A mi Querida Boina. 1º Premio. 3º Concurso Literario de Relato Corto

A mi Querida Boina. 1º Premio. 3º Concurso Literario de Relato Corto

A MI QUERIDA BOINA

1º Premio 3º Concurso Relato Corto

Manuel Casas Barea

Antiguo guerrillero de la COE 21, Tarifa 1977/78

Por fin llegamos a Botafuegos (Los Barrios). ¡Qué alegría! Nos vamos de campo. Son las primeras maniobras y estoy muy expectante. Por el camino vamos cantando aquella canción que nos enseñó Jesús Haro que decía: “Qué buenas son las madres Ursulinas, qué buenas son que nos llevan de excursión”.

Atrás se queda la Isla y espero cambie un poco el ritmo diario. Se nos estaba poniendo muy exigente: siempre a paso ligero, siempre deprisa. Pienso que podríamos salir un poco antes y dejarnos de tanto correr.

Empezamos con un ritmo muy fuerte. Los días eran agobiantes, no tenías un segundo de relajación, el tiempo era muy fresco como corresponde al mes de enero, pero nos estábamos adaptando y poniendo finos. Recorridos topográficos y salidas nocturnas con gran hincapié en dos temas: punto de reunión y orientación. Por la noche, empiezo a saber dónde está la Polar, la Osa Mayor, la Osa Menor y la Casiopea. Algunas noches dormimos fresquitos: la ropa mojada, las botas húmedas y la moral siempre en lo más alto. Van pasando los días, aunque la adaptación a las situaciones no es nada fácil. Tengo que intentar comprender dónde estoy. ¿Se me ha perdido algo aquí? Bueno, es lo que quería y a dar la cara. No va a ser fácil. Tengo que aprender. Soy una esponja. Cualquier enseñanza se me queda a la primera. Siempre callado y muy atento a informaciones, comentarios y alguna cosa de lo que poder aprender. Prefiero escuchar a compañeros que, según mi apreciación, lo saben todo de la COE (quizás no tanto como yo pensaba). Yo sabía que estaba verde, pero estaba en buen camino.

Salimos de marcha por la sierra del Cabrito con todo el equipo y en buena compañía (la lluvia). El día no se presenta muy agradable, la lluvia es intermitente. Con el paso del tiempo se empieza a notar el cansancio. Un compañero tiene un desfallecimiento. Al regreso, ya tarde, me encuentro agotado. El esfuerzo ha sido enorme y, quizás, todavía a la puesta a punto física y mental le falta bastante. Estoy deseando que llegue la hora de acostarme y descansar que mañana será otro día. Era lo que pensaba pero la realidad es otra muy distinta.

La noche se presenta muy negra. En un momento el infierno se apodera de la habitación donde estamos descansando ¿Qué está pasando? ¿Qué poca educación? Estamos agotados y todavía hay compañeros que arman follón. Qué equivocado estoy. La visión es de pánico. Soldados encapuchados… de muy malas maneras, gritando, dando voces. Los empujones se hacen los dueños de la habitación y algún que otro golpe que vale para despertar a los más confusos. A algunos compañeros los sacan del saco de dormir como al corcho de una botella de sidra. Los encapuchados no tienen reparos en nada. Están eufóricos. Nos han cogido por sorpresa y se hacen dueños de la situación en un santiamén. Me pongo la chupita y una bota que me puedo atar pero la otra queda suelta y, a rastras, sin darme cuenta, me han sacado de la habitación donde el ambiente se hace irrespirable por el olor a pólvora. Estoy confuso, el cuerpo me tiembla cuando oigo decir que, por fin, hemos cogido presos a los terroristas. Todos al paredón. ¡Esto no puede ser! Tiene que haber una confusión. Con las luces de los camiones empiezan los registros con la frente en la pared y los pies muy atrás y al menor movimiento te dejas la piel en la pared. El

interrogatorio, por lo que oigo con algunos, es muy duro y empiezan a decir: “Este ha confesado el punto de reunión. Hay que llevarlo al paredón”.

Me amarran con hilo bramante muñecas y pulgares. Los ojos tapados. Con una cuerda, me atan del cuello al pie de otro compañero. Por mi cabeza, un solo pensamiento: “Tengo que intentar salir de esta situación, pero estoy amarrado. Tengo que esperar una oportunidad y largarme. Yo soy buena gente. ¿Qué hago aquí?” Me encomiendo al Altísimo. Necesito relajarme, que pase lo que tenga que pasar. Los malos pasan de la agresividad a la amabilidad muy pronto. Pienso que no son fiables. Esos cambios de actitud me hacen pensar que algo traman. Empiezan a obsesionarse con el punto de reunión. Quieren saber todo acerca de nosotros. ¿Qué hacéis aquí? ¿A qué habéis venido?

Una lluvia fina nos acaricia y nos mantiene alerta (pero presos). De pronto tengo la sensación de que alguien se encuentra delante de mí, por lo que me preocupo. Me pongo un poco nervioso, pero me tranquilizan pronto. Un bofetón que me coge la cara entera. Caigo al suelo en un instante, pienso que me han roto la nariz y la boca. ¡Vaya situación!, nadie me dice nada y el misterioso personaje se marcha sin pronunciar una sola palabra.

La amabilidad, por su parte, se hace presente. Me van a ayudar a subir al REO. Entre varios me cogen y me echan encima del camión, sin miramientos, lo que ocasiona que caiga a peso muerto como un saco de patatas, pero ellos no se cansan. Siguen con sus maniobras de acoso: si no hablamos nos tiran al pantano. Esto hace que el cuerpo se te encoja y se va añadiendo más leña al fuego. Pasamos a una amabilidad desmesurada: “¿Tienes frío? ¿Quieres un cigarro?”. Tengo que contestar con educación: “Muchas gracias”. No he fumado nunca pero mi compañero de asiento les dice que bueno. Abre la boca para darle unas caladas y lo que se encuentra es la bocacha del cetme. Llevamos mucho rato en los camiones y calculo que varios kilómetros por caminos o alguna pista forestal. De vez en cuando, nos amenazan con el pantano. Por fin nos bajan y tenemos que andar en cuclillas y agachados.

La desorientación es total. Tenemos que sentarnos próximos a una gran hoguera rodeada de ellos y de los perros. La fina lluvia no da tregua y empiezan las primeras escapadas que van acompañadas con una salva de disparos, voces, amenazas y ladridos de los perros.

Un vigilante se me acerca al oído y me dice: “Quedáis muy pocos. ¿Cómo no te has escapado ya?”. Me corta las cuerdas y empiezo a pensar en la libertad. Me bajo la venda pero estoy rodeado. Justo en frente de mí hay una zona oscura que está libre y, sin pensarlo, me lanzo a correr como un loco. A mi lado veo los fogonazos que salen de la bocacha de un cetme. Empiezo a rodar debajo de una zarza y me freno en una alambrada de espino que logro saltar no sin gran esfuerzo. Cerca tengo dos personas disparando. Me caigo. Me levanto. Me duele todo el cuerpo estoy aterrado. Solo pienso en huir. Tengo la sensación de que el corazón se me sale por la boca. Tropiezo con un árbol y me resguardo de la lluvia. Me falta la bota derecha y el pie lo tengo con algunas heridas superficiales. Todo lleno de pinchos como un colador. Espero y solo oigo correr y quejarse pero no me muevo. Soy una estatua y los ojos se me acostumbran a la oscuridad. ¿A dónde voy sin bota?

Me quito el jersey. Me lo pongo en el pie. Los malos se han marchado y empiezo a caminar hacia donde habían tenido lugar los hechos, pero tengo que esperar a los primeros claros del día y empiezo a subir lo que pensaba era un monte alto. Por fin, llego arriba y a lo lejos veo luces muy conocidas: es Gibraltar. Creo que estoy salvado. A esperar poder coger mi bota y zumbando para Tarifa. Me acerco a las zarzas y veo un grupo que viene hacia mí y salgo corriendo. Me gritan: “No corras. Somos nosotros”. ¡Uff! ¡qué alivio! Venimos a buscar botas en la zarza. Ya tenemos nuestras botas. No era el único. Ahora somos un grupo. Creo que es mejor.

Estoy emocionado. Me dejo llevar, no tengo otra alternativa. Algunos están muy informados. ¡Qué raro! No sabía nada. “¿Hacia dónde nos dirigimos?”: pregunté. “Vamos a Facinas (Cádiz). Mañana antes de las ocho hay que estar allí”.

Llevábamos varias horas andando y, con hambre, llegamos a un cortijo pasado el mediodía

y preguntamos si pueden darnos algo de comer a cambio de 1 000 pesetas que A. Melero (Carbonera) tiene en un bolsillo y que se han escapado del registro. La situación de la familia con niños pequeños no es muy buena, pero dispuestos a ayudar, sin apenas recursos, nos preparan un tipo de ensalada con lo que tienen que es muy poco. En una fuente de porcelana nos parten varias cebollas gordas con olivas negras secas y metidas en agua y dos tripas de morcilla, las últimas que tienen en la orza, que parten a rodajas y una pequeña porción de pan casero.

Aquello es una delicatesen, Carbonera les deja el billete. Ellos piensan que es demasiado dinero, pero cogemos rumbo a nuestro destino. Nos informamos de movimiento de militares por la zona, pero está despejada y dejamos de ir monte a través. Nos acercamos a unas casas; la noche está al caer; descubrimos una cuadra abandonada con estiércol y paja. Es el sitio ideal para pasar la noche. Estaré un poco caliente; un buen hoyo y cubierto con todo lo que allí hay. Es madrugada; he dormido poco pero no he pasado frío; alguna pulga me atacó con suma violencia. Decidimos marcharnos.

El camino lo hacemos con mucho entusiasmo, somos un grupo unido, empiezo a sentir un cariño muy especial por los compañeros que me sirve para unir unos lazos que no se romperán, ¡todos a una! Todavía de noche, llegamos al campamento abandonado de la Legión en Facinas (Cádiz). Qué poco nos falta. Seguro que el brigada está preparando el desayuno. ¡Qué ilusos! El brigada no está. La cocina se encuentra cerrada. Otra decepción, pero no va a ser la última.

Nos llaman a formar por binomios. Los dos, Manuel y yo, formamos los primeros; mochila de combate y cetme; instrucciones y planos: al pantano de Almodóvar a varios kilómetros.  Tenemos que subir por una pared de rocas nada fácil, con una cuerda de rapel que, al ser fina, te cuesta. El sargento Ríos está allí y nos aprieta para subir más que una garrotera. ¡Venga, Juan! ¡Arriba, Juan! ¡Falta poco, Juan! Si te ve un poco desfondado, te ayuda. Ahora toca bajar en rápel la presa. Me acerco y la veo muy alta. Le tengo un respeto enorme. Nunca he hecho un rápel tan alto. Consigo bajar. Ahora, la tirolina. ¿Parece extraño? El final termina al borde del agua. Me deslizo; ¡vaya panzazo! Siento que el agua me arrastra y me lanzan una cuerda. Consigo salir aunque me siento derrotado por tantas adversidades. Unas palabras del primero Delgado me hacen que esté dispuesto a comerme la tierra si hace falta. ¡Muy bien! ¡Estás terminando! ¡Adelante!

 No me importa el cansancio, no tiene cabida en mi cabeza.

Llegamos de nuevo al campamento con la moral por todo lo alto. Hay que hacer pruebas de tiro con el sargento Iglesias. Comprobar la munición que no esté húmeda por el baño mañanero. Son las dos de la tarde y duchados nos presentamos al brigada. Tenemos hambre. Hay que esperar que entre otro binomio para darnos lo que nos hace falta para una paella. ¡Estamos de suerte! Viene Usó (valenciano) y Planell. Ya sabemos quiénes la van a hacer. Nos dan el primer premio como la mejor paella. Hemos comido y bebido a todo tren, pero hay compañeros que aún no han llegado. La ilusión me invade. Al final, la tengo ganada. Tanto sufrimiento ha valido la pena. La moral siempre arriba. No hay medias tintas. Os llevo en el corazón.

Con la llegada a Tarifa, siento que tengo que desprenderme de la gorra. ¡Ya no me vale! ¡Necesito, ya, mi boina! La recibo de manos de mi padre (Serrano), otro granadino. La emoción me invade. Se me saltan las lágrimas. El corazón me late a mil. La tengo puesta. ¡Es la mía! ¡Soy un guerrillero! ¡Siempre lo seré! Felicitaciones y apretón de manos por parte de mandos y veteranos que nos dan la enhorabuena. Ahora, lo que más deseo es presentarme en mi casa con mi boina puesta.

Gracias, COE 21. Te llevo en lo más profundo de mi corazón. Nunca te podré olvidar.

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