El día que marcó mi vida
Ignacio Villagrán Ferrer, guerrillero
El eco de los tambores resonaba en la explanada polvorienta del campamento militar de Santa Ana. Era una mañana clara, con el cielo de Cáceres teñido de azul, pero para el joven Ignacio Villagrán, todo se movía en cámara lenta. Con apenas 19 años, recién salido de la adolescencia y aún con un mundo de ideales en la mirada, aquel día no era uno cualquiera. Era su jura de bandera, el primer paso tangible hacia una vida marcada por el honor y el sacrificio, aunque entonces no podía imaginar hasta dónde lo llevaría ese camino.
Cuando llegó su turno de besar la bandera, Ignacio sintió cómo su corazón latía con fuerza contra el pecho. Levantó la mirada hacia las gradas, buscando a su familia entre la multitud. Allí estaban sus padres y su hermana, como habían prometido. Pero faltaba alguien. Su abuelo, el general retirado Manuel Ferrer, quien había moldeado gran parte de su infancia con historias de disciplina, liderazgo y amor por la patria, no había podido acudir por problemas de salud. Ignacio había aceptado la ausencia con resignación, pero no sin un nudo en el estómago.
El beso a la bandera fue solemne. Se cuadró con precisión, consciente de que aquel instante era observado por decenas de ojos. Al hacerlo, en su interior dedicó ese gesto a su abuelo. «Esto es por ti, abuelo», pensó, convencido de que él lo sabría aunque estuviera a cientos de kilómetros.
Pero entonces ocurrió algo que cambió su vida para siempre. Una voz grave, proyectada por los altavoces, resonó en el campamento:
—Soldado Ignacio Villagrán, acuda a la tribuna presidencial.
Las palabras atravesaron el aire como un disparo. Ignacio sintió cómo el sudor frío le recorría la espalda. ¿Qué podía significar aquello? ¿Había cometido algún error? Con pasos firmes pero inseguros, atravesó la explanada hasta las escaleras que conducían a la tribuna. Allí lo esperaban dos cabos gastadores, que le hicieron una seña para que subiera.
—Vuecencia lo espera, soldado.
Ignacio apenas pudo procesar lo que sucedía. Subió los escalones de hormigón, cuidando cada movimiento como si el peso del mundo recayera sobre sus hombros. Y entonces lo vio. De pie, imponente a pesar de los años, estaba su abuelo. Vestido con el uniforme de gala de la Guardia Civil, con el tricornio ajustado, el fajín cruzado y el sable colgando de su costado, parecía un monumento viviente a todo aquello que Ignacio admiraba y aspiraba a ser. A su lado, su abuela, siempre elegante, le dedicaba una sonrisa cargada de emoción.
Ignacio sintió cómo las piernas le temblaban, pero el entrenamiento y los años de instrucción informal de su abuelo se impusieron. Se cuadró con precisión, alzó la mano derecha al nivel de la sien y saludó con la fuerza que solo un nieto orgulloso puede reunir.
—A la orden de vuecencia, se presenta el soldado Ignacio Villagrán.
Por un instante, el silencio envolvió la tribuna. Su abuelo lo observó, y en esos ojos cargados de historia, Ignacio vio algo más que orgullo. Vio el peso de las generaciones pasadas, de una familia dedicada al servicio. Finalmente, el general habló, con una voz que aún mantenía el eco de los años en activo.
—Soldado Villagrán, recuerde siempre que portar este uniforme no es solo un honor, sino una responsabilidad. Llevará sobre sus hombros el peso de su familia, de sus compañeros, y de su país. Nunca olvide quién es ni de dónde viene.
—Sí, vuecencia. —respondió Ignacio, esforzándose por mantener la compostura mientras un torrente de emociones lo atravesaba.
Pero entonces su abuelo dio un paso adelante y, rompiendo la distancia que imponía el protocolo, lo abrazó. Fue un abrazo firme, lleno de significado, que le dejó claro a Ignacio que aquel no era solo un momento familiar. Era un relevo.
Ese día quedó grabado a fuego en su memoria, como un juramento silencioso que guiaría cada uno de sus pasos en el futuro.
Años más tarde, Ignacio se encontraría en zonas de conflicto donde la bandera que había besado aquel día ondeaba en condiciones muy diferentes. Se enfrentaría a peligros que ningún manual podría anticipar, lideraría hombres hacia lo imposible y cargaría sobre sus hombros el peso de vidas ajenas. Como boina verde, se adentraría en junglas impenetrables, desiertos abrasadores y ciudades en ruinas, enfrentándose no solo a enemigos visibles, sino también a las sombras que se escondían en su propio interior.
Pero, en los momentos más oscuros, cuando el miedo o la duda amenazaban con quebrarlo, recordaba aquel abrazo, aquellas palabras y el rostro de su abuelo, que lo miraba desde lo más profundo de su memoria como un faro que nunca se apagaba.
Ignacio no solo era un soldado. Era un hombre marcado por un legado, forjado por la tradición y guiado por la promesa de ser siempre digno del uniforme que portaba. Y esa promesa sería puesta a prueba en formas que ni él mismo podía imaginar.