El año en que vivimos intensamente

Dr. José Antonio Edo Hernández

Guerrillero de la COE 51

Durante el año 1978 hubo muchos acontecimientos significativos de carácter internacional, pero en España hubo uno trascendental: la aprobación de la última y vigente Constitución Española. Además, también ese año coincidió con otro que fue muy especial para un grupo de jóvenes que nos incorporamos a la COE de Zaragoza. En aquel momento, poco sabíamos de lo que nos esperaba y tampoco éramos conscientes de que ese año permanecería en nuestra memoria para siempre. ¿Alguno pudo imaginar lo que significaría en nuestro desarrollo personal, en el carácter, en la forma de ser…?

Treinta y tantos años más tarde, un pequeño número de aquellos jóvenes, empezamos a vernos de nuevo y, poco a poco, este grupo fue creciendo. Y así, por costumbre, desde hace casi diez años, mantenemos una cita anual para reencontrarnos (en Luesma o en Zaragoza). Esta cita se ha convertido en una fecha señalada en nuestras agendas, un encuentro siempre lleno de emociones, de abrazos y de recuerdos de aquel año extraordinario, diferente, duro y lleno de experiencias y aprendizajes. Todos nosotros hemos mantenido siempre algo en común: el espíritu de la COE 51 y esto es lo que nos hace permanecer todavía unidos a pesar del paso de los años.

Aprendimos y vivimos una actividad militar muy especial: la preparación para ser miembros de una compañía de operaciones especiales, muy exigente en esfuerzo físico y psicológico. El gran crecimiento personal y la adquisición de nuevos conocimientos y habilidades nos marcó y nos enriqueció a todos. Se generó en nosotros una especial reciedumbre, que nos fue inculcada a través de una preparación exhaustiva, algo deseable para que la adquirieran muchos jóvenes de hoy día. Nadie que no haya servido en esta unidad militar puede comprender el alcance de su significado.

La COE 51 (1968-1986) estaba integrada en el Regimiento de Infantería Las Navas 12 de Zaragoza y ubicada en el acuartelamiento de Valdespartera desde 1973: nuestra base o, en términos más coloquiales, nuestro cuartel general, desde donde salíamos mensualmente para realizar las numerosas fases o maniobras necesarias para adquirir la formación que exigía nuestro compromiso con la COE.

Los integrantes de esta compañía procedíamos de distintas regiones de toda España, pero sin que ello significara absolutamente ninguna diferencia entre nosotros. Además, todos teníamos algo en común: una personalidad que aunaba la aventura, el compromiso, la valentía e incluso, a veces, la temeridad. Y, fundamentalmente, todos teníamos grandes deseos de aprender, experimentar nuevos retos y un cierto sentimiento de servir a España.

Para que esto fuera posible, un cualificado grupo de mandos se constituyeron en la clave de nuestra gran evolución. Los recordamos con admiración por sus competencias, por lo que nos enseñaron, por su trato personal y por la rigurosa disciplina presente en todos nuestros actos: algo que al principio nos costaba asumir, aunque con el paso del tiempo comprendimos que esto era imprescindible en el Ejército.

Fue un gran honor estar bajo el mando de nuestro querido capitán, Javier García-Valiño Molina. Su serenidad, firmeza, don de mando fueron aspectos que valoramos notablemente y que resultaron determinantes. De igual modo, el teniente Mariano Bayo tuvo una influencia esencial en nuestra formación. Tenía un excepcional currículo personal y una magnífica formación. Además, su edad, que era próxima a la nuestra, le confería gran empatía hacia nosotros. Ambos contribuyeron de forma muy significativa a la gran instrucción que recibimos. Nosotros no éramos militares profesionales, pero se podría considerar que tuvimos un alto nivel de preparación, una formación de élite.

Hubo más mandos en aquella promoción. Tanto el brigada Pérez Orleans como los sargentos Porras, Baena y Cabrero eran los que estaban siempre ahí, como hermanos mayores, que lo sabían todo y que nos conducían por el camino adecuado. ¡Cuánto disfrutamos, sufrimos y logramos con ellos a nuestro lado! Nos sentíamos protegidos, bien adiestrados y eso nos envalentonaba. ¡Cuánto orgullo y cuánta vanidad teníamos! Pero más por lo que conseguíamos que por lo que se nos podía admirar.

Tuvimos una gran cantidad de experiencias, de aprendizajes, de alegrías y sufrimientos a lo largo de ese año; un bagaje tan rico que sería imposible resumirlo en poco espacio, como también sería difícil hacer una selección, puesto que cada uno de nosotros lo sentimos de una manera diferente.

Si hubiera que destacar algunos detalles, habría que empezar resaltando la exigente prueba para ganarnos la ansiada boina verde: este fue el primer gran paso. A partir de ahí, cada mes nos desplazábamos a diversos escenarios. ¡Qué duras las guerrillas, qué mal se dormía en el suelo a cielo abierto, con la cara enmascarada y con las gotas de lluvia en la cara que nos despertaban en medio de la noche!  ¡Qué interminables y enormes recorridos, corriendo o andando con la mochila de combate pegada a nuestra espalda frecuentemente sudorosa! A veces, sobre la nieve helada y otras veces tras unos extenuantes 20 km.

Las experiencias acuáticas, tan seductoras como agotadoras; las zódiac y el buceo, sobre todo de noche y llenos de lodo en el pantano de El Grado, nos aportaron sensaciones únicas. El riesgo de la escalada, que vivimos muy de cerca con algún accidente, nos llegó a tambalear un poco la moral. El esquí, que antes de nuestro ingreso imaginábamos disfrutando en alguna de las magníficas estaciones del Pirineo, y que se convirtió en una práctica de otro tipo: largas y duras ascensiones caminando sobre nieve y piedras, y cargados con los esquís. ¡Qué difícil y duro era aprender así! Ahí también conocimos algunos de nuestros límites.

Los explosivos y el uso de diferentes armas nos dieron probablemente la perspectiva más militar. Fue un anhelado sueño que cumplimos: disparar con el CETME las espectaculares trazadoras en la noche, el subfusil Star Z-70, las armas cortas, la metralleta MG 42… También comprendimos la gran capacidad de destrucción de los explosivos y el enorme riesgo de su manipulación. Los traslados en camiones con saltos en marcha o desde los helicópteros constituyeron momentos emocionantes y muy representativos de la actividad de un guerrillero de la COE.

Una de las experiencias más duras e interesantes en el ámbito psicológico fue la evasión y escape, una ficticia situación de ser prisioneros reales. Al principio nos parecía un adiestramiento más, incluso el simulado maltrato que recibíamos, pero con el paso de las horas costaba soportar la presión psicológica.

De igual modo, la supervivencia la percibimos también de esa manera, pero con otro problema añadido: el hambre. Distribuidos en pequeñas patrullas en un entorno natural precioso, pero desconocido para nosotros, y en el que nos sentíamos completamente desubicados. Tras varios días sin apenas comer (solo caracoles, raíces…), un poco por casualidad, dimos con un mapa. Y así pudimos situarnos y localizar un pequeño pueblo próximo, a unos 7 km de donde acampamos en vivacs. La idea era ir a conseguir comida sin que fuera algo muy notable, pues podría estar prohibido. ¿Merecería la pena caminar hasta allí? ¿Y si estuviera deshabitado? El riesgo era hacer un largo trayecto andando, pero consumiendo gran cantidad de las escasas calorías que nos quedaban y sin la seguridad de encontrar algo que comer. Si lo lográbamos recuperaríamos energía, pero en caso contrario la vuelta sería agotadora y con la moral tocada. A esto también nos enseñaban: a tomar decisiones arriesgadas. Afortunadamente, acertamos y conseguimos algo de comida: poca, tan solo unas vísceras de un cordero recién sacrificado que el único habitante nos dio con cierta generosidad, así como unas lechugas arrancadas del huerto mientras salíamos del pueblo. Agotados pero satisfechos; y, aunque el botín era pequeño, volvimos junto a nuestros compañeros, con quienes compartimos todo. Así era nuestro patrón de comportamiento: el compañerismo, en el que nos habían formado.

En fin, tras muchas otras experiencias, después de todo un año y con un ligero petate de muy pocas cosas personales, pero con la memoria bien cargada y el carácter forjado, nos despedimos de Valdespartera. Los últimos momentos en aquel cuartel también fueron especiales. Recuerdo ver por la puerta de salida a nuestro teniente. Aunque podría parecer que pasaba casualmente por ahí, creí –y así me gustó pensarlo– que salió a despedirse de nosotros, con la aparente frialdad del estricto régimen militar, aunque probablemente con un sentimiento humano de emoción hacia dos de sus guerrilleros: mi binomio y yo, que cruzábamos por última vez aquella puerta. Y así salimos, nos despedimos siendo muy diferentes de como llegamos un año antes: enriquecidos en valores, dispuestos a comernos el mundo y con el aplomo y la seguridad que tiene un soldado bien formado.

En diciembre de 2023, 44 años más tarde, nos hemos vuelto a reunir y a hablar de las numerosas situaciones vividas entonces. Un encuentro junto a nuestros apreciados mandos, el capitán García-Valiño y el teniente Bayo, que significaron, una vez más, una motivación añadida. Siempre con orgullo y con algún suspiro, hemos recordado con honda emoción aquel intenso año que marcó nuestras vidas.

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