Capitán de la COE… ¿Qué más se puede pedir?

Carlos Blanco Pasamontes

Antiguo Capitán de la COE 101-7 (1982-1988)

Recibo la invitación del general Bataller para escribir “lo que quiera” para el próximo ejemplar de Boina Verde, la revista de los veteranos boinas verdes españoles, sobre mi experiencia en la COE 101, que, tras la creación de los GOE, se renombró con el número 7. Era imposible no contestar afirmativamente a una invitación de ese orden y ha sido imposible no sentir nuevamente el latido fuerte del corazón al rememorar aquellos 6 años de mi vida militar, pero considero imposible también condensar en unos folios el cúmulo de vivencias, sensaciones, emociones, alegrías y tristezas que pueden sentirse, y de hecho sentí, al tener el grandísimo honor de ejercer el mando en esta admirada unidad de nuestro Ejército durante 6 años, entre 1982 y 1988.

Intentaré, por tanto, reflejar de la manera más rigurosa posible cómo me marcó el carácter la experiencia de mandar una COE, hasta el punto de que estoy seguro de que la mayor parte de lo que he conseguido en la vida lo debo, además de al cariño y apoyo de mi familia, a la huella que dejaron en mi personalidad aquellos intensos años.

Hoy en día nuestras Fuerzas Armadas están nutridas por personal profesional, que permanece integrado en sus filas durante no menos de 25 años, con lo que su formación y experiencia les posibilita un rendimiento máximo en el ejercicio de sus funciones. Entonces, en los años 80, los soldados que ingresaban en la COE eran todos de recluta obligatoria en las FF.AA.; aunque, con orgullo, diremos que todos eran voluntarios para formar parte de nuestra compañía, pues decidían libremente apuntarse a hacer el servicio militar en ella tras la jornada de captación que todos los años realizábamos dos veces en el CIR nº 14, en los llamamientos 1º y 5º de cada reemplazo. Tan solo permanecían un año en el Ejército (18 meses los voluntarios de la zona), pero no creo faltar a la verdad si digo que, en ese tiempo, conseguían una preparación envidiable gracias a la dureza de la instrucción que realizaban y al admirable espíritu que siempre demostraban.

Aunque llevaba un cierto bagaje guerrillero tras haber realizado el Curso en Jaca y permanecido 2 años como teniente en la COE 102 de Tenerife, recuerdo el nerviosismo contenido y la emoción que sentí cuando me incorporé a la COE 101 en mayo de 1982. Tuve la suerte de recibir la compañía de manos del entonces teniente Jesús de Miguel, quien, como teniente comandante y con la ayuda del alférez José Bonet había mantenido con creces el gran nivel que el capitán Miguel “Michi” Montojo, que había cambiado de destino pocos meses antes, había conseguido imbuir en la COE durante los años en que estuvo al frente de la misma. Y tuve la grandísima fortuna de encontrarme con un excelente plantel de suboficiales que hacían que la labor de mando fuera realmente sencilla. Mi reconocimiento en este momento al entonces subteniente Domingo (QEPD), al entonces brigada José López y a los entonces sargentos Varela, Piñero, Renedo y Bonet que con el cabo 1º Blanco conformaban el equipo de mando de nuestra COE 101 en aquel ya lejano 1982 y a todos los que les siguieron con el correr de los años.

Al entrar en el edificio de la compañía sentías el espíritu guerrillero en el ambiente: las fotos colgadas recordaban momentos de las salidas al campo: supervivencia, escalada, fase de agua… los versos pintados en las paredes te recordaban que allí se trabajaba duro (“El sudor en la instrucción ahorra sangre en el combate”), que cualquier situación podía superarse con fortaleza mental (“No te sientas vencido aún vencido. No te sientas esclavo, siendo esclavo. Trémulo de pavor, muéstrate bravo y acomete feroz y malherido…”), o que estabas entrando en un lugar donde no gustaban las cosas fáciles (“No hay a su pie risco vedado; sueño no ha menester; treguas  no quiere. Donde le llevan va, jamás cansado…”). Aquél era un espacio reservado para los mejores y donde la épica alcanzaba muchas veces cotas muy elevadas (“¿Quién dijo miedo?”)

Las COE, en general y la nuestra en particular, eran grupos donde no había sitio para el escaqueo; donde los mandos solo se diferenciaban de los demás en que debían dormir menos o comer los últimos; pero nunca disfrutar de ningún privilegio o comodidad que sus guerrilleros no tuvieran: dormir en el suelo, andar o correr siempre delante de su unidad, reptar por el pasillo de fuego en cabeza o saltar a la red de desembarco, entrar en el conguito o nadar en piña o por binomios. Todos teníamos claro que predicar con el ejemplo era una pauta de comportamiento obligada, grabada a fuego en nuestros cerebros: no podíamos, no debíamos pedir nada a nuestros hombres que nosotros mismos no fuéramos capaces de hacer.

La profesión militar se vivía con intensidad las 24 horas del día: cada mes 10 o 15 días de maniobras. Siempre actividades nuevas y emocionantes. Siempre máxima exigencia. Todos, mandos y tropa, teníamos claro que la diferencia entre nosotros y el resto de unidades no podía estar tan solo en el uniforme mimetizado o la querida boina verde que siempre vestíamos con gran orgullo. La diferencia estaba en el estilo de vida que habíamos elegido: Nunca no puedo.

Recuerdo las caras de muchos de mis (sí, los siento míos, al igual que yo me siento suyo) guerrilleros tras alguna de las duras pruebas que les hacíamos pasar: reptar por charcos o zarzas, correr hasta la extenuación con el equipo de combate completo por el Coll de Sa Creu, subiendo a Na Burguesa o al Monte Toro, cerca de Mercadal (Menorca), superar el miedo viéndose suspendidos en la cuerda de un teleférico sobre el barranco de 40 metros de profundidad en la presa del embalse de Gorg Blau, aguantar el frío de madrugada sumergidos hasta el cuello en el agua de S’Albufera o saltar desde el acantilado a 12 metros del agua cerca de Cabo Pinar. Eran caras que reflejaban el esfuerzo y el sufrimiento y, a veces, incluso el miedo; pero que, tras vencer estas amenazas, destilaban, a la vez, orgullo y un cierto aire de insolencia, como diciendo: “He podido, lo he hecho y aquí estoy si hay que repetirlo”.

Hacíamos muchas actividades que considerábamos indispensables en la forja del espíritu de la unidad: la media maratón de Pollensa; la prueba de evasión y escape para ser capaces de desenvolvernos en territorio enemigo sin apenas equipo; el cruce de la Bahía a nado, siempre con la protección de 2 zódiac para evitar sorpresas de los habituales marrajos mediterráneos; la permuta de los ritmos circadianos de sueño y vigilia en Cabrera para ser capaces de combatir de noche sin la amenaza del sueño; el pasillo de fuego con las cargas explosivas estallando a nuestro paso a 1 metro y la MG-42 tableteando con ráfagas por encima de nuestras cabezas… pero hay dos que, en mi opinión, eran las reinas del espíritu de superación que siempre fue “marca de la casa”: la fase de adaptación y la travesía de la Sierra de Tramuntana.

La primera, la fase de adaptación, era la prueba de entrada en la cual intentábamos que todos los recién incorporados a la COE se imbuyeran desde el primer momento del estilo de la unidad, de la máxima exigencia que comportaba estar allí, de la seguridad de que nada de aquello a lo que se vieran sometidos en el futuro les pudiera sorprender por la dureza. Así, durante un par de semanas poníamos a prueba el aguante físico y mental de nuestros “nuevos”, que empezaba acampando en la famosa Curva del Pino, y donde, a partir de ese momento, el polvo, el sudor, el esfuerzo y el sacrificio componían una fórmula perfecta para interiorizar un mensaje nítido: siempre se puede hacer más, como reza una de las máximas más famosas de las Unidades de Operaciones Especiales: “Que tu cuerpo y tu mente estén siempre listos. Cuando tu cuerpo diga basta, tu mente debe decir adelante.”

Era alucinante ver el cambio que se producía en ese colectivo entre el primer y el último día de la adaptación. Cómo se había ido modulando su carácter, cómo habían ganado en capacidad de aguante, “cuerpo cenceño y ágil, tez morena” después de dos semanas sin prácticamente despojarse del uniforme, con la cabeza siempre alta, orgullosa, respondiendo a la pregunta cantada a paso ligero por sus mandos: “¡Guerrilleros!, ¿qué queréis?” con un desafiante “¡Más instrucción, más instrucción!”. Su alma se había engrandecido con la certeza absoluta de estar consiguiendo algo importante; algo que, llegado el caso, podía significar la diferencia entre la vida y la muerte: la seguridad en sí mismos y en la respuesta de sus compañeros.

Ese periodo concluía con la prueba de la boina, un puzle de situaciones que ponían a prueba las habilidades adquiridas en ese tiempo y que finalizaba con el desplazamiento a paso ligero (como no) hasta el acuartelamiento y la ceremonia, siempre emocionante, de la entrega de esa prenda que sería, ya siempre, el distintivo de su categoría especial: ser un guerrillero, formar parte de las unidades más admiradas, envidiadas y temidas del Ejército Español: las Compañías de Operaciones Especiales, nuestras queridas COE.

La travesía de la Sierra de Tramuntana era una prueba de dureza y resistencia que consistía en recorrer la citada sierra Norte de la isla de Mallorca, desde su vértice septentrional en el cabo Formentor, hasta la punta SO en el término municipal de Andraitx. Un recorrido de unos 120 km en distancia reducida (superaba los 150 en distancia topográfica) que tenía la particularidad de que lo hacíamos subiendo a todos los picos importantes que había en la cordillera (Puig Tomir, Massanella, Penyal d’es Migdía, Puig Major, L’Ofre, es Puig d’es Teix, Galatzó) y bajando los mayores desniveles y dificultades que encontrábamos al paso (bajada de Es Torrent de Pareis hasta Sa Calobra; las subidas y bajadas hasta Cala Tuent por Balitx d’Abaix, d’Enmig y d’Amunt, una interminable serie de barrancos y espolones que te machacaba; la bajada (o subida) por el sendero de peldaños excavados en la ladera desde L’Ofre al Port de Sóller…). Era un recorrido realmente hermoso por la costa Norte de la isla, pasando por Lluc, Sóller, Deiá, Valldemosa, Banyalbufar, Estellenchs, Andraitx, Calviá y que terminaba entrando en el R.I. Palma 47 a paso ligero, ¡cómo no!

Estar más de una semana andando sin parar cargados con todo el equipo, durmiendo en el suelo, comiendo a salto de mata y soportando el asfixiante y húmedo calor del verano mallorquín ponía a prueba nuestra resistencia hasta niveles superlativos, pero todos vencíamos aquellas dificultades gracias a la excelente preparación física que era condición sine qua non para salir adelante en aquel ambiente de dureza. Cuando tu cuerpo diga basta…  

Quiero terminar esta reseña rindiendo un sincero homenaje a todos los guerrilleros que pasaron por la COE 101-7. Podría nombrar a muchos de los cerca de 500 que tuve la suerte y el honor de conocer y dirigir en aquellos seis maravillosos años, tengo muchos de sus rostros grabados en la memoria y los recuerdo con dos expresiones diferentes: el rictus que imprime la dureza y el sacrificio y la expresión alegre y satisfecha del que ha hecho bien su trabajo. Esa era la grandeza de nuestro oficio: entregaban lo mejor de ellos esperando nada a cambio, tan solo la satisfacción del deber cumplido.

Nunca he estado rodeado de un grupo de hombres, chavales entonces (todos rondaban los 20 años, algunos incluso menos) tan orgullosos de lo que eran, tan abnegados, tan física y mentalmente fuertes, tan seguros de sí mismos, como aquellos guerrilleros de la COE 101-7 que hacían su servicio militar en cumplimiento del deber con la Patria y que no pedían tranquilidad, no querían descanso, se daban en cuerpo y alma y se crecían en la adversidad porque sabían que eran los mejores.

Cuando hoy paso revista a aquellos años me reafirmo en que no pude estar en mejor sitio que aquella unidad para vivir de una forma absolutamente plena la vida militar. Al llegar al Regimiento Palma 47, recién destinado a la COE, recuerdo que muchos de mis compañeros y jefes me preguntaban: “¿Eres de aquí? ¿Tienes familia en Mallorca?” y al responder: “No” en todas las ocasiones, se sorprendían y terminaban con un: ¿Cómo se te ha ocurrido entonces pedir este destino? Mi respuesta, con cara de asombro y gesto de evidencia, siempre era la misma: “Vengo a ser el capitán de la COE. ¿Qué más se puede pedir?

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