Valentín Río ,“Tiningo el Brujo”
—¡Segunda sección!¡ Atención! ¡Firmes! ¡Aúua!
El taconazo de las botas de los “Boinas Verdes” sonó con fuerza dentro del acuartelamiento obedeciendo la orden del sargento Renedo, un respetado suboficial de la Compañía de Operaciones Especiales en Baleares, la COE 101, que gritó con su voz autoritaria:
––¡Primera sección!¡Tercien armas!
Lo brazos de los soldados levantaron sus fusiles ametralladores cetme por encima de sus cabezas. Yo era uno de aquellos soldados de la primera sección.
––¡En columna de a tres! ¡Por la derecha!, ¡ paso li-gero”! ¡Aúua!
Los guerrilleros, con nuestra característica boina color musgo y emblema de machete laureado junto a la gallina de infantería, vistiendo en traje de faena , iniciamos la carrera con el ritmo enérgico característico que amedrentaba al resto de la tropa del acuartelamiento, manteniendo los fusiles en el sufrido “tercien alto” y aullando frases guerreras. Subimos los cuatro pisos hacia el terrado del acuartelamiento bajo un estruendo de botas a paso acompasado siguiendo al sargento al frente, encabezando su sección.
Cargábamos en nuestras espaldas las mochilas de combate y las cuerdas de escalada. La primera sección, la de los veteranos, esperaba su momento observando en posición de descanso desde el patio de armas. Al llegar a la azotea, siguiendo estrategias ensayadas una y otra vez se instalaron anclajes, se verificaron los nudos de seguridad y se lanzaron los cabos hacia el vacío. Todo se hizo con rapidez y destreza. Eran habilidades entrenadas una y otra vez en el diversos entornos y escenarios: en canteras, en barrancos y en pantanos. Nos distribuimos en dos filas preparándonos para descender por los cordajes y, a la voz de mando del sargento, nos colocamos un braguero de cuerdas bajo la supervisión del oficial de servicio.
—“Caballo Loco”, colócate mejor la toalla o te vas a desollar el cuello.
Todos verificamos que nuestra toalla estuviese bien colocada para no quemarnos el cuello ni la espalda colocada bajo la gruesa parca “paraca” para reducir la fricción de las cuerdas. El arma nos la colgamos del torso de forma conveniente y, en rápida cadencia, nos acercábamos a la cornisa. Al llegar el momento, cada uno agarró la doble cuerda y la encajó de forma conveniente por dentro de un mosquetón sujeto al braguero, desde ahí subía hacia el hombro para bajar en diagonal por la espalda.
El avanzar o detenerse, iniciado el descenso, dependía de los movimientos de nuestro brazo derecho. Con su flexión o extensión del codo y manteniendo una postura adecuada controlábamos la velocidad de nuestro descenso deslizándonos por la cuerda. El sargento se dirigió con un guiño cómplice.
—“Médico”, ¡te toca!
A la orden del suboficial, me coloqué de espaldas al vacío con las piernas bien abiertas, las flexioné y me impulsé hacia el abismo. De forma simultánea, con un salto enérgico, liberé cuerda y controlé la caída mientras sentía el calor del roce de la cuerda en mi espalda, como si una culebra caliente se deslizara sobre el grueso chaquetón escapando de mis guantes de cuero sintiendo el característico zumbido de las cuerdas al descender en rápel. La inquietud se compensó con un descenso estimulante. A mi lado, en sincronizada caída, “Caballo Loco”, el canario experto en quesos, descendía en binomio. Los dos, como pulgas gigantes hicimos dos escasos contactos con la pared y alcanzamos el suelo. Pisar el suelo y soltarse generaba un ambivalente sentimiento de un íntimo placer y frustración por el fin de la descarga adrenérgica, esa intensa emoción por la descarga de adrenalina que generaba un mono inmediato manifestado en un estado de extrema alerta y contenida euforia. Desde las ventanas del acuartelamiento nos observaban boquiabiertos el resto de tropa, “los pistolos”. Al llegar al suelo, sustituíamos al compañero precedente y asegurábamos las cuerdas para que el que ya estaba dispuesto a descender lo hiciese con la misma energía y decisión. Atrás, en formación, el resto de compañeros observaban henchidos a los que seguían sus pasos.
Finalizados los descensos en rápel. Tal como llegábamos abajo, formábamos de nuevo. La otra sección repitió el mismo ejercicio. Luego siguieron otros descensos en tirolina, tanto o más espectaculares.
Al finalizar, una tabla de combate y al finalizarla iniciamos el nuevo entrenamiento que esperábamos con verdadera impaciencia. Aquella mañana, por primera vez, aprenderíamos a subir y colocarnos en un helicóptero. Ninguno lo habíamos hecho antes. Solo habíamos visto helicópteros en la televisión o en el cine y, ocasionalmente, volando sobre nuestras cabezas y generando curiosidad y admiración. En lo que a mí respecta, poco o nada sabía de helicópteros, pero me fascinaban. Recordaba haber jugado con mi padre a levantar unos pequeños artilugios o, con mi hermano Javier, a volar unos círculos y quedarme hipnotizado viendo las libélulas volar sobre los charcos y el río, hacia delante y hacia atrás, precisas, esquivas, rápidas, para posarse sobre jaras y ramas tentándome a intentar cazarlas. A veces lo conseguía, pero no resultaba fácil.
Siempre pensé que lo más parecido a un helicóptero eran las libélulas. Una amigo de infancia, en nuestra cabaña de aventuras infantiles, dejó una sentencia que me dejó impresionado: los helicópteros nacen del amor entre una libélula y una abejón. Como todos, solo nos habíamos subido a los helicópteros de los tiovivos, aunque sí recuerdo haberme subido de niño a una cabina de uno adaptado en un “Salón de la Infancia” por la guardia urbana y los bomberos de Barcelona. Quizás fuese una cabina de un “Bell 47”, un pequeños helicóptero que recuerda a una pecera y que se elevaba gracias a un gato hidráulico y que hacía girar unas hélices de avioneta emulando las palas para no cortarnos las cabeza y que nos creíamos que eran de verdad. ¡Qué inocentes éramos!
Era finales de los años 60 y me vienen recuerdos sincopados de imágenes que me quedaron grabadas en la retina: Bombardeos de Napalm en Vietnam a partir de descargas de enormes B-52 cagando muerte; aterrizajes de Phantom F4 abriendo sus paracaídas para retener su inercia al aterrizar. ¡Cómo me encantaban su estabilizadores de cola! Monté una maqueta durante una convalecencia por anginas. ¡Seguro que en mi estado febril realicé operaciones de alto heroísmo! Recuerdo también imágenes de helicópteros realizando evacuaciones y rescates. Y también recuerdo un programa que me fascinaba: Por tierra, mar y aire, que presentaba un tal Ángel Losada. ¡Yo quería serlo todo: guerrillero, infante de marina, buceador de combate, piloto de avión, paracaidista, tanquista, artillero…! Los reyes magos aquel año me trajeron un jeep sanitario, con bombilla azul. Y realicé evacuaciones de soldados y vaqueros heridos distribuidos en las batallas libradas en los pasillos de mi casa. ¿Nació allí mi vocación sanitaria militar? Nunca lo sabré. Pero sin duda todo suma.
También en aquellos días, durante un salón de la Infancia, las FF.AA. tenían dos tanques y varias piezas de artillería dispuestos y en los que la chiquillería emulábamos imaginarias batallas contra enemigos invisibles creados en nuestra memoria y aprendidos en películas de guerra o en tebeos de hazañas bélicas. También tenían un enorme aparador con un despliegue de figuritas formando complejos batallones y maquetas preñadas de detalles, algunas desfilaban otras desplegaban sus capacidades. Se escuchó un ruido que todo lo sacudió y salimos afuera. Allí nos sorprendió la enorme sombra de una enorme libélula de la que saltaban soldados de uniformes atigrados y con unas inconfundibles boinas verdes. Emocionados, los vimos descendieron por parejas como ángeles bajando por una cremallera bajo el ruido ensordecedor del helicóptero realizando un estacionario a más de diez metros que barrió cualquier resto de basura y papel en aquella zona ¡Quién me diría que tres lustros después yo sería uno de ellos!
Pero lo que les estoy contando sucede en Mallorca y corre el año 1984. Estamos en el interior del cuartel Palma 47, heredero de los héroes de Baler: “Los últimos de Filipinas”. Y allí estamos la compañía entera, dos secciones, dispuestos a entrenar el embarque y desembarque de una aeronave imaginaria pues aquel entrenamiento fue sin helicóptero.
Con bastante imaginación unas sillas lo emulaban. Parecía un juego infantil, pero ya se ocuparon nuestros oficiales de que ninguno cayese en la fácil trampa de considerarlo así. Quien se relajaba su disciplina sufría inmediatamente una amonestación y debía realizar veinte flexiones con todo su equipo. Si era arrestado sería conminado a empujar un camión REO M35 con el freno echado, (¡eso de aperitivo, para empezar!) y después continuaría cumpliendo con un catálogo de correctivos a cuál más severo.
El sargento Renedo era respetado y admirado por su valor, su capacidad y sus virtudes como suboficial con dotes de liderazgo y mando. Para dejar bien claro los objetivos de aquel día de adiestramiento, gritó: “Firmes” y con voz clara, autoritaria , los brazos a la espalda, los músculos tensos, su mirada ruda y directa dirigida uno a uno a cada soldado con el que buscó contactar con su vista, revisó el procedimiento:
—¡Al helicóptero se accede siempre de frente! ¿Entendido? ¡Siempre a la vista del comandante de la nave!
Silencio.
Paseó su mirada de ave rapaz entre la formación, mirando uno a uno a los ojos, prosiguió asertivo.
—¡El abordaje se hará con rapidez, agachados, siempre por el frente, salvo que se os ordene acceder por los flancos!¡Bajo ningún concepto se distraerá la atención, ni se aumentará la silueta! ¿Queda claro? ¡Cuidado con los fusiles! ¡No salgan del aparato en plan vacilón, con el cetme apoyado en la cadera, como actores de cine!
—¡Sí, mi sargento!
Todos respondieron con un aullido, a una sola voz, con un eco que resonó en todo el patio como un eco marcial.
—¡Nadie levantará el arma, ni los brazos, ni ningún objeto que pudiese interferir con el movimiento de las palas! ¡Las armas con las cinchas bien ajustadas al cuerpo; las bocachas hacia abajo!
El sargento dominaba el arte escénico y sabía mantener los silencios en los que no se oía ni el revolotear de una mosca. La sección se mantenía tiesa como un bosque de treinta hombres firmes y el sargento bordeaba la formación como un lobo acechando a un rebaño.
— ¡El abordaje se hará en el orden asignado y se abandonará el aparato en orden inverso! ¡A la hora de saltar, se hará sin vacilar y procurando que el salto de los binomios sea sincrónico para evitar oscilaciones o problemas! ¿Queda claro?
Y todos gritamos a una de nuevo:
—¡Sí, mi sargento!
—¡Para la maniobra con explosivos, primero os colocareis a la orden del suboficial sobre el patín y allí esperaréis la orden de salto al agua! ¿Entendido?
—¡Sí, mi sargento! — El eco del patio aumentó el efecto marcial de las voces.
—Para las maniobras en estacionario, recordar: el salto será similar a cuando saltáis de los camiones en marcha. Os alejaréis del rotor de cola y estableceréis un perímetro de seguridad, rodilla en tierra, cuerpo a tierra los que están más atrás, a la orden del suboficial al mando. ¿Entendido
—¡Sí, mi sargento! — El eco de nuevo, a una sola voz.
—Bien. A mi orden, abordar el aparato.
Buscamos con los ojos el aparato. No estaba. En su lugar había ocho sillas, espalda con espalda. Nadie rio. Todos entendieron que allí había que imaginarse un helicóptero. Y cumplimos. Aquel fue el primer entrenamiento para subir a esas poderosas aeronaves. Al día siguiente tendríamos el contacto con los antiguos y míticos helicópteros. Esa vez sí fueron aeronaves reales. Cuando vimos aterrizar aquellos cuatro enormes helicópteros, dos Bell Iroquois y dos Chinook, todos quedamos muy impresionados. No solo nosotros estábamos de maniobras. También los pilotos de helicópteros, llegados desde la base de Bétera en Valencia y de Colmenar Viejo, en Madrid. ¡Todos íbamos a jugar a la guerra!
Los pilotos, con su mono y su boina azul característica, bajaron tras parar motores y correspondieron al saludo de nuestros mandos que fueron a recibirlos al pie de sus enormes coleópteros metálicos. Todos los miramos con admiración y recelo. Eran tan feos como atractivos. Tan sugestivos por poder volar como los ángeles. Tan inquietantes como demonios. Seguro que aquellos aparatos se adquirieron de segunda mano tras la guerra de Vietnam. Quizás desde ellos se combatió o se recibieron impactos sobre sus planchas metálicas lucían su primeras pintura y sus primeros emblemas. Quizás en operaciones Dust-Off sacaron de un infierno a jóvenes de otros tiempos, en países alejados. Sin duda aquellos cacharros tenían su historia y me dio rabia no poder conocerla.
Una voz a mi espalda musitó:
—¡Tíos!¡Va a ser como Apocalipsis Now!
Y como si se hubiese encendido un interruptor, la escena de la corneta llamando “a arrebato” y el arranque de los aparatos subtituló aquella intima emoción, mientras que el mismo compañero empezó a tararear la música de Wagner que fue seguida por un pequeño corrillo a su alrededor. El sargento nos reprimió con una mirada corrosiva, aunque descubrimos que su sonrisa era cómplice y le delató compartiendo similar emoción.
Escuchamos una arenga, mientras los pilotos volvieron a arrancar las aeronaves. Empezaba el juego. Con un ruido ensordecedor, tal como habíamos ensayado, a su orden dos patrullas subimos a los Huey Bell. Realizamos el mismo entrenamiento, entrando y saliendo; desplegándonos y dando seguridad bajo el movimiento de sus enormes palas sobre nuestras cabezas, con su característico sonido evitando aproximarnos al rotor de cola, y realizando despliegues tácticos y perímetros de seguridad de la imaginaria Landing Zone, LZ.
El resto de la compañía, el vehículo de mando y la cocina de campaña lo hicieron por una amplia rampa por la parte posterior hacia el interior de los otros míticos aparatos, los enormes Boeing CH-47 Chinook, que se utilizan para el transporte de tropas, materiales, paracaidistas y traslado de materiales para operaciones de fuerzas especiales. Sus entrañas pueden comerse un camión y disponen de soportes para rápel, lanza de reabastecimiento en vuelo y otros complementos. Son barcos volantes, aunque parecen ridículos al lado del Mig V-12, el helicóptero más grande del mundo, un híbrido entre un avión y dos helicópteros. Uno se siente pequeño junto a aquellas bestias volantes. Los Chinook se caracterizan porque tienen dos rotores que giran en sentido inverso y con ello eliminan la necesidad del rotor en la cola. Ello les permite que toda la potencia se use para la elevación y el empuje. Cuando los aparatos ya nos habían devorado, los rotores empezaron su ensordecedor concierto. Sentimos nuestras vísceras vibrar. La emoción corrió como arrollo de deshielo por nuestro cuerpo. Bajos los rostros serios, nos miramos con ojos cómplices, casi infantiles. ¡Íbamos a volar en helicóptero!
Los que habíamos hecho la formación de buceo y demolición subimos a los pequeños Huey. El resto de la compañía, la cocina de campaña, elementos logísticos se repartieron entre los dos Chinook.
Sentí por primera vez la emoción del despegue en un helicóptero, pero esta vez de verdad.
Tras arrancar motores y ganar vueltas, los dos colosos y las dos máquinas guerreras levantaron su vuelo con una leve inclinación, como bestias voladoras. Ascendimos tomando altura. Ganamos velocidad. La emoción de ver el mundo desde otra perspectiva fue un sueño hecho realidad.
Los pilotos pusieron rumbo a la isla de Cabrera, en convoy uno siguiendo al precedente. Visto y no visto dejábamos atrás campos y molinos y estábamos abandonando la línea de costa y sobrevolando el mar. Esa sensación de colores vivos, destacando el turquesa junto a la costa y el azul marino ganando ya el mar abierto, como si nos moviésemos por una página de un gran atlas abierto, sin nombres ni referencias.
Enseguida perdimos la costa. El azul inmenso del mar se apoderó del horizonte. Las maniobras de combate no eran solo para nosotros. Los pilotos hicieron unas maniobras con los Huey y avanzaron a los potentes Chinook. El vuelo fue relativamente corto para el gusto que nos estaba dando aquella travesía con el azul marino bajo nuestros pies.
La silueta de la isla de Cabrera se empezó a dibujar, como un cangrejo con forma de cruasán que se abría hacia nosotros. A nuestras once detecté una estructura, una pequeña atalaya, una excelente referencia. Allí, horas más tarde, descubrí grabados testimonios en sus rocas que me permitieron intuir e imaginar el cautiverio que vivieron allí, confinados, más de trece mil soldados franceses.
Había leído en un libro sobre ese penoso cautiverio y podía imaginármelos como un ejército de esqueléticos supervivientes, de zombis desarrapados reales buscando lagartijas, insectos, plantas o cualquier cosa para llevarse a la boca. Incluso, si hacía falta, el apéndice de un colega. Esa fue la dramática situación en aquella isla tras la batalla de Bailén, la primera derrota sufrida por el emperador Napoleón.
Dentro de los dos “Huey”, Los doce elegidos para la misión de explosivos vestíamos un chaleco de neopreno, bajo el cual llevábamos un austero bañador y las cargas explosivas. No era una indumentaria muy sexy, pero si adecuada a la misión. Las aletas y unas lentes de buzo colgarían de nuestras axilas al caer y nos las colocaríamos ya dentro del agua. De vez en cuando intercambiábamos miradas, más de emoción que de nervios. Olía a queroseno, a electricidad y a nuestro sudor. A alguien se le escapó un pedo, pero nadie rio. Todos y cada uno estábamos concentrados en realizar correctamente el protocolo aprendido. El sargento ordenó haciéndose oír a voces como podía bajo el ruido acompasado de los rotores:
—¡Aseguraros las cargas explosivas bajo los chalecos! ¡Ni se os ocurra entrar en el agua en plancha!¡Aletas ajustadas en los sobacos! ¿Listos?
—¡Sí, mi sargento!
Gritamos para hacernos oír bajo el ruido y levantamos el pulgar como signo afirmativo.
—¡En orden establecido, al patín! ¡Unos, fuera!
Ordenó el suboficial.
A mí y al compañero que tenía a mi espalda nos tocaría ser los primeros en saltar.
—¡Números “uno”: fuera!
El compañero y yo nos colocamos sobre el patín, con las manos en alto, sujetándonos al marco.
—Por binomios, todos, cada uno en su posición, se fueron colocando en la barra exterior con el vacío inquietante del horizonte inmenso ante nosotros y el abismo a nuestros pies. Miré abajo, sujetándome con las manos al marco del portón del aparato: un azul profundo y denso inquietante. Arriba, un cielo azul claro. Atrás la ruidosa oscuridad de la cabina. Descalzo, sintiendo el frío del patín y percibiendo el aire juguetear con los vellos de las piernas desnudas, me sentí pequeño. Volábamos a una altura de unos 1000 pies, lo que supone unos 300 metros.
Y empezó el festival. Los pilotos realizaron entonces diversas fintas de combate para eludir posibles misiles y de repente, sentimos como estábamos literalmente mirando primero al mar profundo y luego al cielo inmenso, mientras nuestros esfínteres se apretaron y una sensación parecida a un sudor frío y mariposas en el vientre nos corroyó.
Fueron solo unos instantes, pero, contrariamente a lo que creí que iba a suceder, no caímos precipitados al vació. Las fuerzas centrífuga y centrípeta nos mantenían, a mí y a mi compañero, clavados en nuestros sitios sobre los patines. Como si estuviésemos en una montaña rusa invisible pasábamos de ver verde, a cielo intenso, y de ahí azul profundo, para en un rebrinco ver todo de nuevo azul cielo y la situación se invirtió con una nueva finta tan estremecedora como emocionante.
La aeronave se inclinó hacia adelante, como un halcón, y con ello las fuerzas de la inercia de aquella picada que realizaron los pilotos de combate para descender, virar y avanzar en vuelo rasante a pocos metros del agua nos dejaron, sin pretenderlo, sin la sombra de nuestro miedo y que acabó con un vuelo a ras del mar tras estabilizar la horizontal el aparato y encarar la entrada de la bahía.
Fue una sensación brutal, como en una montaña rusa. Cuando parecía que nos íbamos a estampar contra el agua, superada la entrada de la bahía de la isla de Cabrera los pilotos elevaron sus proas al descender para reducir su traslación, quedado los helicópteros casi detenidos, en un vuelo lento casi estacionario a unos tres metros del agua, sin posar sus patines, generando dos círculos de espuma en cabrilleo que parecían llamarnos. La imagen de aquella maniobra entre los dos aparatos no la pude acabar de disfrutar. Estábamos a solo unos pocos metros sobre el agua, tres o quizás cinco cuando escuchamos el grito:
— ¡”Unos”, saltar!
Como un resorte salté hacia afuera. Intuí que mi binomio hizo lo propio por el otro lado. Percibí que el estómago se me salía por la boca. Todo se tornó rojo. Un planchazo en mis pies. Como un estilete, entré hundiéndome en el agua salada. Entonces todo se tornó verde, sentí la densidad del agua tragándome. Por unos segundos el sonido de los helicópteros desapareció; se transformó en un zumbido sordo, denso y profundo. Saqué un poco de aire para orientarme y ascendí siguiendo las burbujas hacia la superficie, hacia la luz, al tiempo todavía de poder ver como saltaban los últimos compañeros en dobletes vistosos, generando un chapoteo simétrico tras los aparatos. Los helicópteros recuperaron altura, pero. ¡Un compañero se había quedado rezagado! Dudaba.
— ¡Salta! ¡Salta!
¡Le gritamos!
Y saltó; más por reflejo que por convicción y lo hizo desde una altura superior a los doce metros. ¡Por suerte no se lastimó!
Viendo cómo se alejaban los helicópteros, nos colocamos las aletas y en una relativa formación, de espaldas, con la ayuda de las mismas, recorrimos nadando algo más de un kilómetro. En el centro de la bahía localizamos los escollos metálicos que debíamos dinamitar. Colocamos las cargas submarinas, acoplamos las mechas y los detonadores sobre una tabla de madera en la que habíamos adaptado la mecha calculada y los detonadores cubiertos con condones para evitar que se humedeciesen.
Verificado todo, tras activar el explosivo, salimos a nado a toda velocidad para alcanzar la costa y ponernos a cubierto cuerpo a tierra. El corazón se nos salía por la boca, pero nadie levantó la cabeza, y buscamos la protección de una pequeña duna esperando el zambombazo. Miré mi reloj. En el tiempo previsto, cuatro columnas de agua, vapor y fuego de más de 10 metros se levantaron en medio de la bahía con sendas explosiones.
Aunque estábamos cuerpo a tierra, sentimos las ondas expansivas, como si un bulldozer de aire quisiera levantarnos. Luego la lluvia de sal y arena que nos cayó como un breve y espectacular baldeo. Solo el recordarlo me estremece. ¡Habían empezado las maniobras!
Nos arrastramos como lagartos para alcanzar las matas más allá de la arena, corrimos hacia un punto convenido y contemplamos cómo los enormes Chinoocks aterrizaron “tras limpiar” la playa con sus potentes palas generando volutas de viento. Con las palas todavía en movimiento, la aeronave escupió mortales enanitos que parecían salir cagando leches de su portón posterior y que se colocaron a sus laterales, dándole protección. Un rato más tarde, los motores se ahogaron y nos reencontramos con el resto de los compañeros que habían llegado con los Chinooks. Tras una formación de urgencia, recuperamos nuestra ropa y mochilas y nos unimos, emocionados, al resto de la compañía.
—Por secciones, a sus helicópteros.
Corrimos a las aeronaves asignadas para iniciar las maniobras de descenso en rápel con los diferentes helicópteros. El sargento volvió a gritarnos.
—Ahora todo depende de vosotros. ¡Si soltáis la mano, os vais a tomar por culo! ¡Si os vence el miedo, nadie podrá subir a limpiamos las caquitas!
Lo recuerdo como una de las experiencias más intensas que he vivido. Los helicópteros bajaban y ascendían para recoger binomios, ocho hombres por turno. Los anclajes de las cuerdas sujetos a un soporte interior, nos lanzamos al vacío con osadía. Era el momento de la verdad, el de poner en práctica las técnicas tantas veces ensayadas y entrenadas. El salto desde el Huey debía ser decidido. Era preciso impulsarse con fuerza para que, con el vaivén del péndulo de la cuerda, no te golpeases con la cabeza en el patín. El mayor riesgo estaba en la pérdida de la propia confianza. Soltar la mano para agarrarse desesperado en un arranque de pánico era una posibilidad. Los pilotos estaban muy atentos. Solo podía salvar el impacto un descenso rápido y controlado. El año anterior un compañero sufrió una fractura vertebral al soltarse en medio del descenso. Se asustó con el calor de la fricción de la cuerda en sus manos. Felizmente, ese año no tuvimos accidentes.
Hubo doblete. Yo repetí varias veces el descenso. ¡Aquello que sentí era puro veneno! ¿Era igual saltar desde los dos helicópteros?
¡No! El descenso desde el Chinook fue más salvaje. A pequeños saltos avanzabas por la rampa de cola y, de repente, sentías la potencia de las palas del rotor posterior que te empujaban hacia abajo tras realizar el salto que te despegaba de la superficie, como si de un sumidero de aire turbulento te adujese.
Aquella experiencia me quedó grabada a fuego. No fue la única. Aprendí en aquel año con los boinas verdes a realizar todo tipo de descensos con cuerdas, a improvisar puentes, a evacuar heridos graves con eslinga y tirolinas.
Sin saberlo, estaba recibiendo mi bautismo de fuego aventurero. Mi condición de médico no me eximió. Debía de hacer todo lo que los demás hacían y, además, atender mi actividad, que no resultaba baladí por la gran cantidad de lesiones que me tocaba atender día a día. Aprendí de plantas y de técnicas de supervivencia, a preparar emboscadas, a esconderme, a orientarme, resistir torturas, a conocer armamento, a detectar peligros, a montar y desmontar armas con los ojos cerrados, a moverme de noche, a encontrar recursos donde no los había, pero de todo me quedo con una enseñanza: a saber que no había nada “imposible”. Eso ya lo habíamos aprendido en nuestra primera semana.