Unidad de Operaciones Especiales 13 — Cota 179 — Año 1988
Manel Carbó guerrillero de la UOE 13
Los boinas verdes de la UOE 13 del GOE I llevaban ya cinco días de maniobras de endurecimiento en algún rincón polvoriento del interior peninsular, una zona agreste de monte bajo, encinas dispersas y calor seco que se metía en los huesos. Era mediados de junio del 88, y el sol caía como plomo fundido.
La sección Alfa, al mando del sargento Alcaide, se había apostado en una cota secundaria, la Cota 179, para descansar unos minutos antes de proseguir la marcha hacia el siguiente punto de orientación. Sudados, con las camisetas pegadas al torso y la mirada perdida en el horizonte, los hombres bebían agua a sorbos cortos, orinaban junto a los arbustos y resoplaban en silencio, como si cada aliento les costase esfuerzo.
El sargento Alcaide, curtido en mil maniobras y más de una operación real que nunca se registró oficialmente, observaba al pelotón con ojos de sabueso. Se sacó un cigarro arrugado del bolsillo interior del chaleco, lo encendió con un mechero Zippo que parecía de museo, y con la calma de quien domina los tiempos, se giró hacia el soldado Barrera, un chaval de Murcia, del reemplazo del 87, al que todos llamaban “el huertano”.
—Barrera, ven aquí.
El muchacho, aún jadeando por la última marcha, se acercó como pudo.
—Coge el mapa. Mira a ver dónde está la cota 212. Encuéntramela.
Barrera desplegó el mapa con manos torpes, manchadas de tierra y sudor. Lo miró, lo giró una vez, otra, y señaló un punto con aire dudoso.
—Aquí, mi sargento. Es esta.
—¿Estás seguro?
—Sí, mi sargento. Bueno… creo que sí.
—Bien. Ahora otea el horizonte. Enséñamela.
El soldado se giró hacia el este, alzó la mano como si tuviera un visor invisible, y señaló un cerro lejano, pelado y polvoriento.
—Esa de allí.
El sargento aspiró con fuerza del cigarro y soltó el humo despacio, como si pensara en algo lejano. Luego masculló:
—Estás mirando en dirección contraria, Barrera. La cota 212 está a nuestras seis, no a nuestras doce, y allí mismo está la sección del sargento Carrillo.
Se giró al operador de radio, Peñarroya, un bicho raro de Lugo con gafas de culo de vaso y oído de murciélago.
—Peñarroya, dile al AN/PRC-7 de Carrillo que nos haga señal con el espejo.
Unos segundos después, una luz centelleante titiló desde el cerro correcto, justo al otro lado del maldito mundo donde Barrera había señalado.
—¿Lo ves, Barrera?
—Sí, mi sargento…
—Bien. Pues ahora escúchame.
El sargento caminó unos pasos, se agachó y levantó una piedra que debía pesar lo mismo que una caja de munición del 7’62. La dejó caer con estrépito junto a los pies del soldado.
—Vas a meter esta piedra en tu mochila de combate. Ahora. Y no la vas a sacar hasta que acabes la mili.
Barrera lo miró con ojos como platos.
—Mi sargento… ¿Cuánto tiempo?
—¿Cuánto te queda de mili?
—Seis meses y pico…
—Pues eso. Hasta que te licencies. Cada marcha. Cada patrulla. Cada inmersión. Cada guardia en el puesto avanzado, con tu piedra.
Los demás miraban sin decir ni una palabra. En la UOE-13, las lecciones se aprendían por las malas.
—Y ahora, campo a través a paso ligero hasta la cota 212. Cuando llegues, saludas a Carrillo, le enseñas la piedra y me llamas por radio. Y luego, vuelta. ¿Entendido?
Barrera se cuadró como pudo, cargó la piedra en la mochila, con los riñones a punto de reventar, y echó a trotar.
Desde lo alto, Alcaide observó cómo se alejaba.
—Así aprenderá a no dudar. A mirar. A pensar. Y a no cagarla cuando cuente de verdad.
Luego, sin mirar a nadie, añadió:
—Y esto… esto solo ha empezado.
El horizonte temblaba con ese calor que se alza del suelo y deforma todo como en un mal sueño. Barrera avanzaba como una sombra tambaleante entre los arbustos resecos, con la mochila pesándole como si llevara dentro un muerto. Sudaba a chorros, los tobillos llenos de arañazos, las botas cubiertas de polvo. A cada paso, la piedra le recordaba su error.
Cuando por fin coronó de nuevo la cota 179, con el sol ya cayendo a plomo, el resto de la sección lo miraba en silencio. El sargento Alcaide fumaba otro cigarro, sin prisas.
—¿Y bien, Barrera? —preguntó sin levantarse de su Altus.
Barrera se cuadró como pudo, los labios resecos y el pecho agitado.
—Misión cumplida, mi sargento. Saludé al sargento Carrillo, le enseñé la piedra. Llamé por el AN/PRC-7. ¿Ordena alguna cosa más, mi sargento?
Alcaide asintió, tiró la colilla y se levantó despacio. Caminó hasta el soldado y le levantó la solapa de la mochila con un dedo.
—¿La piedra sigue ahí?
—Sí, mi sargento.
—Bien. Así la quiero ver siempre.
Peñarroya, el operador de radio, no pudo evitar soltar una carcajada seca:
—¡Coño, Barrera! Con esa piedra y un par de sacos de cemento te montas una casa al licenciarte.
Algunos rieron, incluso uno se tiró un cuesco largo y sonoro que rompió el silencio. Era Cañete, el más bruto del pelotón.
—¡Es el espíritu de maniobras, mi sargento! —gritó con sonrisa ladina.
—El espíritu de tu culo, Cañete. —respondió Alcaide sin alterarse—. A ver si ese espíritu corre igual cuando haya que vadear el río esta noche en calzoncillos.
La sección retomó el paso poco después, con Barrera en medio del grupo. Algunos lo miraban con lástima, otros con respeto. Lo que había hecho —o mejor dicho, lo que estaba haciendo— no era poca cosa.
Pasaron los días, y las maniobras siguieron su curso.
En una jornada de infiltración nocturna, mientras gateaban entre zarzas en completo silencio, Alcaide se arrastró junto a Barrera y susurró al oído:
—¿Dónde está la piedra?
—En la mochila, mi sargento.
—Bien. Que no se te pierda.
Durante unas prácticas de inmersión en un embalse helado, mientras todos temblaban de frío en ropa interior, el sargento Alcaide, al otro lado del agua, le gritó desde la orilla contraria:
—¡Eh, Barrera! ¿Llevas a tu novia de granito?
Barrera no dijo nada. Solo se tiró al agua, mochila incluida. Flotaba peor que una lavadora, pero no se rindió.
El tiempo pasaba.
Llegó el invierno, con maniobras entre barro y niebla. Una noche, al calor de una lumbre apagada a medias para no ser detectados, alguien le ofreció a Barrera quitarle la piedra por unas horas.
—Déjala, joder. Solo por esta noche. No se va a enterar nadie.
Barrera negó con la cabeza.
—El sargento Alcaide siempre se entera. Y además… ya es parte de la mochila.
El último día llegó.
Se licenciaban. Era febrero del 89. En el acuartelamiento de regreso, mientras devolvían al cabo furriel equipo, armas, botas, fundas, mochilas… Alcaide apareció por la puerta de furrielería con su eterna cara de cemento.
—Barrera. Aquí.
El ya exsoldado se presentó como un resorte. El sargento Alcaide le miró a los ojos, con una media sonrisa seca, apenas perceptible.
—¿Dónde está la piedra?
Barrera abrió la mochila de combate por última vez. Sacó el pedrusco cubierto de polvo, barro seco y recuerdos. Lo dejó en el suelo.
—Aquí, mi sargento.
—Bien. Ya la puedes tirar.
Barrera se quedó un segundo quieto. Luego cogió la piedra, caminó hasta el muro del cuartel y la lanzó al otro lado.
Un silencio breve.
Y entonces, Alcaide se giró.
—Tú ahora ya sabes lo que pesa equivocarse. Pero también lo que cuesta enmendarlo. Buena suerte ahí fuera.
Y sin más, se fue caminando hacia el aparcamiento donde tenía aparcado su vehículo particular.
Barrera no dijo nada.
Solo se quedó un momento mirando el muro. Y por un instante, se sintió más ligero que nunca.
Reencuentro en Casa María — Mutxamel, Alicante — Año 2023
Treinta y cinco años después de aquellas maniobras en la cota 179, los veteranos de la Unidad de Operaciones Especiales 13 se reunieron en el restaurante Casa María, en Mutxamel, Alicante. El local, decorado con parafernalia militar y fotografías históricas, evocaba recuerdos de tiempos pasados.
El viejo cartel oxidado con letras negras decía “Restaurante Casa María”. Por fuera, parecía una casa de campo cualquiera, pero por dentro, el tiempo se detenía. Fotografías en blanco y negro colgaban de las paredes: desfiles, formaciones, grupos de boinas verdes en maniobras, medallas en vitrinas y banderas con historia. Una ametralladora MG42 desactivada presidía la barra. Las paredes, si hablaran, contarían más batallas que muchos libros.
Barrera entró despacio, con paso firme, acompañado por su hijo Iker, que tenía la edad que él tenía cuando conoció al entonces sargento Alcaide. Llevaba camisa blanca por dentro del pantalón, el pelo algo canoso y la espalda aún recta, como si el eco del cuartel todavía le guiara el cuerpo.
—¡Barrera, coño! —gritó Cañete, ya con una copa de vino en la mano y la misma barriga que tenía en el 88—. ¡Ven aquí, que Alcaide ha traído hasta la cantimplora con la que nos enseñó a beber barro!
Risas. Abrazos. Miradas que se cruzaban y no necesitaban palabras.
En un rincón estaba Alcaide, más delgado, con un bastón de madera de olivo y la mirada igual de afilada. Peinaba todo el pelo que le quedaba hacia atrás, sin disimular la calva, con orgullo de soldado viejo.
—Mi sargento. —dijo Barrera al acercarse, con una mezcla de respeto y afecto.
Alcaide se levantó con esfuerzo, y le puso una mano firme en el hombro.
—Ya no soy tu sargento, Barrera. Ahora solo soy Benito. Pero dime… ¿guardas la piedra?
—No, mi sargento. —sonrió Barrera—. La tiré el día que me licencié, pero la llevo aquí —y se dio un toque en el pecho—. Y a veces pesa más que entonces.
Alcaide asintió. Su hijo, curioso, se metió en medio de la conversación.
—¿Una piedra?
—La piedra, muchacho —intervino Peñarroya desde la otra mesa, levantando la copa—. Una lección que no viene en los manuales. Pregúntale a tu padre cuántas veces en la vida pensó en tirarla antes de tiempo.
La cena transcurrió entre recuerdos, brindis por los que ya no estaban y carcajadas por anécdotas que ahora parecían surrealistas. Entre plato y plato, el viejo grupo de la UOEvolvió a ser una sección: con sus jerarquías invisibles, sus motes, sus códigos.
A medianoche, Alcaide pidió la palabra. Se puso de pie, apoyado en su bastón.
—Hace treinta y cinco años formamos en la misma línea, bajo el mismo sol, con los mismos miedos. Algunos se quedaron en el camino. Otros seguimos adelante. Pero todos, todos aprendimos que el error pesa, sí, pero también enseña. Y que, si lo llevas con orgullo, un día deja de ser carga y se convierte en fuerza. Salud, caballeros.
—¡Salud! —resonó al unísono.
Cuartel Alférez Rojas Navarrete — Rabasa, Alicante — Amanecer siguiente
La bruma se levantaba sobre la plaza de armas del cuartel. El aire olía a uniforme limpio y a café de termos de acero.
Las asociaciones de veteranos boinas verdes formaban por unidades, y como en los viejos tiempos, los de la 13 estaban juntos. Había hombres con la espalda encorvada y condecoraciones en la pechera, otros con boina calada con orgullo y algún brazo en cabestrillo. Pero todos, sin excepción, llevaban el paso con la dignidad intacta.
Barrera y Alcaide marchaban lado a lado, hombro con hombro. Nadie decía nada, pero los ojos hablaban. El eco de sus zapatos sobre el cemento del patio de armas parecía marcar algo más que el compás: contaba una historia.
Pasaron frente a la tribuna donde saludaban los mandos actuales. Algunos jóvenes soldados, recién llegados al servicio, los miraban con curiosidad y respeto. Al pasar, uno de ellos susurró:
—¿Quiénes son esos?
—Los de la Trece —le respondió otro—.
Al acabar la formación, vino español. Tapas, chistes, abrazos, fotos con sus boinas verdes raídas por los años. Y al final, como es ley en estos reencuentros, cada uno a su casa, con el corazón más lleno y la mochila más ligera.
Esa noche, Barrera dejó a su hijo en el hotel, bajó al paseo marítimo de Alicante y se sentó en un banco mirando al mar.
Del bolsillo sacó una piedrecita pequeña, pulida por el tiempo. No pesaba nada. Pero en su silencio, decía todo.
La miró, la sostuvo un instante entre los dedos… y la guardó de nuevo.
Porque algunas piedras no se tiran. Se llevan dentro. Para siempre.
Tras el emotivo reencuentro en Casa María y el desfile en el cuartel Alférez Rojas Navarrete, Iker Barrera sintió una llamada interior. La historia de su padre, la camaradería, los valores de los veteranos y el simbolismo de la piedra dejaron una huella imborrable en su espíritu joven.
Academia General Básica de Suboficiales (AGBS), Talarn — Año 2026
Con determinación, Iker ingresó en la Academia General Básica de Suboficiales (AGBS) en Talarn, Lleida. Este centro, conocido cariñosamente como “la Básica”, es el alma mater de los suboficiales del Ejército de Tierra español. Allí, Iker se sumergió en una formación rigurosa que combinaba instrucción militar y académica, preparándolo para asumir responsabilidades de mando.
Durante su estancia en la AGBS, Iker demostró un compromiso y una disciplina ejemplares, cualidades que le valieron el respeto de sus instructores y compañeros. Al finalizar su formación, recibió el despacho de sargento, un momento que compartió con su padre, quien, con lágrimas en los ojos, le colocó la insignia en el uniforme.
Escuela Militar de Montaña y Operaciones Especiales (EMMOE), Jaca — Año 2028
Movido por el deseo de seguir los pasos de su padre y formar parte de la élite militar, Iker se presentó a las exigentes pruebas para ingresar en la Escuela Militar de Montaña y Operaciones Especiales (EMMOE) en Jaca. Esta institución es reconocida por formar a los mandos de las unidades de operaciones especiales del Ejército de Tierra, impartiendo un curso de diez meses que abarca desde técnicas de montaña hasta operaciones de infiltración y rescate.
Iker superó las pruebas físicas y psicológicas, y fue admitido en el curso. Durante su formación, se enfrentó a desafíos que pusieron a prueba su resistencia, liderazgo y capacidad de adaptación. En cada etapa, recordaba las enseñanzas de su padre y el simbolismo de la piedra, que llevaba consigo como recordatorio de su legado.
Ceremonia de Graduación — Año 2029
Al completar con éxito el curso, Iker fue investido como sargento de operaciones especiales, recibiendo la codiciada boina verde. En la ceremonia, su padre, observaba con orgullo cómo su hijo se unía a las filas de los Boinas Verdes, perpetuando una tradición de honor y servicio.
Tras la ceremonia, Iker se acercó a su padre y le entregó la piedra que había llevado consigo durante toda su formación.
— Papá, dijo Iker, esta piedra ha sido mi compañera en cada paso. Me recordó de dónde vengo y por qué lucho. Ahora, quiero que la tengas tú.
Barrera tomó la piedra, la sostuvo entre sus manos y, con voz emocionada, respondió:
— Hijo, esta piedra ya no es solo un símbolo de castigo o lección aprendida. Es un emblema de nuestro legado, de la fuerza y el honor que compartimos. La guardaré con orgullo.
Y así, la piedra, que una vez representó una carga, se transformó en un símbolo de continuidad, de valores transmitidos de generación en generación, y de la eterna llama del deber que arde en el corazón de quienes eligen servir a su patria.