Teniente Manuel García González
Antiguo Sargento de la COE 81 (Tenerife)
Tras unos años disfrutando en Alicante, en la COE 31, mi COE, decidí cambiar de aires, que no de trabajo, pues todas las COE son lo mismo, más o menos, y me marché destinado a la COE 81 de Tenerife.
Cuando, tras tres días de mareos, era febrero de 1989 bajé del ferry y, todavía impresionado por la grandiosidad del padre Teide, me pregunté: “¿Qué me espera aquí?”.
Pues me esperaba una Compañía de Operaciones Especiales que vivía en un cuartel pequeño pero exclusivo y eso convertía a esta unidad en más especial, si cabe. La Mina era un lugar casi mágico, donde podías pasar de ponerte el chaquetón a ir en camiseta, tres veces en la misma mañana. Si te asomabas a su balcón, la vista te podía dejar sin aliento, ¡qué espectáculo visual disfruté, durante mis servicios de cuartel!
Me esperaba el capitán Aguado, audaz y exigente, pero que tenía muy claro que, ante cualquier problema, allí estaba él y eso, en un jefe, es más que mucho. Tres tenientes, Méndez, Galerón y Rodríguez, con poca experiencia aún, pero que desbordaban ganas y derrochaban un entusiasmo contagioso. El bridada Gutiérrez, un militar con tanto temple que te hablaba con la misma tranquilidad paseando por el campo o pasando el pasillo de fuego.
Me esperaba un increíble grupo de sargentos; Bello, un canario “de los de toda la vida”, con un irrepetible sentido del humor; “Makoki”, el compañero que me gustaría tener cerca en combate cuando las cosas se ponen feas; López, un alarde de fuerza y diferentes habilidades; Méndez, el compañero que nos hacía a todos más fácil el día a día, años más tarde, ya en Alicante, nos lo arrebató, tristemente, el sniper más cruel y letal que ha existido y, por último, Lamazares, un alma pura como el cristal, totalmente entregado a su profesión y con el tiempo, uno de mis mejores amigos.
Me esperaban unos cabos primero que eran una familia, nunca mejor dicho. Los Morales eran elemento esencial en el funcionamiento de esta COE. Y luego me encontré, con ellos, mis guerrilleros, que me robaron el corazón.
Tuve la inmensa suerte de que el capitán Aguado me dio mando de sección.
Cuando a primera hora corríamos por los alrededores de la cárcel, recuerdo como el último del grupo nos gritaba, para que nos apartáramos cuando venía un vehículo: “¡Cocheeeeé!”.
Con ellos crucé bosques de belleza increíble en La Esperanza; patrullamos por paisajes lunares en Arenas Negras; hicimos marchas, en hilera, por senderos con tanta pendiente que a mí me parecía que estábamos en escalada y allí, de nuevo, el último de la sección nos gritaba: “¡Cocheeeeé!”. Ese era el espíritu de la unidad, trabajar a tope y pasarlo lo mejor posible.
Disfrutábamos de la fase de agua en Los Cristianos, unas vacaciones rodeadas de turistas y sorprendíamos con nuestras bajadas en rápel desde los helicópteros UH en La Matanza, pero lo realmente sorprendente era llegar hasta allí, de pie en el patín, con el UH rozando el agua del mar para que no nos vieran llegar, contemplando la inigualable belleza de la isla.
Participábamos en ejercicios de guerrillas contra el regimiento, a veces, quizás, con excesivo entusiasmo, pero si los de la COE no son peleones, entonces ¿quién puede serlo?
Realizábamos, cada año, una subida al Teide, saliendo de la orilla del mar en el Porís de Abona, prueba dura de dos días, regalo para los pulmones y los ojos. Eran días de esfuerzo y de disfrute. Pocas cosas se pueden comparar a dormir al raso en las Cañadas del Teide viendo un cielo tan lleno de estrellas que eran imposibles de contar. Y antes del amanecer del tercer día, la llegada a la cima, celebración silenciosa respirando azufre y viendo cómo nacía, ante nuestros ojos, la isla de Borondón.
Marchas imposibles por el mal país que para más de uno significaban cambio de botas, demostraciones de valor en el trampolín de Hoya Fría, tantos días de esfuerzo, tanto reír hasta que dolía la barriga.
Cuando decidí regresar a mi tierra y a mi COE, mis guerrilleros me hicieron un regalo, no era una figura, ni un machete, ni un cuadro, era una pequeña placa en la que afirmaban, con sinceridad, que eran mis amigos. ¡Qué mejor regalo puede esperar un militar! Antes de marcharme estuve un rato en el comedor de La Mina. La pared me contaba cómo eran los guerrilleros canarios: soldados duros que amaban profundamente su tierra, que la sentían en la palma de su mano cuando cerraban los ojos, mientras mi sección, de noche, caminaba hacia la luna. El teniente Rodríguez es un héroe que está en el cielo. Si tiene tiempo de leer este artículo, seguro que sonríe cuando me despida, diciendo: “Aquí, Quesada”