayoría, iban obligados al servicio militar y que, pudiendo ir a un destino más tranquilo, se apuntaban voluntarios al GOE. Eso, de entrada, ya decía mucho de ellos. Lo hacían porque les atraían la acción y las emociones fuertes, porque tenían inquietud por aprender cosas nuevas, porque querían ponerse a prueba…Y, también, por prestigio porque, cuando regresaban a la vida civil, eran vistos en muchos sitios con admiración.

Por muchas ganas que tuvieran nuestros muchachos de comerse el mundo, creo que jamás ninguno llegó a imaginarse lo que de verdad les esperaba en el campamento de endurecimiento: ¡Aquello era el infierno en vida! Pero una vez allí, aislados del mundo exterior, no les quedaba otra que seguir adelante y apoyarse unos a otros en los momentos de flaqueza. Así se empezaban a forjar esos fuertes lazos de compañerismo que suelen hermanar a todos los guerrilleros.

Los medios con que contaba el GOE eran muy limitados y nuestro equipo individual y armamento en casi nada diferían del de las unidades regulares. Lo único que solíamos tener en abundancia era munición, jornadas enteras en el campo (120 días al año de maniobras, durmiendo no importa dónde) y empeño en que nuestra Unidad fuera la mejor.

Pero como de todas estas cosas van a hablar más y mejor que yo otras personas, prefiero darte unas pinceladas del ambiente duro, intenso y a veces poco ortodoxo de aquellos primeros años del GOE, a través de unas anécdotas…

El guerrillero que escapó

Al incorporarme a mi primer destino, la COE 32 del GOE III, en el campamento Molino Payá, me asignaron el mando de la sección más veterana. Treinta guerrilleros que habían empezado su andadura en una COE aún independiente, en Paterna, y que al crearse el Grupo habían tenido que trasladarse a Alcoy.

Llevaba tres meses ya con ellos, tiempo suficiente para conocerlos. Y por suerte para mí, a mi lado tenía al sargento Calzada y al cabo primero Moreno “Bullas”, con quienes aún habría de compartir experiencias durante años. Ahora estábamos en las inmediaciones de un abandonado sanatorio, el Preventorio, tres kilómetros al norte de Torremanzanas, ocultos entre la vegetación.

Ya veíamos acercarse la sección del teniente Allo. Llegaban cansados tras varios días de marchas extenuantes y les faltaba poco para alcanzar la meta de esta jornada. Lo que no sabían aquellos confiados guerrilleros -sus mandos, sí- era que les esperaba una sorpresita.

Alcanzado el Preventorio, se relajaron pensando que ¡por fin! iban a tener descanso y, además, bajo techo. Pobres ilusos. Apenas se despojaron de sus mochilas restallaron disparos, gritos y antes de que pudieran reaccionar estaban encañonados. Todo muy rápido y violento. En cuestión de minutos estaban tirados en el suelo, maniatados, conservando solo su uniforme. Ni botas, ni reloj, ni ropa de abrigo…Todavía estaban aturdidos, pero empezaban a intuir lo que se les venía encima.

Con los ojos tapados y las manos atadas a la espalda, los prisioneros son conducidos a una nave amplia, donde será más fácil controlarlos durante el cautiverio. Privación sensorial. Incertidumbre. Todo según lo previsto…O casi todo. Al hacer el recuento, falta un individuo. Su equipo y sus botas están ahí, luego…alguien ha conseguido escapar tras la captura, con lo puesto y descalzo. En seguida averiguamos que se trata del guerrillero Cabo. Varias patrullas salen en su busca en distintas direcciones. Pronto cae el sol y los perseguidores vuelven con las manos vacías.

La noche se hace tremendamente larga para los prisioneros. De rodillas, nada de alimento, frío, altavoces que repiten continuamente la misma letanía de ruidos y consignas…De vez en cuando entran unos tipos gritando y les obligan a ponerse en pie. En una ocasión, los llevan al exterior en pequeños grupos, les desatan las manos y les dejan orinar…Los están ablandando antes de los interrogatorios.

Y, mientras tanto, sin noticias del guerrillero Cabo. Estamos a mediados de los ochenta y tenemos un soldado de reemplazo, con pocos meses de instrucción, deambulando por el monte, solo, de noche, sin ropa de abrigo, sin calzado, sin más información que la almacenada en su memoria … En cualquier Unidad a sus mandos se les hubieran puesto los pelos de punta. Pero estamos en el GOE. Su teniente, muy tranquilo, dice: “Bueno, pues se acogerá al último punto de reunión”.

De madrugada, un equipo se desplaza al punto de reunión previsto en caso de dispersión de la patrulla. Esperan durante las dos horas de activación. Nada. Por si acaso, aguantan casi hasta el amanecer, pero regresan sin que haya habido contacto. En las condiciones en que se está moviendo el escapado, es normal que no haya tenido tiempo de llegar. ¡Pues nada, lo intentaremos otra vez mañana! Entretanto, el calvario de los prisioneros prosigue.

La noche siguiente se produce el contacto en el punto de reunión. Una preocupación menos pues, aunque confiamos en nuestra gente, en un caso así siempre te ronda la duda de si la persona no controlada habrá podido sufrir un accidente. Alguna vez ha sucedido.

Nuestro personaje vio, en el momento de la captura, una oportunidad de escapar y salió por una ventana. Al ir descalzo tomó la carretera -mejor que un camino- para alejarse lo más posible y después se ocultó en el monte. Antes de que oscureciera observó el terreno, se orientó y visualizó la dirección en que tenía que moverse. De noche empezó a caminar, muy lento porque en sus pies se iban clavando piedras, ramas, pinchos…Llegó a un basurero y con trozos de neumático y trapos se fabricó unos “zapatos”. En su itinerario hacia el punto de reunión encontró alguna fuente donde beber agua. El hambre la aguantaba bien. La mayor parte del día estuvo oculto, vigilando por si le estaban buscando, y descansando. Y con el nuevo atardecer empezó a aproximarse al punto de reunión con bastante antelación pues, al no tener reloj, no podía calcular la hora.

De regreso al Preventorio el teniente Allo, como no podía ser menos, le felicitó. Y Cabo, con toda naturalidad, casi sorprendido, contestó: “Yo solo he hecho lo que me han enseñado”.

Para estar a la altura de semejantes soldados, los mandos del GOE teníamos una obligación moral que nos impelía a dar lo mejor de nosotros y a tratar siempre de ser ejemplares, porque aquellos muchachos nos ponían el listón muy alto y no podíamos defraudarlos.

Un prisionero al horno y una comida inolvidable

En Tovillas, un pueblo abandonado de la Sierra del Segura, los prisioneros sudan sin parar. Hace un calor tremendo y eso aumenta su padecimiento. Están sedientos. Por supuesto, sus malvados captores sabrán aprovechar estas circunstancias para doblegar su resistencia.

Los interrogatorios han comenzado. Cuando le llega su turno Ferre (no es el nombre real), un tipo muy resistente y animoso, parece demasiado relajado. Sentado en una maltrecha silla, tiene las manos atadas a la espalda y no puede ver la habitación donde se encuentra, ni qué personas hay alrededor. Pero no parece tenso. El interrogador intenta averiguar por qué y le lleva a descubrir sus motivos: “No tengo miedo, ustedes son mandos del GOE. Podrán presionarme, pero sé que nunca me van a torturar de verdad”.

Tiene razón solo en parte. No es la primera vez que esto pasa y hay unas cuantas soluciones fáciles para ejercer un poco más de presión. Pero como jefe del “enemigo”, mi amor propio se ve tocado y lo tomo como un desafío. Antes de que se lo lleven de la habitación, ya he empezado a idear un plan. Aunque, para llevarlo a cabo, necesitaré la complicidad de algunos mandos…

En la entrada oeste del pueblo hay un horno comunitario. La cámara superior, la de cocción, es una bóveda en forma de semiesfera y, bajo ella, otra cámara a ras del suelo para introducir la leña. Me meto en el horno y lo inspecciono desde dentro primero, desde fuera después. La estructura es todavía firme. En los alrededores abundan las ramas secas. Es todo cuanto necesitamos.

Ferre está ya con los demás prisioneros, de rodillas, en el interior de una casa. De repente dos tipos lo levantan y lo llevan, casi en volandas, al exterior. Sin decir una sola palabra, lo introducen en el horno. Yo mismo prendo, con mi encendedor, las ramitas más pequeñas y las llamas empiezan a extenderse. Es leña ligera, queremos un fuego fácil de controlar.

El prisionero parece desconcertado y con sus pies descalzos tantea las paredes, para hacerse una idea de dónde le han metido. El calorcito y el humo van en aumento. Al lado, el sargento Calzada y yo charlamos tranquilamente, suficientemente cerca del horno como para que el otro escuche nuestras voces.

Transcurren varios minutos. Ferre debe estar sudando la gota gorda. De vez en cuando tose. Empieza a quejarse: “Aquí hace mucho calor, esto es insoportable”. Ni le contestamos, nosotros a lo nuestro. Él insiste con más énfasis: “¡Esto se está calentando ya mucho, eh!”.

Parece que empieza a pasarlo mal. Es el momento de que entre en escena el cabo primero Bullas, quien con voz claramente audible nos comunica que ya ha llegado el vehículo con la comida. Le damos las gracias y sin parar de charlar nos adentramos en el pueblo. El inquilino del horno quizá sospeche que es un montaje, pero no tiene la certeza. Por supuesto, tras alejarnos un poco, regresamos en seguida y sin hacer ruido.

Ferre resopla. Empieza a elevar la voz: “¡Que esto empieza a quemar, de verdad!”. Los observadores permanecemos en silencio. “¿Eh, hay alguien ahí fuera? ¡Por favor, sáquenme de aquí!”. Ya se empieza a poner nervioso, le empieza a surgir la duda de si lo hemos dejado solo.

De vez en cuando palpamos las paredes del horno para asegurarnos de que el calor asuste, pero no queme. La víctima sigue gritando a ratos, pero no parece demasiado angustiado todavía. Hasta que un alarido diferente, que suena a desesperación, llama nuestra atención: “¡¡Socorro, que estoy aquí, se han olvidado de mí!!”. Esperamos y…pide socorro otra vez. Es suficiente, objetivo cumplido. Lo sacamos de su infierno particular para, sin decir una sola palabra, llevarlo de nuevo junto a sus compañeros de cautiverio. Parece que la treta ha surtido efecto.

El sargento Llamas llega con la comida. Le había pedido para los prisioneros algo un poco asqueroso, con intención. Y se ha tomado demasiado en serio la orden. Cuando abre la tapa del termo, el olor es tan nauseabundo que todos los que tenemos oportunidad sacamos la cabeza por fuera de las ventanas, para respirar. Los cautivos, que no tienen esa suerte, sufren arcadas.

El aspecto es como de un puré extraño, pero el hedor… ¡es horrible! Preguntado sobre los ingredientes, no hay nada raro excepto que “cuando terminé la mezcla, le eché un poco de cerveza y a lo mejor ha fermentado”. Por precaución, consultamos al Brujo (el médico) quien nos dice que no cree que haya problema.

Anunciamos a los prisioneros que les vamos a desatar las manos para comer, pero empiezan a protestar, negándose a ingerir semejante asquerosidad. No saben que la próxima noche comenzará su evasión y no van a meter nada más en sus estómagos en el próximo día y medio, así que hay que obligarles. Es fácil, ya estaba previsto: “No hay problema, quien no coma no tendrá derecho a agua”. Y la sed ya les estaba atormentando.

Así que todos acabaron juntando sus manos para formar un cuenco en el que recibir la pastosa mezcla, que comieron con evidente desagrado. Ferre también. Y todos tuvieron su ración de agua. Ninguno tuvo problemas de estómago. Y ese aporte de energía les vino de maravilla cuando, al cabo de unas horas, iniciaron la segunda parte de la prueba: la evasión.

Quien no haya conocido los GOE en aquella época puede llegar a pensar que utilizábamos, a veces, métodos demasiado fuertes. No lo niego, pero eran otros tiempos; teníamos que conseguir, en unos cuantos meses, unos soldados con un elevado nivel de instrucción y con una gran resistencia física y psicológica; y, por supuesto tomábamos medidas para minimizar los riesgos.

Y no nos engañemos: da igual que fuera mando o tropa, casi todos los que se enrolaban en el mundo de la boina verde, tenían un punto excéntrico. Por cierto, si alguno de mis antiguos guerrilleros se está acordando de otras cosillas que yo hubiera podido hacer, que sepan que ya han prescrito (je, je, je).

Si lees estas líneas, FCM (Ferre), espero no hayas perdido tu eterna sonrisa. Un fuerte abrazo.

Un cabo avispado

Habíamos estado toda la jornada, mañana y tarde, practicando combate en bosque en la Sierra del Maigmó. El sol estaba a punto de ponerse y descendíamos hacia el punto donde habrían de recogernos los vehículos para regresar a Alcoy. En cuanto nuestros guerrilleros vieron que solo nos esperaba un solitario jeep Viasa, empezaron a intuir lo que venía a continuación. Ya eran veteranos y el lema “Prepárate siempre para lo peor…” lo tenían más que asumido.

“Señores, una noticia mala y otra buena. La mala: que nos volvemos a casa andando. La buena: que, gracias a eso, desde mañana estaremos un poquito más curtidos. Cabos jefes de equipo: recoged los mapas; quedaos con los que ya tenéis y con las brújulas. A continuación, pasad todos a recoger la bolsa de cena. Prohibido usar carreteras y pistas asfaltadas. Cuando hayáis estudiado y decidido el itinerario, novedades.”

Conforme los cabos iban dando novedades, revisábamos con ellos la ruta elegida. En cuanto despedimos el último equipo, los mandos cargamos nuestras mochilas y emprendimos también la marcha a pie hacia el Molino Payá. El cabo Romero (no es su nombre real), que aún estaba en las inmediaciones, vio cómo desaparecíamos por el camino, absorbidos por la oscuridad.

Otra noche sin dormir y desgastando la suela de las botas. Al llegar al austero cuartel del GOE III, al pie de la Sierra de Mariola, nos dirigimos hacia la nave de la COE 32 para ir controlando la acogida de los equipos. Tras tomar un café con leche que les aguardaba en un termo y hasta que abrieran el comedor para el desayuno, los recién llegados se dedicaban a limpiar su armamento y material y, después, a ducharse. El cansancio era patente, pero eso no importaba a nadie. Para quien no lo sepa o no lo recuerde, estas actividades extra no tenían la menor compensación, ni económica ni en horas libres.

Aún faltaban equipos por llegar. El teniente Riscos, que estaba de servicio, entró en la nave y, al verme, vino directo hacia mí: “Te está esperando el comandante y parece cabreado”. Aquello tenía mala pinta, todavía no habían tocado bandera (inicio de actividades) y el gran jefe ya quería verme.

El comandante Tiedra me recibió con los puños apoyados sobre la mesa y echando chispas por los ojos. Es cierto que yo ya me había visto envuelto en alguna movidilla; pero, esta vez, no tenía la menor idea de qué iba la cosa. “A las tres de la madrugada me han llamado de Capitanía y desde entonces sigo pendiente del teléfono.” El teléfono de su casa y después el de su despacho, porque entonces no había móviles. “He tenido que llamar personalmente a Miralles, el presidente de las Cortes Valencianas”. Al principio no entendía nada, después empecé a hacerme una idea…

El cabo Romero vio que sus mandos echaban a andar. Les quedaban, por lo menos, siete horas hasta llegar al campamento. Y convenció a su fatigado equipo de que lo más inteligente era hacer autostop para ahorrarse la caminata. Así que se colocaron al borde de la carretera que conducía a Alcoy e intentaron despertar la compasión de los coches que iban pasando.

Cuatro tipos vestidos con sucios uniformes de campaña, con las caras pintadas, armamento a la vista y mochila, haciendo dedo en la noche al borde una carretera que, por entonces, dejaba mucho que desear. La casualidad hace que pase por ahí la comitiva del presidente de las Cortes de Valencia. Por supuesto, no se detienen y su servicio de escolta, en cuanto puede, lo pone en conocimiento de la Guardia Civil.

Una patrulla de la Benemérita se traslada al lugar y localiza a los guerrilleros. Manteniendo distancia prudencial, conminan a los “sospechosos” a que dejen sus armas en el suelo y se entreguen. Romero y sus compañeros deliberan un rato y responden: “Un guerrillero jamás entrega su arma a nadie”. A partir de ahí, comienza un tira y afloja.

Finalmente, los soldados ceden y, desarmados, son llevados a dependencias de la Guardia Civil. El informe del incidente va subiendo rápidamente de nivel y pasa -no podía ser menos- a Capitanía, en Valencia. Se trata de guerrilleros, así que solo podían provenir de un sitio y alguien del Cuartel General llama directamente al jefe del GOE para pedir explicaciones. El resto, ya lo sabes.

Cuando los autoestopistas volvieron a nuestras manos, les costaba levantar la vista del suelo. Irían pensando en el castigo que les iba a caer encima, con motivo. Conste que mi enfado no era por el chorreo del comandante, sino porque habían traicionado mi confianza ¡Y, encima, les habían pillado!

No me cabe duda de que los cuatro tuvieron oportunidad de arrepentirse de su desafortunada decisión. Pero una vez cumplida la sanción, todo continuó igual. Eran buenos tipos y buenos soldados y aún nos quedaba mucho que pasar juntos.

Y como curiosidad: El cabo Romero ingresó en la Guardia Civil y hoy sigue en el Cuerpo, pero seguro que nunca le han encomendado la misión de detener a unos guerrilleros.

Y como colofón

Quince años después de mi llegada al GOE III, muchas cosas habían cambiado. La especialización era muy acentuada, teníamos muchos más mandos que antes, la mayoría de la tropa era ya profesional. Nuestra organización era muy diferente al resto del Ejército. Las COE ya no eran mandadas por un capitán; de hecho, yo era comandante jefe de la COE 32, convertida en Compañía de Reconocimiento Especial.

El día que despedimos a nuestro último soldado de reemplazo hicimos un acto solemne, en el que formamos la COE 32 al completo. Con ese gesto quisimos rendir homenaje a todos los guerrilleros que habían pasado antes por la Unidad y mostrarles nuestro respeto, agradecimiento y admiración.

Pocos meses después hube de participar en otro acto triste para mí, pero necesario y conveniente. Íbamos a sufrir una radical transformación para encaminarnos a las Operaciones Especiales del siglo XXI, el embrión de lo que ahora tenemos en el MOE. Y como jefe de la COE 32, me correspondió disolverla y ordenar por última vez “rompan filas”. Fue mi primer destino. Y fui su último jefe.

Pero todavía me esperaban años de trabajo y emociones en el GOE III.

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