Dos vivencias como Cabo del GOE III

Enrique de la Fuente de la Fuente 

Antiguo Cabo del GOE III (Enoc)

¿Dónde están?

Emboscada a la 3206:00 horas de la madrugada, la escarcha cubre mi poncho y tiñe de blanco los doce kilos de mi MG 42; a lo lejos ya se adivina el sonido inconfundible de unos helicópteros que vienen en nuestra búsqueda. Es el momento más delicado, debemos embarcar lo más rápido posible, puesto que un helicóptero en tierra es un helicóptero abatido. Un instante crítico de éxito en el embarque.

No tengo a mi binomio al lado. En su sustitución, dos bultos que a su vez me hacen de mula, uno me abastece de munición y el otro me porta los cañones de repuesto. Media hora larga pasamos en el transporte hasta que llegamos a nuestro objetivo. Un corto rápel, aseguramos la zona y esperamos órdenes. El sargento 1º B es quien nos dirige y el encargado de revisar que todo salga bien. Entonces, uno de mis bultos se pone nervioso, lo veo casi llorar y le pregunto: «¿Qué pasa bicho? ¿T’as roto una pierna?». «No, mi cabo», me contesta». “¿Entonces, qué coño te pasa?». «En el helicóptero… «. «¿En helicóptero, qué? ¡Nenaza!». «La caja de munición, mi cabo. Me la he dejado olvidada en el helicóptero». «¡Me cago en toa tu sangre pistola!».

Ja, ja, ja. El muy cabrón me había dejado con solo una ristra de munición de la MG. ¡Qué hijo de Satanás, ja, ja, ja! Me tocó llamar al sargento, que con mucha calma casi le acarició con unos pechazos. Actuó como un verdadero juez en cuanto dejó el puño quieto. Hizo cargar al bicho con los cañones de la MG y me dio a mí su chopo; y nos dirigimos a una pista. Misión: peinar la zona.

No os he contado que andábamos de maniobras la 31, la 32, y la COE Plana, a la que yo estaba recién agregado. La misión consistía en peinar un camino por el que más tarde pasarían vehículos pesados, tratando de evitar posibles emboscadas. Para ello, el sargento se colocaba en mitad de la pista y seis de sus hombres caminaban en paralelo a 8 o10 metros cada uno de distancia, tres hacia la izquierda y otros tres a la derecha. Lo que hacía que caminaras por dentro de la vegetación en paralelo con tus compañeros, sin contacto visual. Para comunicarnos entre nosotros utilizábamos un código de sonidos, los cuales ejecutábamos dándonos unos golpes en la pernera; un golpe para confirmar que estabas ahí y tú respondías igual para confirmarlo, dos para detener el avance, tres para continuar y cuatro para reunirnos con el sargento.

Todo pintaba muy bien. Me tocó, ¡cómo no!, en la punta, la zona más alejada de la pista, y comenzamos el avance. Mi avance era lento, intentaba ser lo más sigiloso posible; pero parecían una tarea imposible: zarzales, ramas caídas y demás vegetación impedía una y otra vez mi camino.

Al principio, el sargento ordenó dos o tres reuniones, porque la pista variaba su dirección y había que resituarse. Pero, en esta ocasión, ya llevaba casi una hora sin ningún tipo de señal, lo cual me extrañaba. Entonces intenté comunicarme con mi compañero más próximo y di una palmada en mi pierna. Esperaba confirmación… Un minuto y nada. Otro golpe intentando que fuera más sonoro. Otro minuto que me pareció una hora y, tampoco, nada. “¡Coño, ¿qué pasa aquí?”. Cuatro golpes fuertes en mi pernera para pedir reunión inmediata en mi posición. Ni un alma respiraba, ni señales de vida. “¿Dónde coño están?”.

La solución parecía sencilla, correr 8 o 10 metros en paralelo hasta encontrar a mi compañero. ¿Compañero? Ahí no había ni Dios. Diez metros más para allá debe estar el otro. El bosque se los debió comer. No pasa nada, a unos veinte metros estará la pista y en ella el sargento. Intenté ir despacio tratando de no hacer mucho ruido. Pasaron los veinte metros, y los treinta, y cuarenta…  ni pista, ni compañeros, ni sargento. Estaba seguro de no haber oído nada, los cuatro golpes de reunión. La pista debió girar a la derecha en cualquier punto y yo no he escuchado nada. Decisión, marcha atrás hasta encontrar la pista y una vez encontrada, correr en la dirección de la marcha para ver si encontraba algún rastro de mi patrulla. Ni Dios, ¡se habían volatilizado! ¿Qué hago? Llevo más de media hora corriendo en esta dirección y nada.

Teníamos dos puntos de reunión, que eran los dos pueblos más cercanos, pero me quedaba una opción, quizás hayan vuelto al punto donde nos dejó el helicóptero. Dicho y hecho, una hora más tarde allí me encontraba, esperando que un helicóptero apareciera a recogerme o que mi patrulla diera señales de vida.

Las dudas atormentaban mi cabeza. Por aquí no aparece nadie, ni rastro de helicópteros y mucho menos de mi patrulla. Eran más de las dos del medio día; llevaba casi 24 horas sin comer y tenía que tomar una decisión. Desde el punto donde me encontraba se veían tres pueblos, estarían a unos 20 o 25 kilómetros el más cercano. La cosa estaba clara, dirigirme hasta allí y presentarme en el cuartel de la Guardia Civil.

Decidí coger un atajo. Un barranco que parecía que me iba a ahorrar gran parte del camino. Y así lo hice. Casi dos horas más tarde ahí seguía, dentro del barranco escuchando como mis tripas rugían, ya no me quedaba agua y en el suelo había unos charcos muy apetitosos; pero esa agua llevaría allí dos siglos estancada. Abrí mi mochila de combate, saqué mi ración. Sí, esa ración que viene envasada al vacío y que te dicen mil y una vez que ni se te ocurra abrir… Pues, yo la abrí; pero no para comerme nada, si no para sacar un par de pastillas potabilizadoras, que eché a mi cantimplora rellena de esa agua casi putrefacta. Una hora decía que había que esperar para beber. A la media hora ya le había pegado el primer trago.

Cuatro horas y media dentro de aquel tortuoso barranco y, al fin, una pradera y al fondo una carretera secundaria… Bueno, me separaban de ella unos dos mil metros. Se terminaba la tortura, con suerte dormiría al raso y, a la mañana, siguiente me presentaría en la Guardia Civil.

Nada de eso ocurrió. Como siempre, las cosas no salen como las planeas. A lo lejos, en la carretera, un camión. ¡Es del ejército! Estaba a unos tres mil metros de mi posición. Si no hago ruido, no me van a ver. Quito el seguro de mi chopo y pego un tiro al aire: ¡pummmm! El camión no para. Dos tiros más. ¡Pum, pum! Entonces el camión reacciona. Lejos de parar, acelera. ¡Hijos de p…! Cambio el selector de mi arma a ráfagas y salgo corriendo detrás del camión mientras voy disparando al aire y gritando: “¡Hijos de p…!”. Saltaba los montículos, pum, pum, pum… pum, pum, pum … El camión aceleraba más y más. “¡Qué cabrones! ¡No van a parar!”. Y, entonces, desapareció detrás de una curva. «¡Me cago en toa mi sangre!». Yo no dejaba de correr y de disparar, hasta que llegué al punto donde había desaparecido el camión. Dos pasos, y ¡sorpresa!, el camión había parado y se habían desplegado para repeler una emboscada.

¡Ja, ja, ja! Era la 32 que, absortos, miraban que un solo tío era la fuente de su emboscada. ¡Ja. ja, ja! Bajé mi arma y se me acercó el teniente:

«Hola, muchacho. ¿Por casualidad, no serás tú el que te has perdido?». «No, mi teniente. Yo sé dónde estoy y a dónde me dirijo.» «Vaya c… tienes. Creíamos que era una emboscada. ¡Venga, sube al camión!».

Más tarde, me tocó dar novedades a mi primero de por qué había abierto la ración de combate, de por qué me separé del grupo y de por qué no me había dirigido al pueblo correcto. Y mis respuestas le fueron convenciendo. Al parecer mi compañero no me dio la señal de reunión, cosa por la cual ya se llevó sus piñazos correspondientes. Y con respecto al pueblo correcto, mi respuesta fue clara: desde la montaña no podía saber el nombre del pueblo. Y esa fue mi emboscada a la 32.

Un cristal

Meteos un poco en situación: Tarde de viernes, vistiéndonos de calle para un ganado permiso de fin de semana. Unos totalmente vestidos, otros medio en pelotas y los más novatos, casi esperando en la puerta a que alguien les mande a formar. Bueno, mi indumentaria era en vaqueros, y solo eso, puesto que no llevaba ni camiseta, ni andaba calzado todavía, igual que un compañero mío llamado Cones Martínez.

Estábamos haciendo tiempo jugando a un juego de valor, de cuyo nombre no me acuerdo, pero sí bien de qué trataba. A lo mejor pierdo el tiempo explicando en qué consiste porque algunos habréis jugado; pero otros, quizás, no. El juego consiste en un toma y daca. Mientras uno recibe, el otro da… Pero con una peculiaridad, el que recibe tiene las manos a la espalda y el que da lo hace con un machete en la mano. Se trata de levantar tu mano con el machete empuñado y dirigirlo con toda la mala leche del mundo al pecho de tu compañero, con el ánimo de atravesarlo como si fuera un pincho moruno; pero, en el último instante, haces un giro de muñeca y lo que impacta en el pecho de tu compañero son los cuatro nudillos.

Ahí andábamos perdiendo el tiempo. Ahora tú… ahora yo… ahora tú… ahora yo; cuando, por el rabillo del ojo, veo que se aproxima Poveda, otro compañero, que con su mano en alto se dirigía hacia mí. No sé si se percató que yo me había dado cuenta. Yo decidí sorprenderle levantando mi brazo para esquivar su golpe, con tan mala fortuna que me precipité un poco, puesto que no lo estaba mirando y él asestó su golpe clavando en la palma de mi mano su navaja reglamentaria. ¡Zas! Chorro de sangre en mi cara. El Poveda, blanco como la leche. Cones con los ojos que se le salían de las órbitas. Mi reacción primaria fue agarrarme de la muñeca para cortar lo máximo posible el riego sanguíneo. Ahí seguía la navaja clavada. En un momento, se armó un revuelo de narices.

Total, que arranqué la navaja de mi mano y salí corriendo hacia botiquín. ¡Ja, ja, ja! Deberíais haber visto la cara de los pistolos que me veían corriendo por mitad de todo el cuartel descalzo, sin camisa y en vaqueros, dejando un reguero de sangre tras de mí.

Llegué al botiquín y me atendieron enseguida. Me preguntó el capitán médico que cómo fue. Y mi respuesta fue inmediata: «Un cristal, mi capitán”. «¿Un cristal?». «Sí, sí, me he caído y me he clavado un cristal». «Parece una herida muy limpia para ser de un cristal. Yo juraría que es de una navaja”. «No, no, mi capitán. Un cristal.»

Terminó de coserme, se fue al despacho de al lado e hizo una llamada. «Venga, tira que te están esperando.» La mano vendada y de vuelta a mi compañía, que estaba formada y preparada para su permiso. Joder, todos de civiles con sus petates entre las piernas y yo aquí descalzo y con la mano vendada. Entonces me llamó el primero:

«¡De La Fuente!». «¡A sus órdenes, mi primero!». «¿Qué coño te ha pasado?». »Un cristal mi primero». «Sí, mi primero, caí al suelo y me lo clave en la mano». «¿Me tomas por gilipollas?». Y un golpe cayó en mi, ya maltrecho, pecho. «¿Qué c… te ha pasado?». «Un cristal, mi primero.»

Joder, la que me cayó. A todo esto el Poveda, por detrás del primero, gesticulando una y otra vez: «Díselo, díselo…”. «Yo no estaba dispuesto a decirle una mierda y un pechazo, y otro pechazo caía.

«Muy bien de la Fuente… Un cristal, ¿no? ¡Tira para la compañía y me buscas ese puto cristal que como no aparezca te vas a quedar aquí arrestado por gilipollas! ¡Pedazo de cabrón!».

Joder, salí a toda leche, buscaba por los suelos a ver si encontraba algo. pero habíamos dejado la compañía como los chorros, así qué iba a encontrar allí… Y me dirigí a mi taquilla a ver si tenía algo de cristal para romper, pero en ese momento entró el tocapelotas del primero. “Me cago en tos tus muertos… ¿Has encontrado el cristal?» «No, mi primero». «Claro, cómo lo vas a encontrar. No existe tal cristal. El Poveda te ha clavado la navaja.»

¡Hijo de Satanás! El muy cabrón sabía qué había pasado y, aun así, me había metido unos pechazos. Yo ya no me podía retractar y seguí con la mía… «A sus órdenes, mi primero. Lo habrán recogido».  «¿Aun así, te sigues riendo de mí?». «¡No! ¡no! ¡no!, reírme de usted no, mi primero”. »Mira, me das pena. Vístete y tira para la formación; pero ya.»

¡Joder! ¡De la que me había librado! Una vez en la formación, el Poveda me dijo que él mismo se lo había dicho. Y yo ahí, aguantando tanto, ¡ja, ja, ja! Con razón me gesticulaba por detrás que se lo dijese. Luego ya sabéis, bromas de todo tipo sobre el mini trato de prisionero. De aquello me queda una buena anécdota y cinco puntos en la palma de mi mano.

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